Hernán Lasque: «Payaso asmático»

Se asomó a la puerta y llamó desde ahí, no tenía ninguna intención de mojarse; le pareció ver a dos nomás: ¡Ramoncito, vení que estás tosiendo!. ¡Ramón!, gritó por segunda vez, antes de meterse en la casa. El azufre de los relámpagos flotaba suspendido entre los árboles, con la noche, enrojecida, haciéndose telón de fondo.

Habían pasado toda la tarde afuera, la tormenta los aventuraba y, aunque a Ramón después ni dos horas de vapor le sacaran la tos, no iba a quedar él como un flojo delante de Upe. Guadalupe, la más creativa de los tres, con su rostro encendido en grandes ojos verdes, hacía y deshacía a su antojo con ellos, aunque ellos lo negaran. Aquella tarde, la muchachita había mentado un nuevo y macabro juego: sacrificarían uno de los conejos de Don Villalba, abuelo de Ramón; y no cualquier conejo, sino el conejo de su abuelo. El Rojito.
Ramiro, el más fuerte de los dos varones, se ocuparía de trasladar el tronco desde el galpón de atrás de la casa hasta el eucaliptal. Allí debían ubicarlo entre dos sillas que, ocasionalmente, servían a distintos escenarios de diversos juegos. Luego cercarían todo el recinto con un rollo de alambrado olímpico que también Ramiro encontró en el mismo galpón donde estaba el tronco. Así se conformó el teatro donde se disputaría la suerte del conejo y la burla del payaso: dos sillas, un tronco entremedio de ellas y tres árboles geométricamente seleccionados como vértices del triángulo que trazaba el alambrado. El animalito, no tendría escapatoria.
No fue tarea simple para Ramiro llevar el tronco desde el galpón hasta los árboles. Al no ser perfectamente cilíndrico por tener dos gruesas ramas cortadas a los costados, no podía hacerlo girar. Le ató una cuerda alrededor y allá lo llevaba, a la rastra por el barro, cortándose las manos y torciendo el lomo hasta la arboleda. Se sentía un buey trabajando con su fuerza bajo la lluvia; feo él, era el único valor que creía tener para mostrarle a Upe, su fuerza. Granos hasta en la oreja tenía. Ramoncito, en cambio, era flacucho, orejón y asmático, y con el labio inferior ligeramente caído; cuando hablaba se le llenaba de saliva la boca y escupía en cada palabra. Sea como fuere, a ella, a Upe, lindos o feos, lo mismo le daba. Ayudantes, colaboradores en cada uno de sus emprendimientos, no más que eso. Ella impartía, decidía todo, el quedarse y el correr, la piedra y el vidrio, el fuego y el agua. Aceptó esa tarde lo del tronco entre las sillas porque también ella lo había pensado como patíbulo; y fue Ramiro quien lo había propuesto. Ella eligió el conejo, por supuesto. Y por supuesto que era Ramoncito quien tendría que entretener a su abuelo mientras lo sacaban de la casa. Pero no sólo el conejo solicitaba la niña, también el payasito, un viejo muñeco que a Ramón le había dejado su madre al morir cuando era él apenas un niño de meses quedando al cuidado de su abuelo.
Ramón, camino a la casa a buscar lo requerido para el juego, recordó las palabras que su abuelo le solía decir: esa mocosa hace lo que quiere con ustedes, los domina, los maniobra, les hace hacer cualquier cosa y se burla de vos y de Ramiro, vos sos el payasito asmático y él es el conejo rechoncho, te acordarás que lo que escribió en la pared de la escuela ¿no?… no me gusta esa gurisita a mí. No quisiese que fuera justo ese conejo, pero algo hacía que no pudiera negarse; tenía razón Don Villalba. Por qué no cualquier otro conejo del criadero, se preguntaba Ramón. Lo inquietaba. Lo ponía nervioso, pero la muchacha podía más, veía su rostro riéndose. Los domina, hace lo que quiere con ustedes- resonaban las palabras en la cabecita de Ramón. Y Ramoncito iba. Haría lo que sea por Upe, y lo haría mejor que Ramiro. Ya estaba decidido.
A los conejos no les cae para nada en gracia la lluvia, así que el día, para Guadalupe, era perfecto, llovía desde las primeras horas de la mañana y había barro por todos lados. Upe quería hacer llaveritos para la suerte con las patitas, pero antes había que hacer llorar al conejo. Ramón había contado que el conejo lloraba como un bebé: vos dijiste que gritaba como una criaturita –dijo la niña a Ramón-, tenemos que escuchar eso.
Rojito, el conejo mimado del viejo, el único que tenía dentro de la casa, era un animalito muy particular ya que se alimentaba tanto de vegetales como de carne. Cuando era muy pequeño, habiendo quedado encerrado involuntariamente en la casa tres días enteros, y pudiendo abrir –se desconoce de qué manera- la heladera, devoró gran cantidad de carne cruda, razón suficiente para convertirse desde entonces en un conejo que se alimenta tanto de vegetales como de carne. Según Ramoncito, gime como un cachorro y llora como un bebé. Villalba quería a ese conejo de manera especial, y, en consecuencia, le prodigaba un trato singularmente cariñoso. Precisamente era esto lo que tentaba a niña Guadalupe.
Ramón gritaba desde su cama para atraer la atención de su abuelo. Ramiro luchaba cinchando el tronco por el barro. Guadalupe esperaba, agazapada bajo la ventana del comedor, ver pasar al viejo en socorro de su nieto que cumplía una actuación ejemplar. Allá pasó el viejo y allá la niña, contando un-dos-tres, abrió la ventana, apoyó las manitos en el marco y de un salto estuvo en el comedor. No se escuchaban sus pasos en el piso de madera porque había dejado las zapatillas mojadas afuera, para entrar descalza, por las huellas y para no hacer ruido. Cuando llueve, el conejo no se mueve de la cocina, había dicho Ramón. A la cocina fue Guadalupe. Allí estaba. A la vista, dormía en una caja de madera con aserrín justo al lado del horno de la cocina. Hola Rojito, dijo muy suave la niña acercándose en cuclillas y extendiendo sus bracitos. El conejo no se movió. Cuando quiso hacerlo ya estaba aprisionado entre los pequeños brazos de Guadalupe. Castrado el conejo, grande y mimoso, se dejó llevar, aunque algo desconfiado, haciendo pequeños movimientos como para ver hasta qué punto lo tenían sujeto. La niña se movió rápidamente en la cocina. Lo cubrió con un repasador y salió de la casa por la misma ventana por la que había ingresado. Afuera, llovía menos que antes y el conejo, envuelto, no se enteraría hasta allí del clima.
Ramón había hecho un pequeño tajo en su mano con el cortaplumas que guardaba en la mesa de luz. Luego se lo metió en el bolsillo por si de pronto hiciera falta en el juego. Dijo que había ocurrido queriendo ajustar el foco del velador. Por supuesto que la lamparita fue rota previamente y a voluntad. Don Villalba limpió con una gaza la herida y la cubrió con dos vueltas de tela adhesiva. Intentó convencer a Ramón de que no volviera a salir. Pero los otros ya esperaban bajo los árboles, podía verlos a los lejos desde la ventana. Mirá como llueve, dijo el viejo; y Ramón, vuelvo enseguida, no te preocupes, abuelo. Esa mocosa hace lo que quiere con ustedes -replicó Villalba mientras Ramón salía- ¿qué están haciendo? Después no vengas con que te duele la garganta. ¿Ahí que llevas?. Ramón corrió bajo la lluvia haciendo como si ya no escuchara.

