Carolina Villa: «Turismo de Riesgo»

  ¡Para levantar un peso tan abrumador,
Sísifo, sería menester tu coraje!
Por más que se ponga amor en la obra,
El Arte es largo y el Tiempo es corto.

Domingo

Subía cargado por la pendiente bajo el sol rajante del mediodía, y una ráfaga suave de viento acariciándolo de frente. Trasladaba una serie de sillas, quizás cuatro, quizás cinco, y un objeto de telgopor que parecía ser una tabla de surf rudimentaria, de esas para nenes o para personas que recién están aprendiendo a nadar. No vi más porque no quise ver. Su expresión y el sudor de su pecho me recordó a una evocación de los esclavos griegos en la antigua Roma, y a las mulas acarreando kilos y kilos de paja. Cuando pasó por al lado mío me hice la distraída y continué avanzado hasta la casita que había alquilado por una semana a unas pocas cuadras de la playa. El día estaba hermoso. Unos pájaros salticaban de rama en rama en el bosquecillo del fondo, cuchicheando entre sí, debatiendo sobre un tema recóndito.  Y como si quisieran incluirme en esa conversación, fueron descendiendo, de rama en rama, hasta ubicarse justo por encima de mi cabeza. Me miraron y se dijeron algo. Por más que intenté comprender lo que decían no hubo caso. Me dieron otra mirada, esta vez derrotadas, decepcionadas por mi incapacidad de hablar su idioma y se fueron. Quedé sola un rato escuchando el sonido de las ramas moviéndose por la inercia que dejaron sus cuerpos al levantar vuelo. (¿Si el peso tuviera un sonido sería ese?)

Lunes

8 am y no hay nada que me genere más placer que el olor del café recién hecho. Mi primer beso matinal. Me senté en el porche, que ahora llaman deck, que tiene una mesa y dos sillas y desplegué todo lo que tenía: frutas, tostadas, palta y huevos estrellados. Mi propio desayuno continental con el bosquecillo envolviéndome suavemente.

9 am y me fui caminando hacia la dirección que me lleva al mar, ese mar tan argentino que dan ganas de entrenar todo el año solo para hacer frente a las olas que rompen en su orilla. Mientras cerraba la pequeña tranquera vi que de la dirección contraria estacionaba una camioneta de la cual bajaron unos hombres que parecían ser trabajadores, por la vestimenta que tenían y las herramientas que bajaban del vehículo.

12 am empecé a encarar el regreso, tenía hambre y ganas de un baño de agua fría para quitarme la sal y la arena. Entré al agua como una campeona, remonté olas y metí estilo pecho varias veces.

Orgullosa de mi humilde hazaña me preparé un fernet con coca y conecté el parlante para escuchar musiquita mientras cocinaba unas verduras salteadas con ensalada de hojas verdes, tomates cherry, berenjena ahumada y aceitunas negras. En este viaje me propuse comer más sano y sabroso que de costumbre. Revisé el teléfono solo una vez. Aun sin recibir noticias tuyas.

13 hs ya estaba a punto de sentarme a comer, ensimismada en mis pensamientos cuando estos son interrumpidos por el estruendo frenético de una moto sierra.

13.30 silencio.

17 hs me despertó el sonido de una alarma vecina. Me sobresalté con el corazón a mil por segundo. Había soñado que dormías a mi lado. No sé qué me desmoralizó más, si la alarma del auto o ver que no estabas ahí, conmigo.

La alarma siguió un buen rato, pero nada iba a interrumpir mi idilio personal. Así que me hice unos mates y me fui a caminar por el bosque.

Cuando volví ya estaba oscureciendo, me di un baño, apliqué todos los productos que pude a mi pelo enmarañado de sol y rulos y me acerqué al centro del pueblo para conocer la vida nocturna.

Muchos restaurantes y pocos bares, pero igual encontré uno que tenía buena pinta. Entré y me senté en la barra y pedí un gin tonic de la casa, con almíbar de naranja y salvia y contemplé la callecita de arena con árboles que daba justo afuera. En eso se me acerca un hombre de unos 40 años aproximadamente, me preguntó cómo me llamaba, le mentí. No me dieron ganas de hablar, y para mi fortuna, se dio cuenta y se fue. Siempre les resulta extraño que una se siente sola en la barra de un bar, como si en vez de una barra eso fuera una vitrina de exposición esperando que “alguien” venga a sacarla de ese lugar y a llevarla a uno mejor.

