Conocí al alemán en un bar de mala muerte del barrio de Balvanera una noche fría de mil novecientos noventa y cuatro. Apenas cambiamos una o dos palabras. Varios meses después volví a encontrarlo en la calle Corrientes, cerca del Abasto. Caminaba hablando solo y su expresión tenía la desmesura de la desilusión. Lo invité a cenar. Conteniendo las lágrimas me contó que su mujer había muerto. Hablaba lento, sus palabras venían desde la desolación y su eco sumergía el griterío del lugar en un aire espeso. No me miraba. No hacía falta porque no hablaba conmigo. Después lo llevé a su casa en taxi. Con el tiempo nos hicimos amigos o algo así; pero ahora hace años que no nos vemos. No sé qué habrá sido de él. Era un tipo solitario, en eso nos parecíamos. Lo rodeaba cierta oscuridad, un peso invisible le inclinaba la cabeza y desde esa inclinación sus ojos miraban hacia arriba cautelosos. Si algo no coincidía con su lógica respondía con torpeza comenzando, casi siempre, por alguna mezquindad. Después se suavizaba. Varios años más adelante, en una milonga de Palermo y alentado por los efluvios del moscato me confesó, sin quererlo, una parte de su vida. En su decir monótono las palabras eran piedras de un alud incontenible que explotan y lastiman más allá de su contorno. Tomé nota mental de lo que decía. Hoy recordé el suceso. Por alguna razón necesito transmitirlo. A riesgo de alguna omisión involuntaria, trataré de ser exacto. Cuento con la indiferencia de muchos de ustedes que darán vuelta la página imaginaria y buscarán otro relato, no vayan a creer. Después de todo ¿A quién le puede interesar su historia si ni siquiera lo conocen?
A quienes no quieren quedarse con la intriga y a los que prefieren toparse con el desengaño al final de la historia, les aseguro que me dijo:
“Yo tenía un bombardino; pero como no sabía tocarlo, lo vendí. Es raro tener un bombardino, y sin saber tocarlo, mucho más. Usted se preguntará qué es un bombardino y cómo es posible que yo tuviera uno sin siquiera saber silbar. Pues mire, un bombardino es un instrumento musical de viento muy antiguo, según me dijeron cuando lo vendí hay dos o tres en el mundo, nada más. Es parecido a la trompeta; pero totalmente distinto. Mientras armaba mis valijas para irme a Córdoba a estudiar medicina, mi mamá entró a mi habitación y me dijo: – Llevate esto, nene. Hacé lo que quieras con él. Guardalo ahora que no está tu padre. No se va a dar cuenta de su falta. Y me entregó el estuche de cuero negro. Intenté negarme; pero sabía que era imposible decirle que no a esos ojos tiernos, a esa voz que suplicaba. Desde pequeño sabía del bombardino; pero lo había visto solo un par de veces. La primera fue en unas navidades. Mi padre había puesto en el winco un disco de Louis Armstrong y el efecto del alcohol lo impulsó a buscar el instrumento, que guardaba en el fondo del ropero y, con él fingir tocar “Cuando los santos vienen marchando”, ante la algarabía de los familiares. La segunda vez fue cuando mi mamá se propuso hacer limpieza general en la casa y tirar las cosas que no servían. Ese día el bombardino se salvó de milagro. Mientras lo guardaba en el fondo de una de mis valijas, le pregunté cómo había llegado a nuestra casa y me dijo que creía haber escuchado que era de su bisabuelo. Parecía ser que había aprendido de su padre a tocar el clarinete. Al llegar a La Argentina desde su Baviera natal tuvo que salir a trabajar como todo miembro de una familia de inmigrantes. Una vez adaptados al nuevo país, decidió retomar los estudios de clarinete y pidió por carta a sus familiares que habían quedado en Alemania que se lo mandaran. Unos meses después recibió un estuche de cuero negro, más bien rectangular y alto en cuyo interior, recubierto con bollos de papel, descansaba un hermoso bombardino. Grande fue su sorpresa; porque jamás había visto un instrumento así y ni siquiera sabía cómo se llamaba. Si bien era magnífico y parecía ser de buena marca, obviamente no era su clarinete. Jamás encontró quien le enseñara tocarlo, y quedó arrumbado en el fondo de un ropero tal como llegó al puerto de La Boca. El bisabuelo un día murió, el bombardino pasó de mano en mano y un mal día cayó en las de mi padre. Los pormenores del por qué, no los sabía.
Ya en Córdoba la posesión del bombardino me valió un cierto prestigio entre mis pares, que de otra manera no hubiera podido conseguir. Asombrado por el estupor que provocaba en mis amistades, comencé a presumir de él. Era buen motivo para iniciar conversación con señoritas obsequiosas y, con el pretexto del bombardino, invitarlas a mi casa. Inventaba historias raras acerca de él y hasta me hice pasar por tataranieto del tipo que lo inventó. Organizaba fiestas con compañeros de la facultad con el solo objeto de encandilarlos con los brillos del prodigio cuando relucían al reflejo de la luz del comedor, que tenía la precaución de encender luego de los lentos. En una de esas reuniones conocí a mi primera mujer. Era de una familia bien, gente acomodada. Mientras duró el matrimonio me codeé con lo mejor de la sociedad cordobesa e ingresé en el negocio familiar administrando uno de sus restoranes. El bombardino captó nuevos admiradores; pero de tanto manoseo comenzó a estropearse. Con el tiempo noté que tenía una leve abolladura en un costado y, más adelante uno de los pistones chillaba al apretarlo. Cuatro años de matrimonio con Raquel fueron suficientes. El poco amor que nos tuvimos se fue desfigurando en imágenes patéticas. Yo estaba cambiando. Me había vuelto avaro y desconfiado. Cuando por fin me separé invité a mi tía Ingrid a pasar unos días en mi quinta de Alta Gracia para que fortaleciera la salud de sus pulmones con el aire cordobés y, de paso, le pregunté por el bombardino.
