Sabino Villaveiran: «Conciertodes»

Debo a un encuentro fortuito con un viejo amigo que se me había traspapelado en los devenires de la vida, la concreción de este relato. Ocurrió una noche de verano en el barrio de Floresta, yo iba y él venía, o al revés, y lo miré sin darme cuenta. Al pasar reconocí esos ojos, el brillo de su calva persistente, su andar incuestionable y aunque tuve que imaginar el resto de su cara debajo del barbijo, supe que era él. Durante diez pasos me sentí desconcertado. Durante cinco segundos intenté ponerle un nombre a ese semirrostro conocido, ubicarlo en ese barrio tan ajeno y tan lejano al que nos había permitido conocernos, decidirme a darme vuelta y llamarlo por su nombre que había llegado a mi súbitamente. Después de los saludos de rigor y la sorpresa, nos agregamos a nuestros contactos, quedamos en mansajearnos y nos despedimos con toda cortesía.

Efectivamente, a los pocos días, alguno de los dos (creo que fue él) inició la serie y entramos en contacto. Pese a que nos convidamos varias veces, todavía no nos hemos encontrado. Acaso por el desconcierto en el que nos sume este tiempo desquiciado que nos toca, o tal vez, poniéndolo como excusa, fuimos postergando la reunión, apelando tácitamente al viejo refrán que aconseja desensillar hasta que aclare. En uno de esos mensajes, él me pasó el link de una revista virtual en la que leí una poesía de su autoría que me impactó por la manera en que aborda un tema tan actual y tan escabroso, con cuánta audacia, la saludable prepotencia con que provoca al susceptible. Su lectura me desconcertó. No porque no lo creyera capaz de escribir tan hábilmente, ni porque me sorprendiera su osadía de hablar del tema de esa laya, ni porque se animara a publicarla; sino por todo eso. Le di mi parecer vía mensaje de texto y aproveché para decirle que yo también escribía y así encontramos un nuevo motivo para encontrarnos y charlar; que también hemos ignorado.

Hace unas semanas, volví a recibir un mensaje suyo en el que me informaba que el tema del próximo número de la revista era el desconcierto y me decía, además; que, si quería, escribiera algo relacionado y se lo mandara por mail a los editores de la revista para ver si lo podían incluir en la futura publicación. Me encantó la idea y con el mismo entusiasmo con el que un niño descuartiza el papel de su regalo, me dispuse inmediatamente a pensar en el asunto. Vencí la primera tentación, que fue abrir el diccionario, porque creí que el espíritu de la consigna debía ser más superador que remitirse exclusivamente a la escueta significación que la R.A.E. le otorga al término, a la etimología de una palabra que se ofrece desnuda por sí sola; y también a la segunda que consistía en hablar de la pandemia, de la grieta social cada vez más concluyente, de la avaricia fatal de los avaros, de no saber a qué venía ni para qué te traje, o si traje o chomba lisa; mas no pude sucumbir a la tercera. Dado que el desconcierto toma la forma de quien lo vive, recurrí; como hago siempre que no entiendo; a mi mejor amigo, que es un ser fantástico y desconcertante formado por todos mis amigos, por mis hijos; por supuesto, y por todas las personas de bien que quieran habitar el suelo argentino, o no; con la única condición de que sean inteligentes.

Ante la pregunta ¿Qué es el desconcierto?, algunos coincidieron en responderme con el mismo interrogante: ¿Qué? ¿Empezaste a tomar desde temprano? Otros que quizás me dan por imposible, impactados por semejante amenaza, esgrimieron todo tipo de argumentos, un sinnúmero de ideas espontáneas que sabían a salir del paso rápido y seguir con sus trabajos, y también estuvieron aquellos que aún creen que ganarse mi respeto es cosa seria, se tomaron su tiempo y buscaron la respuesta hurgando en su propio desconcierto. Otros, los más, ni siquiera respondieron.

La respuesta de este ser descomunal; pero entrañable, fue desconcertante. Mi mejor amigo es sabio. No le asustan los desafíos, por el contrario; los elige, pelea todos los días con molinos imposibles y se escupe las manos cuando viene el tiro libre. Tomó asiento en una silla gigantesca, encendió un cigarrillo, paladeó un sorbo de un tintillo de cuatrocientos pesos y entró en un silencio prolongado que aparentaba perpetuarse. Luego del cuarto sorbo me miró a los ojos y comenzó a explicarme.

 Mirá, me dijo, el prefijo “des” engaña ya que pareciera implicar una carencia, una pata que le falta a una silla que se cae; pero esa carencia no siempre es negativa. No todo desorden resulta pernicioso, no todo descortés es condenable y el desamor que nos dedican nos obliga, quizás, a escribir el poema más bello y más terrible. Aunque signifique que no se puede llegar a un acuerdo, a un consenso, a un concierto; la acepción más común le otorga al término la calidad de incertidumbre, de confusión y está bien; las palabras tienen vida propia; nacen, crecen, se reproducen y mueren como todo ser viviente. La vida es una rueda y no hay nada más asombroso y genial que ese aparato que se mueve estando quieto cuyo motivo y justificación es repetirse. ¿Cómo querés, entonces, que la gente no viva confundida si la calesita que nos lleva cambia el paisaje a cada instante, si después de dar la vuelta parece igual; pero es distinto? Además, está esa multitud que nos integra, ese montón de personas que viven en nosotros y hablan todas juntas al mismo tiempo, aquellos que fuimos; pero que, de algún modo, permanecen estorbando. Entonces, amigo, la unipersonalidad es fantasía. En mí sería lógico porque me forman todos tus amigos; pero vos que sos uno, también sos muchos. No hay manera. El desconcierto es la incertidumbre de despertarse cada día, el acertijo del domingo al mediodía cuando de pequeña el mundo se rompía y esperaba el pulso del compás para entrar de nuevo en ritmo mientras la desorientación y la falta de certezas no nos dejan entender la situación porque una decepción nos ha estancado a edad temprana. Un acecho de caranchos en plena primavera, la sorpresa, el momento crucial de poner la tarjeta en el cajero, lo incomprensible, aquello repentino que no queremos que suceda, la confusión del desembarco y la tristeza, la seguridad de que nada es para siempre y que la eternidad mañana se termina. Pero pensalo, no está mal el desconcierto. Ni siquiera tenemos la certeza estar de acuerdo con nosotros mismos después de un rato de pensada. La única manera de que no existiera el desconcierto sería que todos fuéramos iguales. Ocho mil millones de personas que piensen igualito, que compartan el mismo afán por lo que sea. Sería muy aburrido y condenaría a la raza humana a extinguirse (si es que ya no está en camino); porque no habría razón para pensar y el pensamiento es la diferencia. La divergencia obliga al cerebro a buscar alternativas, a pensar argumentos y acciones convenientes. Si fuéramos todos iguales y el concierto fuera inevitable, seríamos infelices, más infelices todavía.

 Dicho esto, se levantó y se fue sin saludarme. Lo miré como quien mira algo imposible. No lo notó. Mientras caminaba hacia la calle se iba disgregando, de su espalda brotaban imágenes borrosas, seres mágicos que volvían al pago seguro y dudoso de su cuerpo. Me quedé otra vez solo, como siempre pensando en lo que dijo. Terminé el vino sin apuro y prendí la tele. Seguramente pasen algún partido.

Sabino Villaveiran, profesor para la enseñanza primaria en la escuela pública, escritor, tallador y escultor en madera.