Una música empezó a sonar, una salsa, género que me encanta, y saqué a bailar a uno que estaba moviéndose en el lugar, como impulsado por una fuerza mayor, pero reprimiendo su despliegue por la mirada ajena. Algo que me gusta de mí es que no me importa bailar donde sea y si es una salsa mejor aún. Recordé que a vos también te da esa vergüenza hermosa que me enamoró desde el primer día que te conocí, y que en la intimidad sos el mejor acompañante para los bailes de salón. Traté de no pensar en eso y rompimos la pista, no le pregunté el nombre, no hubo tiempo.

Bailamos unos temas más, tema y trago, tema y trago, y caí cansada en un sillón que había en un rincón. Cerré los ojos unos minutos y deseé estar en mi camita. Así que me fui caminando hasta la casa, que por suerte era a unas pocas cuadras de ahí, es un pueblo chico.

Martes

10 am me despertó el sonido de una moto sierra. Corrí como una loca, con el grito de ¿quién carajo es? Miro por la ventana y eran los mismos albañiles del día anterior. Tuve que tomar mi café con eso de fondo, la angustia que me generó es indescriptible. Una se aleja de la ciudad por algo, ¿por qué no aprovechan el invierno para construir la casita? Los quería matar.

12 hs fui a la playa, con resaca y mal humor. Me metí al agua con bronca, con ganas de ahogar toda la furia que me quedaba. El día era largo.

15 hs volví a la casa, comí algo tranqui (mi estómago lo agradeció) y me acosté un rato a dormir. La alarma del auto otra vez. Luego de unos minutos paró. Me quedo con los ojos abiertos en gesto de sorpresa. Espero. Alerta. La respiración contenida. Volví a cerrar los ojos y otra vez. La alarma. Me levanté buscando al desgraciado dueño del auto. Ya lo odiaba. Pero no encontré la procedencia de ese ruido demoníaco. Así estuvo, activada y desactivada, activada y desactivada. Varias veces.

No pude dormir así que me levanté para hacerme un café y pensar qué hacer. En eso, paró. Suspiré aliviada con la mano en el corazón, como agradeciendo a algún ser divino e invisible. Agarré un libro de la escueta biblioteca de la casa y me dispuse a leer en el sillón con mi tacita de café y un puchito. No voy dos páginas de lectura que en eso, pum, la moto sierra otra vez. Listo. Salí disparada, enfurecida, con ganas de gritar toda mi miseria a unos desconocidos. Pero cuando me acercaba algo me detuvo. ¿Qué les diría, que dejen de trabajar? ¿Quién soy?

Totalmente comprometida a cumplir mis metas del año me fui de la casa a tratar de conseguir la tranquilidad que había ido a buscar. No me iban a ganar. Quiénes, no lo sé. Tal vez solo fuera un desafío para conmigo misma, conocer mi grado de paciencia, de tolerancia, de resiliencia…

Entré a caminar sin rumbo. Doblé en una esquina donde vi a un hombre hablando por teléfono, y cuando ve que me acerco dice: después te llamo. Y ahí nomás me ofrece unas “flores” de regalo. Activé mi recordatorio: nunca aceptar drogas de desconocidos, menos, si te las regalan. Trampa seguro. Me asusté, esas cosas las ves en una peli donde la piba acepta como una boluda y ves cómo se la llevan para ser explotada sexualmente en una red de trata.

Apuré el paso. Tomé el camino hacia la playa para ver el atardecer, mi día no podía terminar con la fantasía de la prostitución forzada. Cuando llegué ya no había mucha gente, y el viento soplaba muy fuerte. El mar, desbocado, y yo, de shorcito y remera. Veía a las pocas personas que quedaban poniéndose rompevientos, botas y sombreros. Eran pescadores.

El frío me hizo volver. Cuando llegué, con frio, cansancio y hambre, ya los almacenes habían cerrado y en la casa no tenía mucha comida. Lo único que había era una banana, unas galletitas de agua y medio alfajor. Comí eso con mucha pena y me fui a dormir. La noche no podía ser peor.

Miércoles

7 am sigo sin recibir un mensaje tuyo.

8 am me preparé mi cafecito, lo único que me estaba haciendo feliz en todo el viaje.

9 am me fui a la playa, ni ganas de cruzarme con los albañiles y sus motosierras y martillos y vaya a saber qué otra maquinaria del infierno.