El conejo, ya desesperado, en un eléctrico movimiento había logrado zafar la cabeza y morder la mano de la pequeña. Ramiro, llegaba con el tronco.
-Ponelo ahí, ¿pesa mucho? – preguntó Guadalupe, sonriéndose.
-Pesa, pero no tanto – dijo Ramiro ocultando la agitación, sacudiendo el brazo derecho como haciendo gala de su esfuerzo.
-¡Que fuerza!- dijo ella. Ramiro se arremangó hasta los hombros
-Dejame ver el conejo, Upe – pidió estirando el cogote para ver entre los brazos de la niña.
-No – replicó, tajante- Es igual a vos, gordo. Vamos a esperar a Ramoncito.Te sangra la mano –cambió la dirección del diálogo Ramiro-, tené cuidado que come carne, por ahí se pone loco con la sangre.

-Callate, qué sabes vos- cerró Guadalupe.
Aguardaban a Ramón y esperaba que trajera todo lo que se había dicho, martillo y los clavos y el payasito.
-Ya veo que el viejo no lo deja, con eso del asma mirá…pobre Ramoncito, es como el payasito y encima asmático, lo tiene de adorno, no lo deja salir nunca- dijo burlándose Upe.
-Es que Ramón deja que el viejo lo mande- dijo Ramiro con aire superado.
-Vos te vas a sentar allá y Ramoncito en la otra, y te calmás.
-¿Y el payasito para qué lo queremos?- preguntó Ramiro.

Porque sí, porque al viejo no le gusta que salga con las cosas que él le regala. Y vamos a colgarlo ahí para que se burle del conejo ¿entendés? es un juego, no hay que explicarlo todo.

