La mañana se pega a la remera como un papel mojado, es húmeda y calurosa. El cielo de plomo parece aplastar a la ciudad que encorva sus rutinas y las arrastra como a cadenas de calvario. Mataderos está pastoso y tibio, lento. Bar, Basualdo y Directorio. Doce mesas en la calle invitan a un rato de ocio inesperado, las enmarca un telón transparente de nylon percudido y ocultando el cielo en ruinas, un techo de metal prolijamente negro del que cuelgan constelaciones de lamparitas que de noche semejarán estrellas.
Aquí adentro el silencio se respira. Los estruendos de la ciudad furiosa reverberan lejanos, se adivinan saliendo del hueco que deja la alegría. Mientras espero mi café saco el cuaderno y miro, le saco el capuchón a la birome. En la avenida los motores deben rugir y, tal vez, alguna bocina haga vibrar su son desafinado. Grupos de personas silenciosas flanquean las mesas más pobladas y solo en dos, dos hombres solos. Cuatro mujeres mayores quietas como maniquíes lucen sus vestidos anticuados. Una pareja se toma de las manos e invita al futuro en el ardor de sus miradas. Padre e hija celebran su reencuentro tras el viaje. La típica familia tipo se reparte medialunas y tostadas. Un obstinado ventilador de pie, preside con su quietud desde el centro de la escena, implacable, artificial, desconsolado. Sobre las mesas sobrevuela una bruma de ensueño y los parroquianos responden al sopor respaldados en sus sillas mientras sus bocas se mueven intentando decir palabras que no logran. Conversaciones mudas adornadas apenas por algún ademán de cortesía. Cada tanto una sonrisa mezquina enfatiza las arrugas y las manos dibujan siluetas inciertas que por un momento quedan suspendidas en el aire para luego evaporarse. Parecen hablar; pero las voces callan, se disipan, no llegan a destino. En su soledad cada quien intenta hacerse eterno y de momento lo consigue. Confunden al tiempo y al destino con artificios de burlesque. Los desvían por divanes más rumbosos, en neurosis compartidas que licuan su sustancia. Semidioses insolentes, ángeles desperdigados al azar en una mañana sin más expectativas que asistir a la monotonía sin reproches. Una mañana disfrazada de anochecer sin esperanzas que cuenta los minutos y los pesa como si no fueran desprendimientos acuosos de supervivencias inconclusas sino destellos de diamantes. Habitantes de un universo que todavía no devela su objetivo ni justifica su existencia, se ubican en el lado indudable de la vida que previamente ya han creado y sobre el que edificaron existencias perentorias, ínfulas de prosperidades vacilantes. Los cuerpos se resignan, aceptan el rigor de los termómetros con el marasmo que paraliza a las estatuas. Todo solo transcurre, incluso el aire parece solidificarse hasta hacerse irrespirable.
Con la legada del café suspendo por un rato la escritura. Lo degusto lentamente, disfruto su intensa aspereza colmándome la boca, su tibieza envolviendo mi garganta, su paladar nocturno invitándome a la pausa. Apoyo la espalda en el respaldo y estiro las piernas por debajo de la mesa un pie encima del otro. El tiempo avanza al ritmo de los sorbos, lento y solapado falseando el apetito de los relojes que allá afuera enardecen la voracidad de sus tijeras. Carrusel eterno que dura hasta que la muerte lo decida y nos trae siempre a la misma esquina donde otra vez la piedra agazapada que ahora es más grande y más artera. Entonces tropezamos y seguimos siempre ninxs, con las rodillas inflamadas y un anhelo vehemente y subrepticio. Creyendo en dioses impotentes que no logran sobrepasar la barrera del tiempo transcurrido. Porque la vida no es más que una sucesión de momentos impensados que creemos controlar con eficacia; pero que se presentan en un orden arbitrario, desenfrenado y forastero. Una acumulación incontenible de influjos variopintos que nos constituyen sin duda y por completo. Ámbitos oscuros iluminados apenas por lógicas precarias concebidas en el más irracional suburbio de la mente.
Y, sin embargo, el momento es grato aunque nada sea indudable más allá de este silencio. Aunque sea el destello fugitivo de un fuego a punto de extinguirse o ya extinguido. Es lindo nadar en el sigilo. Dejar al tiempo ser sin adjudicarle pormenores. Deslizar una idea y que navegue libremente, que se mueva a su antojo y se bifurque y luego se trifurque. Que las palabras copulen entre ellas a riesgo de que acaso se perviertan. Que estas personas se hablen sin hablarse desafiando el albedrío. Que me pida otro café solo para seguir estando aquí sin intenciones, ajeno al girar a los tropiezos de la tierra en la que habito, a la llovizna que ahora le llora su tristeza a la mañana y las amas de casa apuran sus changuitos por la acera. A los parroquianos que van mutando sus rostros; pero mantienen el mutismo exasperante, su mismo hablar deshabitado.
Es lindo estar aquí en este tiempo abandonado, escombro de construcciones meritorias al borde de un abismo sin confín. Darle rienda suelta a las neuronas y dejarlas pasear a su capricho por laberintos inconclusos en busca de salidas imposibles. Habitar este momento neutro a medio camino entre dos nadas sin más pretensiones que un diminuto placer de permanencia, de una levísima presencia. A merced de un viento imprescindible que no existe, de la lluvia que ahora estalla entre las chapas. Sin más prisa que renglones malgastados, sin otra preocupación que la nostalgia.
El primer timbre del teléfono me sorprendió. El segundo me trajo la memoria. El tercero me instaló en la duda. Al cuarto atendí. La voz era encrespada. Los reproches, agresivos. Me estaban esperando. Debí estar allí hacía media hora. Pagué apurado. Guardé el cuaderno y la birome en la mochila. Me llevé puesto el ventilador que cayó sobre una mesa y rompió dos tasas con sus platitos. La lluvia era furiosa. Crucé la calle con la mochila infructuosa tapando mi cabeza.
Sabino Villaveirán, escritor, tallador y escultor en madera, profesor para la enseñanza primaria en la escuela pública.
Excelente. Me encantó. Un genio escribiendo. Felicitaciones