El cuerpo es el objeto favorito del cine. Encontró en él su modo de expresar al ser humano. ¿Qué vemos cuando vemos películas si no una sucesión de imágenes de cuerpos (humanos) en movimiento? Se cuela algún paisaje vacío, alguna construcción a la espera de la entrada de personajes, alguna representación de objetos mirados (por un cuerpo), pero no pasan muchos segundos sin que un cuerpo habite la pantalla. Podemos agregar a la corta enumeración de ausencia de cuerpos, las alternancias automóvil perseguido, automóvil perseguidor, tan abundantes en el cine de entretenimiento, pero si coincidimos con McLuhan considerando a la rueda como extensión de nuestras piernas, podríamos identificar a los autos cuanto menos como prolongación.
Imágenes de cuerpos fragmentados, cabezas, torso y cabeza, a veces cuerpos enteros. Pasos acechantes de pies que caminan, cabezas parlantes que exhalan voces y gritos, originados en cuerdas vocales, ocupantes de la profundidad del interior del cuerpo. Tal vez al leer “cuerpos fragmentados”, creíste que iba a hablar sobre mutilación, pero no. No va por ahí esta cavilación. Sin embargo, no está tan alejada de la sensación de los primitivos espectadores de cine. La fragmentación de la que hablo, es la fragmentación en planos tan propia del lenguaje cinematográfico. Un gran collage de fragmentos unidos por el montaje, que solemos percibir como unidad, pero cuya elaboración fragmenta los espacios (y los cuerpos) para dirigir la atención del espectador hacia la construcción de una historia. En sus inicios el cine tomaba el modo de representación del teatro, filmaba los cuerpos enteros y no pasaba de ser el registro de una escena teatral. A medida que los realizadores-exploradores del nuevo medio (Porter, Griffith, Smith, Williamson, etc), buscaron agudizar sus posibilidades expresivas, encontraron en el acercamiento al actor la potencia dramática del primer plano. El cuerpo mostraba su arsenal expresivo más poderoso, el gesto y la mirada. Sin embargo su instalación en la relación con el público no fue fácil. Cuentan artículos de la época que los espectadores (primitivos, a los que me refería como primeros asistentes a los cinematógrafos) rechazaban la fragmentación del cuerpo, tomándola de una manera literal, viendo donde hoy vemos primeros planos, cabezas parlantes y en los planos medios, tullidos. Fue necesaria la insistencia de los realizadores para imponer esa fragmentación que daría al cine un puntapié para despegar del teatro filmado y comenzar a desarrollar un lenguaje rico y dinámico. La convención fue aceptada por los espectadores, eje necesario para la retroalimentación con la producción. El rostro ahora podía escrutar el alma.
La escala de planos refiere al cuerpo humano para el tamaño de plano, plano general, entero, medio cintura, medio pecho, primer plano y primerísimo primer plano. El cine comparte esta escala con la fotografía. La fotografía ha sido más diversa en su profusión de imágenes por lo menos en cuanto a su ambición artística. Sus búsquedas registran más paisajes, naturalezas virginales, edificios deshabitados y demás imágenes solitarias que el cine. Restrinjo a la ambición artística, porque en cuanto a su función capturadora de recuerdos emocionales, el cuerpo es tan infaltable como en el cine. Las emociones parecen necesitar de la imagen del cuerpo para proyectarse. Desde los inicios del cine a nuestros días, sumados TV, celulares, computadoras, etc.. Identificación, idealización, placer vicario alimentan la hegemonía del cuerpo en las pantallas.
Gabriel Dodero, cineasta. Egresado del ENERC. Docente de UNA (Universidad Nacional del Arte) y UMSA. Director, productor, editor, guionista y ensayista. Autor del Documental “Al Trote!” (2012) y el Cortometraje “Happy Cool” entre otras obras.