«Nos pasamos el tiempo faldeando la muerte, hasta que llegamos a la cumbre»
Francisco Umbral, Diario político y sentimental
Las pocas veces que he acudido a un psicólogo con la esperanza de que lo mío fuera igual de tratable que una diabetes o un asma lo he definido así: doctor, usted no se lo imagina, pero un ataque de pánico es como un orgasmo al revés. Empieza flojito, pero sabes que está llegando. Asciende por el sistema nervioso, habitualmente se instala como una garrapata tamaño marisco navideño en el pecho y te recorre el brazo izquierdo como si de repente se volviera de metal, rígido y muy incómodo. Entonces dejas de respirar, cuando en realidad estás cogiendo aire al ritmo de un buscador de perlas que emerge a la superficie. La visión se te envidria y el ataque se dispara hacia tu cabeza como un volcán en erupción. No te dejas llevar, como con el orgasmo, al que te lanzas encantado, cual salto jabonado de delfín, que escribiera Lorca, sino te ves arrastrado, todos tus instintos se niegan a precipitarse por ese agujero, un surtidor inverso de amenazas sombrías y presentimientos de muerte. Por fortuna, y al igual que con le petite mort, una vez alcanzada la cumbre/abismo, ya todo es descenso lento a la normalidad, al remanso. No obstante, los guerreros de la ansiedad, esos que, como yo, llevan ya sufridos unos mil chungos, no se aplacan tan fácilmente. Esos, o sea, nosotros, estamos curtidos y acostumbrados como los matrimonios añejos, y si bien ya no llegamos al éxtasis del horror tan fácilmente, porque más sabe el diablo por viejo que por diablo, para compensar el mal viaje dura más, sólo que a menor intensidad…(https://hyperbole.es/2012/12/trastorno-de-ansiedad-enemigo-intimo/)
Si tu destino es ser uno de los tocados por esta varita de Voldemort, nunca sabrás en realidad el porqué. Buscas en tu interior y, bien mirado, hay mil motivos por los que podrías haberte ganado que tus demonios internos se expresen bajo la forma de silla eléctrica psicosomática. Pero esos mismos motivos están también en el pecho de mucha más gente, yo me pregunto a menudo (cuando se es paciente crónico de Trastorno de Ansiedad Generalizado se pregunta uno cosas muy raras, lo cual alimenta la ansiedad misma) cómo genocidas sin escrúpulos como Pinochet no tenían tres ataques al día, o cmo puede ser que, no sé, Ana Frank jamás revirtiese su angustia de encerrada y perseguida atacándose a sí misma con un formidable subidón de miedo. Los sufridores de la ansiedad -a falta de mejor nombre, pero no creo que haya en ello nada de sociológico, al contrario: pienso que los hechiceros de las tribus primitivas eran víctimas de lo mismo pero enfocándolo como una señal divina- suelen hurgar en su pobre y asendereada alma a ver qué culpabilidades, qué excesos o qué heridas les hacen ser lo que son, y lo cierto es que no encuentran nada que no hallen multiplicado por dos en los demás. De manera que lo que venía a defender aquí es lo opuesto, no que haya que investigar nada profundo respecto a la cabeza de las personas a las que acontecen estos infiernos puntuales –“infierno portátil”, decía Quevedo, sin imaginarse cuánto acertaba-, sino que el trastorno de ansiedad y los ataques de pánico ocurren como le ocurre a tu vecino ser miope, a tu cuñado ser un plasta o a Bruce Lee, que estaba en perfecta forma física, brotarle un edema cerebral de un día para otro con treintaydos tacos. Se pierde el tiempo investigando eso, y los propios especialistas no tienen a día de hoy ni la menor idea, os lo puedo asegurar. Lo interesante, en cambio, la parte cojonuda del asunto, es aquello en lo que se transforma la gente una vez que te ha tocado la china, es decir, que por h o por b -que no por HB…- vives con ese chantaje permanente sobre tus actos. Lou Reed lo describía así:
