Arlt-Quiroga / Hardmeier-Tarruella: «Dos relatos futboleros de dos grandes de la literatura»

Reseña

El lanzamiento de la Colección Cortita y al pie de Fútbol contado ediciones nos trae a dos grandes de la literatura latinoamericana: Roberto Arlt y Horacio Quiroga. Este libro reúne sus únicos relatos sobre fútbol. Arlt y una crónica excelsa sobre su primer partido de fútbol en una cancha en Ayer vi ganar a los argentinos y Quiroga con su cuento Juan Poltí, half-back, un crudo relato que vivencia una trágica historia de un exjugador de Nacional de Montevideo.
Además, el libro cuenta con los comentarios del editor, escritor e historiador Ramón D. Tarruella, quien nos invita a sumergirnos en la gran literatura de Quiroga, y del editor y escritor Jorge Hardmeier, quien nos hace conocer mejor al majestuoso Roberto Arlt.

(Prólogo, por Jorge Hardmeier:)
Ayer vi ganar a los argentinos, Roberto Arlt: Un shot al ángulo.

“Hablé una vez sola con Bielsa, se portó muy bien conmigo: me regaló las obras completas de Roberto Arlt”. (César Luis Menotti)

Roberto Arlt nació un 26 de abril de 1900 en el barrio de Flores. Seis meses antes, en Palermo, había nacido Jorge Luis Borges. Dos futuros escritores nacidos en el siglo XIX y de clase social distinta. Los aúna, con distinta estirpe, la potencia de las literaturas que supieron concebir y desarrollar en el siglo posterior. Por aquellos años dos deportes, asimismo, comenzaron a adquirir relevancia popular: el fútbol y el boxeo. El joven Arlt, de escasos recursos económicos y de nula biblioteca, fue expulsado de su casa a los dieciséis años por Karl, su padre, un inmigrante severo que había llegado con su familia escapando de las penurias económicas prusianas. Roberto leía, azarosa y desordenadamente, en las viejas bibliotecas anarquistas. Entre diversos trabajos que había ejercido se decidió por el periodismo y comenzó a interesarse por la vida de los laburantes, las costumbres urbanas, las psicologías y hábitos de la fauna ciudadana, el lunfardo y el tango. Y sus permanentes ínfulas de inventor. En 1928, abandonó el mítico diario Crítica, donde había trabajado como cronista policial, e ingresó al diario El Mundo. Allí surgieron las famosas Aguafuertes, término pictórico, en las cuales retrató con lúcidas pinceladas los diversos caracteres ciudadanos. Existe una tensión en el escritor oriundo de Flores entre la literatura y la labor periodística. Ya había publicado El Juguete rabioso y le sucedieron Los siete locos (1929), Los Lanzallamas (1931), El amor brujo (1932) y El jorobadito (1933), entre otras obras que incluyen también varias piezas teatrales. Una cierta disputa atraviesa su obra: en su literatura se generan múltiples sentidos y complejidades, creación de personajes enigmáticos y es el espacio de una posible trascendencia; a su prosa periodística la aborda como una reducción de ciertas cuestiones y la comparaba con un oficio como puede ser un fabricante de casas “que no es tan vanidoso como un escritor”. Finalmente, ese era el trabajo que le generaba el mango para, por ejemplo, sostener económicamente a su familia o pagar las diversas pensiones que habitó. Tal vez, parafraseando a Claudio Turco García, al referirse a Huracán y a Racing: una era su esposa, la otra su amante. En tal contexto Arlt escribió Ayer vi ganar a los argentinos, nota publicada el 18 de noviembre de 1929 en El Mundo, una crónica de la final de la Copa América, en la cual participaban, en aquellos años, pocos equipos. De hecho, en la referida competencia, compitieron Argentina, país sede, Uruguay, Paraguay y Perú. Fue el primer partido de football que, ya con casi treinta años de edad, Roberto presenció en su vida, salvo la de los purretes que jugaban al balompié en las calles de tierra y los potreros. El tal partido era Argentina frente a Uruguay, el gran clásico sudamericano de aquellas épocas, y forma parte de las Aguafuertes porteñas en las cuales Arlt, en un contexto de profunda crisis económica y social, retrataba periódicamente, con sus columnas, el caos ciudadano, algo que también indagó, desde el ámbito tanguero, Enrique Santos Discépolo. Si el ya referido Borges es la síntesis casi perfecta del lenguaje, Arlt es la exuberancia, el uso y el derroche de palabras que incluyen el lunfardo o el inglés que aún dominaba el idioma futbolero como se puede constatar en esta crónica: field, stadium, goal… Arlt escribe una semblanza del tan importante partido pero poco le importan Cherro, Ferreyra, Evaristo y el resto del equipo argentino, sin embargo no deja de analizar cierta estética deportiva: “los uruguayos dieron la impresión de desarrollar un juego más armónico que el de los argentinos, pero éstos, aunque desordenadamente, trabajaron con lo único que da el éxito en la vida: el entusiasmo”. Arlt ejerció dicho espíritu en su trabajo literario y en todo su corto derrotero.