-A ese muñeco se lo dejó la madre cuando murió, no el abuelo, Ramón no la recuerda porque tenía solo un año… no sabías? Allá viene y trae algo en la mano- se exaltó Ramiro
-Bueno, dale gordo, prepara eso que se nos va a hacer de noche –dijo ella exultante.
-¿No querés que te ayude con el conejo? Mira cómo se mueve, te quiere morder, eso es porque ya te mordió una vez…
-Callate, puedo sola con este bicho, vos encargate de eso, y rápido.
-Prefiero que me llamen por mi nombre, no que me digan gordo.
-Bueeeno Ramirito, por favor apresurate con eso ¿sí? ¿Así está mejor? Ramón traía todo bajo el piloto. El martillo, los clavos y el payaso de goma.
-¡Muy bien Ramón, trajiste todo! ¿Ves Ramiro? Eso es concentración. Ahora hay que terminar con ese alambre. Ayudalo Ramón, antes que se nos haga más tarde- ordenaba la nena.
-Sí sí, acá está el payaso, pero no lo vamos a embarrar… – se animó a decir Ramón, mirándola recto a los ojos.
-No me escupas, idiota, no te me acerques cuando me hablás, dejalo ahí contra el árbol- La niña iba de la exaltación al enojo como si nada, y en ese pasaje, se los llevaba puestos a los dos.
Ramiro sostenía el alambre y Ramón, con el martillo y los clavos, lo fue sujetando a los árboles. Rodearon los tres eucaliptos elegidos y el cerco estaba armado, el escenario dispuesto.
-Al payasito colgalo en esa rama, del cuello, como si estuviera ahorcado- ordenó Guadalupe.
Algo ya no parecía divertirle tanto a Ramoncito que empezaba a toser, por los nervios, por el asma. Le retornaron las palabras de su abuelo: “esa mocosa hace lo que quiere con ustedes”.
-¡No en ése no! ¿Ven que les falla? ¿no piensan, no?, pónganlo en el Otro árbol, así queda de frente al conejo ¿pueden verlo? ¡Y porfavor vos noempieces atoSerrr,, Ramónn! a ver si “abuelito dime tú” se viene hasta acá todavía.
Mientras decía esto, descubrió al conejo y le apretó la cabecita contra el tronco. Empezaba a estrangularlo. El animalito volvió a morder la mano de Guadalupe pero la niña parecía no sentir dolor. Quedó de espaldas a los varones y continuó, imperativa hostigándoles, que no sean tan mensos, que cómo podían ser tan inútiles como para necesitar ayuda para colgar un muñeco en la rama de un árbol. Ramiro levantó a Ramón haciéndole pie con las manos entrelazadas y éste puso al payaso en el lugar comandado, pero perdieron el equilibrio y se desparramaron en suelo. Guadalupe soltó su carcajada más burlona.
-¡Hasta el payaso y el conejo se le ríen! Ahora denme los clavos y el martillo y siéntense de una vez.
De espalda a ellos no veía sus caras, serios, callados, rígidos al lado de las sillas.
-¡Apúrense idiotas, el conejo late fuerte y me está mordiendo! ¿Quién tiene el martillo?
Ramón apretó el mango en su mano y por fuera del bolsillo tanteó con la otra el cortaplumas adentro – Lo tiene el conejo – dijo, dando un paso adelante- si no latiera…- y cerró la frase la descarga y el crack del martillo en la pequeña cabeza, dos dientes de hierro que enmudecieron la tarde. Don Villalba se asomó a la puerta y llamó desde ahí, no tenía ninguna intención de mojarse; le pareció ver a dos nomás: ¡Ramoncito, vení que estás tosiendo! ¡Ramón!, gritó por segunda vez, y se metió en la casa. El azufre de los relámpagos flotaba suspendido entre los árboles, con la noche, enrojecida, haciéndose telón de fondo.

Hernán Lasque, escritor. Nació en Concordia, Entre Ríos, en 1977. Desde el año 2005 reside en la ciudad de Plottier, Neuquén. Publicó el libro de cuentos RATÓN BLANCO (ediciones Colisión Libros 2009), la nouvelle LIZETA (ed.iciones Colisión Libros 2010) y el poemario LAMEN (ediciones Buenos Aires Poetry 2017). Participa con textos inéditos y otros ya publicados en la Antología publicada en 2017 por el Colectivo Autores de Concordia, que reúne a 57 autores desde el siglo XIX a la actualidad; y en la de reciente aparición en 2019 Atlas de la poesía Argentina II, que reúne autores de todo el país y fue publicada por Editorial de la Universidad de La Plata. Bajo editorial Leviatán salió su nuevo libro «Maratón Dromedaria»