Y aquí es donde sí se puede empezar a hacer psicología, creo yo, a posteriori y no a priori, como, en realidad, todo. Tengo una alumna este año, de Primero de Bachillerato, que es una máquina total. Bajita como ella sola, calza unos plataformones dignos de los Kiss, el pelo teñido de rojo rabioso y apta para sacar en todo sobresalientes, porque trabaja bien, razonado y limpito. La chica viene de Armenia, tiene churri hace tres años (un maromo de metro ochentaycinco), y se cree capaz de todo. Lo que más le hubiera gustado en la vida sería hacerse comisario de policía, pero lo descartó por su escasa estatura. Aun así tiene bemoles la cosa: querer meterse en uno de los trabajos más complicados, estresantes y seguramente sucios que puedan existir, y para colmo en la posición de dar órdenes a otros. Más todavía si tienes en cuenta que esta niña sufre Trastorno de Ansiedad desde los doce años. Eso es lo raro: muchos días no viene a clase porque esa mañana le ha tocado The Dark Side, y sin embargo cuando se recupera se pone a estudiar como una burra y ahora ambiciona ser millonaria, pero por su talento, no por la cara. Es, sin duda, una guerrera de la ansiedad, porque parece probable que si no atravesase esos malos, malísimos ratos, no sería la bestia parda de la vida que es con 17 años –lo peor es que, a su vez, reaccionar de este modo tan bravo seguramente le pase factura con la ansiedad, en un círculo vicioso repugnante que no tiene fácil salida en la adolescencia. Luego está un compañero mío de inglés del curso pasado. A este hombre, que era un poco como el olvidado Pedro Reyes pero en calvete, la medicación contra la ansiedad había logrado que el nerviosismo y el mal rollo se le desplazara a la noche, con lo cual por lo menos le permitía trabajar por las mañanas. Llegaba al centro con unas ojeras hasta los pies y hablando un poco demasiado rápido, como quien no puede controlarse bien tras una noche de insomnio luchando contra el Azotamentes de Stranger Things. Pero el tío venía, daba sus clases, trataba de mantener el buen humor pedroreyunero y se quejaba poco, o eso me parecía a mí, que sé de qué va el paño. Hace dos días me lo encontré en la calle Embajadores de Madrid y me dijo que el confinamiento le había sentado de maravilla, y que ahora conseguía dormir un poco. Esto de la ansiedad tiene algo del rollo gay o de radar improvisado de los extranjeros que han emigrado a un mismo país: uno empieza a adivinar a los suyos, a rodearse de ellos, a tejer algún acercamiento con el cómplice de soledad…
También ese mismo curso pasado tuve un alumno en Filosofía de Cuarto de la ESO que acaparaba toda mi atención con sus objeciones y preguntas. Entre que le gustaba llevar la contraria, y que escoraba hacia Vox, teníamos debate todos los días, y el resto de la clase se limitaba a escuchar. Pues bien, este chaval, tan hábil para la discusión bizantina (que ganaba yo, faltaría más), bastante decidido para ligar, y que hacía entrenamiento intenso de no sé qué deporte todas las tardes, era también un anxiety warrior de medalla al valor. Él hacía todo eso que hacía (incluso emborracharse a lo bestia: el alcohol es ansiolítico y devuelve al enfermo de los nervios una cierta falsa seguridad que después la resaca le arrebata) a sabiendas de que en cualquier momento le podía hormiguear un principio de orgasmo inverso, pero se jorobaba y esperaba a que pasase. ¿Por qué? Pues porque sencillamente no queda otra, porque la alternativa es la de una mujer sobre la que leí en el suplemento de un periódico que llevaba encerrada con agorafobia en su casa trece años, y eso, en realidad, no es una opción, a no ser que tengas complejo de avestruz. El pasado invierno vi en el escaparate de una librería dedicada a psicología que hay