Silvia Lifschitz: «Maya»

“Yo es otro”
A. Rimbaud

Me desperté sobresaltada, quizás por algún sueño. El cuerpo me pedía que lo moviera con urgencia. Aún acostada, hice unas rotaciones de muñecas y de tobillos. Era casi seguro que había tenido una pesadilla.

Saqué las piernas de la cama. Me senté sin entender por qué tenía puestas polainas negras. Pasé mi mano con suavidad sobre ellas, eran de lanilla. Recordé un video de YouTube sobre bailarinas, ellas las usaban para calentar los músculos. Me froté los ojos, quizás aún estaba dormida. ¿Cómo habían llegado esas calzas a mis piernas? Asumí que estaba en el estado que algunos psicólogos llamaban “al borde del sueño”. El año pasado lo había estudiado en la facultad. Me tranquilicé y fui al baño.

Me duché para despabilarme. Me sequé frotando con cuidado cada parte de mi pesado cuerpo, no lograba bajar de peso, me había estancado en los noventa kilos. Ni la dieta detox, ni la keto, ni el ayuno intermitente me daban resultado. Con todas fracasaba. Iba a ponerme crema humectante en mis piernas rellenas cuando me miré al espejo y vi a una desconocida. A una mujer de unos cincuenta años que se notaba que era delgada y estilizada. Esa no era yo. Me encantó su cara, su pelo recogido. Yo jamás me había peinado así. Me hice un café y busqué el manual de psiquiatría, sin dudas estaba alucinando.

Mientras desayunaba, revisé el índice del libro y me detuve en el capítulo de los trastornos del sueño. Allí mencionaban la parálisis del sueño. Googleé para ver si encontraba algo más y me fascinó un texto que hablaba, entre otras cosas, de abducciones alienígenas. Observé la delgadez de mis manos y piernas. La forma de mis pies era distinta de la habitual. Me paré y sin darme cuenta, estaba en puntas de pie. De pronto me vi haciendo las cinco posiciones. En mi imaginación era una gran bailarina; en la realidad, no. Me intrigaba quién sería la que había tomado posesión de mi cuerpo sin mi permiso. Recordé que cuando era niña admiraba a Maya Plisétskaya. Les había rogado a mis padres aprender danzas clásicas, pero ellos me decían que era gorda. Me paré frente al espejo de pared y me vi bailarina. ¿Sería que Maya había reencarnado en mi osamenta? Lancé una carcajada, si hubiera sido así, ella tenía muy mal gusto para elegirse un nuevo envase. Quizás era yo la usurpadora. Caminé por el living con movimientos suaves, acompasados, livianos y comencé a danzar. Y sí, cada vez era más Maya y menos yo.

Al mediodía recibí un audio de un tal Omar que me retaba con acento francés. Me dijo que por más que fuera una etolie, no podía faltar cuando quisiera. Mi deber era motivar a la gente de la compañía. Quedaban dos días de trabajo intenso antes del ensayo general y no eran bien vistas ese tipo de desprolijidades, aunque fuera la Plisétskaya. Me disculpé y le respondí que había tenido un día difícil, que en una hora llegaría a la sala. Abrí el cajón de la cómoda y encontré mallas, zapatillas de media punta, pollerines de colores, tutús. Acallé mi mente cuestionadora, tomé algunas prendas, armé un bolso y me vestí. El único problema era que no sabía dónde ir. Le escribí a Omar y me dijo, bastante disgustado, que hacía dos horas que una limusina me esperaba en la puerta del hotel. Eso también me sorprendió, yo creía que estaba en mi casa. Pero, al salir, me encontré en un lujoso pasillo alfombrado con cuadros de arte contemporáneo. Ya en el hall, el conserje se acercó servicialmente a mí para acompañarme al auto y en el camino, con mucha timidez, me pidió una foto.

Bajé del automóvil, entré al estudio y sentí los aplausos de mis colegas que celebraban mi llegada. Hacía horas que practicaban. Haciéndome la distraída, quise saber qué bailaríamos, todos se rieron y Omar me dijo: “Ay Maya, hoy estás muy simpática, querida, preparate para ser un cisne, nos toca el segundo acto”. Si bien había visto muchas veces ese ballet, la verdad es que no conocía la coreografía. Me temblaban las piernas, pensé que no podría sostenerme en pie. Aunque al escuchar la música, floté en el espacio como si siempre hubiera interpretado esa pieza. Terminé el love duet y corrí cabizbaja, creí que había arruinado la obra. Sin embargo, no fue así, una ovación genuina brotó de mis compañeros.

Había sido una jornada agotadora. No estaba acostumbrada a realizar actividad física. El chofer me dejó en el hotel-casa, subí al octavo piso por el ascensor vidriado y llegué a la habitación. No era mi hogar. Me acosté deseando que el día terminara, no soportaba más esta despersonalización. Les temía a mis sueños. Ojalá los alienígenas me regresaran a mi existencia. Prometía no quejarme nunca más de mi exceso de peso ni de mis noches solitarias de Netflix y pochoclo. Antes de dormirme elevé mi gratitud a mis dioses y grité: “¡Viva mi vida!”

Silvia Lifschitzescritora, nació en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Es Licenciada en Administración y Contadora Pública (UBA), Consultora Psicológica (Holos Capital), Terapeuta orientada en Focusing (Focusing Institute), Arteterapeuta (Primera Escuela Argentina de Arteterapia). Directora de Redacción de la Revista “Arteterapia. Proceso Creativo y Transformación”. Publicó Pájaros en el pecho (2015, cuentos), Una convención anual (2016, cuentos), La máscara azul (2017, cuentos), El aire fresco de la vida (2020, cuentos), Que tengas un buen viaje (2022, novela corta). Su cuento El pequeño elefante obtuvo el primer premio 2017 en el Concurso de Literatura organizado por el Consejo Profesional de Ciencias Económicas de CABA y el cuento La máscara azul, el primer premio 2017 en el XXXIII Certamen Nacional de Poesía y Narrativa Breve «Letras Argentinas de Hoy 2017».

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