Su crónica comienza a posarse en los contextos que rodean al cotejo en sí que, en cierto momento, deja ser importante para su narración. “Se apelotonan jugadores uruguayos y argentinos en torno de un jugador estirado en el suelo. Fue una patada en la nuca. No hay vuelta; los deportes son saludables» escribe irónicamente. Su ojo avizor se dirige hacia la llegada de Justo Suárez, boxeador mítico, El Torito de Mataderos, que pasaba entre una barra de admiradores, luego hacia un lonyi (bobo) al que le arrojan naranjas desde diversas zonas del estadio, divisa a un grupo de gente que observa el encuentro subido a los techos de un edificio vecino, se sorprende por cierto líquido que se derrama desde las tribunas altas que no es más que meo y sí, Arlt sale del Nuevo Gasómetro antes de haber concluido el partido. Cuando Argentina convierte su segundo tanto, ya no está en el estadio. No era lo más importante para el cronista esa final de Copa América que, finalmente, ganó Argentina. Pasa a describir el contexto barrial y urbano, su cross en la mandíbula de la escritura, se detiene en la descripción de aquellos tipos picantes, los hinchas, que luego se transformarán en lo que conocemos como barras bravas y admira la belleza de las mujeres que transitan esa Avenida La Plata del barrio de Boedo. “Salí del field, pocos minutos antes que Evaristo hiciera el segundo goal. Todas las puertas de Avenida La Plata estaban embanderadas de magníficas pebetas. ¡La pucha si hay lindas muchachas en esta Avenida La Plata!” En este párrafo se condensa cierto desinterés de Arlt hacia los deportes, el interés por el lunfardo, el uso del idioma inglés que aún proliferaba en el fútbol y su búsqueda por pintar estampas ciudadanas populares repletas de personajes fascinantes que luego confluirían en sus novelas. ¿Roberto anticipó la llegada de ese peronismo que la muerte no le permitió vivenciar? Sea como sea Arlt es imprescindible por dos aspectos fundamentales: por un lado, el enorme valor expresivo de su escritura, la creación de personajes emblemáticos generalmente ávidos de dinero y, por otro lado, su foco puesto permanentemente en la realidad nacional y, específicamente, porteña.    

Roberto Arlt falleció el 26 de julio de 1942 de un paro cardíaco. Estaba en la cama, junto a su mujer. Al día siguiente el diario El Mundo publicó la última de sus famosas aguafuertes: Un paisaje en las nubes. El suceso de su muerte no tuvo demasiada repercusión en los medios porque, entre las noticias principales, se encontraba el desagravio a Jorge Luis Borges, por entonces relegado del Premio Nacional de Literatura.

Las cenizas de Roberto Arlt fueron esparcidas en las aguas del Río Paraná.

Prólogo, por Ramón D. Tarruella
Juan Poltí, half-back, Horacio Quiroga: Narrar y vivir el suicidio

A lo largo de la historia de la literatura argentina, Horacio Quiroga es uno de los escritores más leídos, sino es acaso el más leído. Durante generaciones, se han dado en las escuelas secundarias cuentos como El almohadón de plumas o La gallina degollada. Y en los talleres literarios son casi un clásico A la deriva o El hombre muerto. Y sumado a las incalculables ediciones de Cuentos de amor, de locura y de muerte o Cuentos de la selva, una amplia franja etaria leyó y sigue leyendo a Quiroga.