casi enfrente del instituto donde daba clase el del insomnio y me boicoteaba la asignatura el de los entrenamientos vespertinos que se vendía un libro que se titulaba “Escuela de valientes”, acerca del trastorno de ansiedad. No lo compré, puesto que leer de ansiedad produce también ansiedad, y además no creo que el autor tuviese tampoco la menor idea. Él simplemente pretendería, de buena fe y por ganar algo de dinero, ayudar como un Oliver Sacks español a sus pacientes haciéndoles sentir un poco mejor. Y era buena iniciativa, en mi opinión. Hay que hacerles saber, a los enfermos de esta cosa tan rara, esos que hubieran sido elegidos por los dioses crueles como brujos hace un millón de años, que, aunque estén cagados de miedo la mayor parte del tiempo, en realidad tienen más cojones que el caballo de Espartero -con perdón no por la genitalidad, sino por el sexismo. Tener valor, ser valiente, no consiste en jugarse el tipo, eso es más bien de tontos. Alguien que se sube a lo alto de la más alta antena de su ciudad para hacerse un selfi no es valiente, es un inconsciente y un esclavo de la moda. Ser valiente, más bien, y a mi juicio, consiste en dar valor a las cosas que te rodean, pese a que pudieran no ser obra tuya, no servirte realmente para nada o aunque todos vayamos a morir al final. El profesor de inglés entendía que dar sus clases diarias de inglés era bueno para el mundo, era en su pequeña medida valioso para sus alumnos, y por eso procuraba no pedirse bajas ni cuando estaba hecho polvo. Yo mismo he hecho de todo, pero de todo, en mitad de un potente ataque de ansiedad, de esos que no frisan el pánico pero que duran horas, simplemente porque ya anteriores veces había intentado parar y calmarme un poco con cero resultados.
Un surfero de la ansiedad -voy a ponerlo bonito yo también- es alguien que ha sentido que se moría unas cuantas/muchas veces, así que a menudo se convierte en alguien duro y correoso, a quien los padecimientos de los demás le parecen de risa, le parecen resfriados de verano. Creo que deberíamos perdonarle eso, porque grandes olas le han derribado, pero cuando ha intentado meterse en su casa a llorar tampoco le ha funcionado la huida. En consecuencia, nunca está del todo bien, pero tampoco está del todo mal. Se fastidia, porque ahí fuera sigue habiendo un montón de cosas y actividades interesantísimas que no se puede perder y que el sano de la cabeza o de lo que sea -del espíritu, del anímula vagula blandula o de la glándula pineal, pongamos- da por sentadas y rutinarias. Para ellos van estas famosas líneas, concebidas por Rainer María Rilke a inicios del s. XX en sus exquisitas Cartas a un joven poeta, que son de lectura/humana esencial:
No tenemos ninguna razón para desconfiar de nuestro mundo, pues no está contra nosotros. Si tiene espantos, son nuestros espantos; si tiene abismos, esos abismos nos pertenecen; si hay peligros, debemos intentar amarlos. Y si orientamos nuestra vida solamente según ese principio que nos aconseja que nos mantengamos siempre en lo difícil, entonces lo que ahora se nos aparece todavía como lo más extraño, se hará lo más familiar y fiel nuestro. ¿Cómo habríamos de poder olvidar esos antiguos mitos que están en el comienzo de todos los pueblos, los mitos de los dragones que, en el momento supremo, se transforman en princesas? Quizá todos los dragones de nuestra vida son princesas que esperan sólo eso, vernos una vez hermosos y valientes. Porque todo lo espantoso, en su más profunda base, no es más que lo inerme, y por tanto lo que reclama nuestro auxilio.
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Óscar Sánchez, filósofo, escritor, nacido en España donde hoy vive, aborda desde tales campos actualidad, cine, cómic, política…
Correo: tejumn36@hotmail.com