Silvia Lifschitz: «Pabellón Volado»

(Relato incluido en el libro La máscara azul (Lifschitz, 2017) y corregido para esta publicación.)

Pero yo no quiero estar entre locos —señaló Alicia.
―Oh, no puedes evitarlo, ―dijo el gato― aquí todos estamos locos. Yo estoy loco, tú estás loca.
―¿Cómo sabes que estoy loca? ―preguntó Alicia.
―Debes de estarlo ―dijo el gato―. De otra forma no habrías venido aquí”.

Alicia en el país de las maravillas – Lewis Carroll

Esa mañana de miércoles había sido atípica. La cotidianeidad, el rito, la repetición se habían ido disipando, dando paso a la comedia, a la teatralización del dolor. El grupo llamado Pabellón Volado, nombre elegido por sus integrantes, había propuesto una actividad especial: algo que iba a romper con las estructuras impuestas por los mandamases de turno.

Luego del desayuno, y aprovechando la luz del sol que se colaba por las ventanas del viejo edificio rodeado de parque, todos los presentes habían sido convocados al salón central; a los ausentes era mejor dejarlos en sus propios mundos. Una vez que todos se ubicaron en los asientos ―situación que tomó bastante tiempo y no poco esfuerzo―, los agrupados en el movimiento Pabellón Volado, subieron al pequeño escenario. Se presentaron exclamando: “Lo que hoy verán, los llevará a sitios inimaginables, al confín de la realidad, a las fronteras de ustedes mismos… Les pedimos que permanezcan en silencio y escuchen con mucha atención…”.

Uno de los miembros, el de vestido verde inglés y gorro negro, comenzó a moverse de un lado al otro, proclamando a viva voz: “Estamos aquí, porque somos…”, e hizo una pausa muy prolongada. Luego tomó la palabra el del birrete amarillo. Empezó a cantar con una voz profunda, grave, hermosa: “Somos locos, más que locos, estamos muy felices, muy volados…”. Entonces apareció el tercer hombre, el que tenía el rostro cubierto con una media roja y en sus pies, pantuflas del mismo color. Gritaba con voz potente: “Somos locos”. Y corría por el escenario como si fuera un caballo salvaje, desbocado. De su boca salía el ¡iiiiih! ¡iiiiih!, típico sonido del relincho, que alternaba con el “somos locos”.

El público, obediente, miraba con atención, en silencio, escuchando cada palabra. El hombre del gorro amarillo seguía cantando e invitó a todos a que lo acompañaran. El salón retumbaba, era como un gran instrumento de percusión. Los asistentes golpeaban con sus pies el piso siguiendo el ritmo de la canción y entonaban a los gritos: “Estamos muy felices, muy volados…”.

En los extremos de la sala, había unos cinco o seis hombres parados. Eran distintos, sus ropas no tenían ningún vestigio de color. Vestían de blanco agrisado, percudido, acartonado. Sus expresiones eran soberbias y altaneras, desprovistas de humanidad, o quizás, demasiado humanas. Para los miembros del Pabellón Volado y el público, esos hombres eran diferentes.

Una mujer que estaba sentada en una butaca de las primeras filas, comenzó a gritarle al hombre de gorro negro: “Eh, vos, no ves que tenés puesto un vestido, ¿sos un hombre y usás ropa de mujer?”. Casi todos se rieron, eso enfureció a la mujer que siguió gritando que estaba prohibido reírse de lo que ella decía. En ese momento, se agruparon en el escenario los integrantes del Pabellón Volado y juntos corearon: “Somos locos, estamos muy felices y volados”, mientras se tomaban de las manos y hacían una ronda. Al principio, giraban lentamente, pero enseguida pusieron más energía a sus movimientos. Cada vuelta era más rápida y los aullidos de volaaadooosss, se esparcían por el aire.

Los hombres diferentes se miraron entre sí. Estaban alertas, esperaban una señal para entrar en acción, pero nadie se animaba a hacerla. La mujer de la segunda fila seguía vociferando, reclamando un cambio de ropa. Un hombre que estaba más atrás, riéndose, les pidió a los volados que cantaran esa canción tan linda.