Ella rechazaba la historia de mi vieja. Para ella el bombardino había llegado a la familia gracias a una deuda de juego ajena. Repetía hasta el cansancio propio y ajeno que su abuela le había contado, no sin resentimiento, que su marido; el abuelo Armin, dilapidaba su sueldo jugando a los naipes en innobles piringundines de San Telmo. En cierta ocasión uno de los parroquianos había llevado al tugurio el mentado instrumento para responder a una deuda que mantenía desde hacía tiempo con otro asiduo del lugar. Éste no quiso aceptarlo por las sencillas razones de que no le interesaba aprender a tocar semejante jeroglífico y porque creía que no cubría la deuda contraída. La áspera disputa derivó en una trifulca sin igual por lo que el abuelo Armin, con la excusa de poner a resguardo el bombardino, huyó del establecimiento en su custodia, con la complicidad del dueño del local. Decía que así había pasado a formar parte del mobiliario del comedor de la casa y el abuelo jamás volvió al cabarulo. Cuando los descendientes se repartieron sus pertenencias a la triste hora de su muerte, la tía Ingrid se quedó con una colección de monedas alemanas en desuso y el tío Dedrick no pudo rechazar el polvoriento estuche que lo contenía. A partir de allí se pierde su memoria.
Cuando la tía volvió a Buenos Aires vendí la quinta y mi casa del centro y me mudé a Santa Fe. El bombardino pasó a lucir resplandeciente en el living de mi casa nueva. Apoyado sobre su bocina, encima de un bargueño de estilo, otra vez se convertía en un imán de relaciones. Mi conducta misteriosa y fingidamente culta y refinada me permitió mezclarme con gente de poder. Encajaba perfectamente, aprendí a mimetizarme en sus doctrinas, en su lógica insensata. Mi personalidad había cambiado definitivamente. Me convertí en prestamista. Un usurero en alpargatas que se quedaba con los bienes de los deudores insolventes y no dudaba en dejarlos en la calle, si eso fuera necesario. El bombardino también iba perdiendo su notable lozanía. Aparecieron nuevas abolladuras, ya eran dos los pistones defectuosos y la boquilla se salía con facilidad. Tuve que mandar a hacerle una vitrina para que mis distinguidos invitados pudieran admirar su belleza sin la tentación de tocarlo. Durante un día de campo en la estancia de los Rivera Paladino conocí a Jorgelina, mi segunda esposa. Era hija de un escribano de la cuidad de Santa Fe. Luego de un noviazgo casto de seis meses me casé con ella sin remordimientos. Nunca pude serle fiel. El amor se me presentaba como una dicha innecesaria, una cuestión de conveniencia. Como habrá notado, me había convertido en un ser abominable. Mis amistades se habían reducido a dos o tres personas, mi familia era la de Jorgelina y mi matrimonio era un tedio oscuro, una permanencia insoportable. Comencé a tener problemas coronarios y tenía que tomar pastillas para la presión. Dormía poco en medio de sueños turbulentos y en mi mente se posaban arquetipos de desastres.
Sin embargo, un hecho doloroso vino a salvarme. A través de un telegrama, mi hermana me avisó que mi mamá estaba enferma y que los médicos no creían que se recuperara. Rápidamente viajé a Buenos Aires a tiempo para sentir la tibieza de sus manos con mis labios temblorosos. En el velorio estaba Paula, mi primera noviecita, que seguía viviendo a la vuelta de la casa de mi familia. Después del entierro volví a Santa Fe para divorciarme de Jorgelina y repartir los bienes. Vendí todo y volví al barrio, a mi casa de la infancia y Paula se mudó conmigo. Vea, para hacerla corta, perdí toda mi fortuna en el casino; pero a ella no le importó. En realidad a mí tampoco. Le vendí el bombardino a un coleccionista de Recoleta. Me dijo que había dos o tres en el mundo y que si hubiera estado en buen estado valdría una fortuna. Con lo que me dio le compré un lavarropas a la patrona. Pobrecita, apenas lo usó dos meses».
Sabino Villaveirán, escritor, tallador y escultor en madera, profesor para la enseñanza primaria en la escuela pública.
Catalina Escandell, artista plástica. Profesora Nacional de Bellas Artes, con especialidad en dibujo y pintura, egresada de CONSUDEC, CABA. Actualmente se desempeña como docente de Escuela Pública de nivel primario y secundario, y forma parte del Colectivo Cultural Ribera Sur, en donde coordina encuentros y talleres de Arte. Participo en varias muestras colectivas e individuales, y en proyectos audiovisuales, como Intuición de las Hermanas de la Ribera, y No solo música para guitarra.
Cómo siempre un gusto leerlo. Me encantan las historias.