13 hs almorcé en la playa un sanguche de milanesa que vendía una chica en la playa. Lo comí con mucha alegría con mate. Luego me acosté unos minutitos, para acompañar la digestión (aunque sé que no hace bien acostarse luego de comer, no me importó). Los minutitos se hicieron horas y sin darme cuenta, el sol me había fulminado. La cabeza me estallaba y la panza me daba vueltas como un koinor. Quise vomitar y me fui corriendo al médano. Me quedé ahí esperando un vómito que no tardaría en llegar y de lejos observo cómo mis objetos personales son llevados por la marea que ya estaba subiendo y no me había dado cuenta. Me quedé paralizada, o vomitaba o me quedaba en pampa y la vía: el teléfono (que seguía sin recibir un puto mensaje tuyo), la billetera con los documentos, la llave de la casa. Desesperada, comencé a correr, no me importó que al vómito se le diera por salir ahí mismo, al lado de una carpa con nenes y familias risueñas. No pude frenar a disculparme. Como la mejor Meolans me zambullí al agua que ya estaba acunando mi bolso, y nadé y nadé hasta pasar la rompiente. Mientras más me acercaba a mis pertenencias más me alejaba de la orilla. (No hay tiempo. Tengo que seguir. Después veré).

Un amor huído

Roído por la mala costumbre y la inflación

He oído que el amor vence todo

Pero perece al lado mío

Y yo no sé hacer RCP

Por suerte quien sí sabía primeros auxilios fue Germán, el guardavida que me rescató de una muerte lenta y horrenda. Cuando me sacó no recordaba nada, solo la sensación de un peso enorme sobre mí, hundiéndome, robándome fuerza, empujándome hacia lo negro. Denso, tenebroso y blando, acolchonado, raro, parecido al amor. Me revivió un beso apasionado, intenso y respetuoso, carente de dulzura y erotismo. Recobré la lucidez entre un gentío horripilante, mi malla se había corrido y estaba totalmente indigna, con el pelo todo pegado a la altura de los ojos, menos la boca: German me había acomodado el pelo para darme oxígeno. Escupí mil demonios y me arrastré hasta la arena seca. Pude rescatar el bolso con mis documentos, pero no había rastro del celular. Estallé en llanto y me acurruqué junto a una toalla sucia.

“Es mía”.

Ah, perdón.

Un niño me quitó la toalla. Totalmente derrotada me puse de pie con ayuda del guardavida y traté de recobrar la última miga de dignidad que me quedaba.

¿Quiere que la acerque a tu casa?

Sí, por favor, le dije, si no es molestia. Y gracias por rescatarme. (A esta altura no me importaba que me tratara de señora, aunque no llego a los 40)

No hay de qué. Y ya terminé mi turno, así que acomodo mis cosas y la llevo.

Fuimos en su camioneta, tenía un mate preparado y un termo con agua caliente para el viaje. Compartimos unos amargos en silencio, él atento al camino y yo saboreando ese instante de pequeña vida entre dos extraños. No era un viaje largo, pero lo disfruté. Nos reímos de la situación en la playa, yo seguía con bronca por perder el celular, pero no era nada con la tragedia que casi nos entrelazaba a los dos. Le agradecí a ese joven agradable con cuerpo de titán, y le dije que iba a ser más cuidadosa en el futuro. Le saqué una sonrisa y me saludó con la mano. Lo vi alejarse entre los árboles, el camino de arena y la luna que ya empezaba a asomar. Pensé en la ausencia de mí por un rato mientras me preparaba un baño de agua caliente, puse los Rolling Stones y me acomodé en la bañera. Cerré los ojos y me hundí en lo negro.

Más de una flor despliega con pesar
Su perfume dulce como un secreto
En las soledades profundas.

Jueves

No sé qué hora era porque el celu está contaminando el Atlántico (si me escribiste nunca me voy a enterar). Me levanté como pude, con una resaca fantasma de una embriaguez que no existía, tal vez la sensación de casi morir produce algún efecto corporal que no es fácil de asimilar. Entre la pesadez de la resaca de casi morir, el calor sofocante del mediodía, y la motosierra que no paraba de arremeter, quise volver a casi morir. Pero fui a la playa, a ver si el mar me mitigaba la angustia de estar viva. Justo cuando llegaba a la entrada de la playa, que es literalmente un médano, vi que venía subiendo con mucho abatimiento y hastío, el esclavo griego con su piedra gigante, tratando de subir la pendiente, otra vez…

(Entonces como un vaticinio antiguo algo se reveló en mí. Volví a la casa, armé el bolso y hui hacia la terminal, no me importó que aún me quedaran tres días más de vacaciones, aquello ya era un martirio).

Carolina Villa, bailarina, intérprete, docente y escritora. Investiga las intersecciones posibles entre las diversas corporalidades provenientes de las narrativas ancestrales con los diferentes lenguajes contemporáneos de movimiento, así como su relación con la palabra, el texto, el género, el teatro antropológico y la metáfora visual. Sus creaciones participaron de diferentes festivales en Buenos Aires, Bariloche y Colombia. Colaboró en la revista digital de danza «Segunda. Cuadernos de Danza». Ha editado los libros de poesía Boca de Tormenta (2010) e Interludio o cómo matar el tiempo de a ratos (2011).

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