Los señores del Pabellón Volado se pararon en fila, primero el de gorro amarillo y vestido gris, luego el de gorro negro y vestido verde, y por último el de la media roja. Se tomaron de las cinturas y tararearon esa cancioncita rusa tan pegadiza, mientras levantaban las piernas como si fueran expertos bailarines. La concurrencia desbordó: algunos se pararon sobre las butacas para cantar más alto; otros, fueron hasta el pasillo y bailaron la música rusa en ese lugar. Todos reían, cantaban y bailaban, menos los hombres opacos de los extremos, que tenían unas expresiones demasiado serias.

En medio de esa algarabía, alguien irrumpió por la puerta. Era un hombre de mediana edad, vestido de blanco, con unas letras azules bordadas en el bolsillo a la altura del pecho. Tenía el pelo negro y corto, peinado para atrás; lo acompañaban dos hombres jóvenes, vestidos con pantalón y remera de color celeste claro, también estaban muy bien peinados. Sus expresiones eran trágicas, como si algo terrible hubiera sucedido, quizás alguien hubiera muerto.

Se acercaron al escenario, llamaron al del gorro negro y le dijeron algo al oído. El hombre transformó el gesto de su cara. A lo mejor había fallecido alguien conocido. Se lo veía apesadumbrado, se paró en el medio de la tarima y dijo: “Hoy es un día muy triste para todos nosotros, en este lugar acaba de ocurrir una desgracia. Algo muy doloroso para todos nosotros”. El hombre vestido de blanco con el bordado azul intentó subir, pero se resbaló y se cayó. La tensión de su rostro, que era indescriptible, empeoró cuando la mayoría empezó a reírse de su torpeza.

Quien llevaba la cara cubierta, se corrió la media roja, y mostrando su boca con pocos dientes, comentó que ellos eran el Pabellón Volado, que eran locos, estaban felices y muy volados. Pero que ahora tenían que terminar, que la mala noticia los había entristecido y, con lágrimas en los ojos, señalando al del bordado azul, dijo: “Este hombre que ustedes ven acá nos está diciendo que, si no dejamos de cantar y reír, él, con sus propias manos, va a matar a la alegría. Dice que, en este lugar, está prohibido ser feliz de una manera alegre, solamente se puede ser feliz así…”.

El silencio llenó el salón, no se escuchaba ni respirar, entonces el del birrete amarillo cantó unas estrofas con ritmo de bolero: “Nosotros, que nos divertimos tanto, quisimos ser felices, ya no podremos más, la única manera es tomando estas grageas, no hay otra forma dicen, para la felicidad…”. Los otros dos lo acompañaban moviendo sus cuerpos. Cerraron el acto con dramatismo. Los tres, al mismo tiempo, pusieron sobre sus lenguas comprimidos multicolores que fueron tragando lentamente, como si fueran clowns haciendo una representación callejera. Luego, gritaron al unísono: “¿Ya están satisfechos, señores poderosos?”.

Los hombres de los extremos se movilizaron con cautela, y sin decir demasiadas palabras, indicaron al público que desalojara la sala. El grupo, aún conmovido por la representación, abandonó cabizbajo el lugar, arrastrando los pies por el abatimiento que sentían en sus cuerpos y en sus almas. Ya nada tenía sentido, la felicidad había muerto.


Silvia Lifschitz, escritora, nació en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Es Licenciada en Administración y Contadora Pública (UBA), Consultora Psicológica (Holos Capital), Terapeuta orientada en Focusing (Focusing Institute), Arteterapeuta (Primera Escuela Argentina de Arteterapia). Directora de Redacción de la Revista “Arteterapia. Proceso Creativo y Transformación”. Publicó Pájaros en el pecho (2015, cuentos), Una convención anual (2016, cuentos), La máscara azul (2017, cuentos), El aire fresco de la vida (2020, cuentos), Que tengas un buen viaje (2022, novela corta). Su cuento El pequeño elefante obtuvo el primer premio 2017 en el Concurso de Literatura organizado por el Consejo Profesional de Ciencias Económicas de CABA y el cuento La máscara azul, el primer premio 2017 en el XXXIII Certamen Nacional de Poesía y Narrativa Breve «Letras Argentinas de Hoy 2017».

Dejar una contestacion

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *


El periodo de verificación de reCAPTCHA ha caducado. Por favor, recarga la página.