Como todo autor clásico, al releer lo mejor de Quiroga se descubren elementos nuevos. Desde puntos de vista en la narración, los matices siempre originales de sus personajes, y sobre todo la mirada social que ubicó en un paisaje que hasta la aparición de sus cuentos se había destacado solo por su belleza y sus leyendas. Sin embargo, en pocos escritores se ve un cambio tan abrupto en su obra. Hay un antes y después en Quiroga. Y todo parece haber comenzado por un viaje emblemático que hizo a Misiones, con un grupo de colegas en septiembre de 1903.

Leopoldo Lugones era la figura dominante de la literatura nacional en las primeras décadas del siglo XX. El joven Quiroga no pudo eludir su influencia, como tampoco pudieron los jóvenes Jorge Luis Borges y Ezequiel Martínez Estrada. La amistad de Lugones fue un espaldarazo para un muchacho que llegaba de Salto, Uruguay, a una Buenos Aires agitada, con un ritmo político y cultural casi único en todo el continente. Y fue Lugones quien lo invitó a un viaje a las ruinas de San Ignacio, al sur de Misiones. La comitiva se trasladaba a pedido del Ministerio de Instrucción Pública para un trabajo de investigación sobre ese lugar histórico y Quiroga se sumó como fotógrafo, otra de sus profesiones. Descubrió un paisaje que lo curó de inmediato de su asma crónica y de la dispepsia, y que pronto fue el escenario de su literatura. Buenos motivos para comprarse un terreno, construir él mismo una casa y mudarse allí. 

Su primer libro de cuentos, Los arrecifes de coral (1901), no solo está dedicado a Lugones, sino que le adeuda el estilo. Cuentos repletos de adjetivos, donde redundan en descripciones preciosistas del paisaje que, vale aclarar, no era Misiones. Todavía no. Esa corriente literaria, llamada modernismo, había sido inaugurado por el nicaragüense Rubén Darío y que se proyectó por buena parte del continente. Luego del viaje a Misiones, algo pareció cambiar en Horacio Quiroga. Y se notó con los nuevos cuentos que fue publicando en algunas revistas. En 1917 se editó su obra más leída: Cuentos de amor, de locura y de muerte, que puede ubicarse en un top ten de los mejores libros de cuentos de la literatura nacional, por su calidad, por ser un clásico, al lado de Ficciones de Borges o Final del juego de Julio Cortázar o Las otras puertas de Abelardo Castillo. Y la lista se puede ampliar. En este libro, elige un terror con acento regional, prescindiendo de la adjetivación barroca y ubicándolo en el clima misionero, por ejemplo, en El almohadón de pluma, cuentos que también incluye la descripción cruda de la explotación social, como El mensú o La insolación. Y para completar su encantamiento por las tierras coloradas, al año siguiente salió Cuentos de la selva, destinado a un público infantil y juvenil, y que en breve se volvió un clásico. El cambio estilístico desembocó en Los desterrados (1926) su mejor libro, que tiene cuentos como El hombre muerto o el que da nombre a la obra. Un libro con una coherencia que da cuenta de un escritor que pensó cada una de las tramas, que hilvanó cada personaje con la idea de construir un universo narrativo propio, en un escenario misionero, con la complejidad siempre vigente que tiene la mejor literatura.

Para esos años ya era un escritor consagrado, con su propio prestigio, pero sus fantasmas de amor, de locura y de muerte se iban acumulando. Quiroga tuvo una seguidilla de muertes que habían comenzado con su padre en un accidente con una escopeta, cuando él tenía un año, luego el suicidio de su padrastro, dos de sus hermanos en la provincia de Chaco, y en 1902 mata de forma accidental a un amigo suyo, también con una escopeta, por el que estuvo preso y luego absuelto. Y sus amores con mujeres muy jóvenes no le ahorró problemas. Su primera esposa, Ana María Cirés, alumna suya de una escuela secundaria y con quien tuvo dos hijos, se mató en 1915. Tiempo después, la segunda esposa, María Elena Bravo, amiga de su hija Eglé, en 1935 lo abandonó en su casa de San Ignacio añorando la vida citadina. Quiroga quedaba solo, frente al río Paraná, rodeado de selva, y ya sin escribir. Dos años después llegó el capítulo de la locura, cuando Quiroga al enterarse que tenía un cáncer gástrico muy avanzado, se mató con sublimado de cianuro en una sala de un hospital de Buenos Aires, donde estaba internado hacía unos meses. Era el 19 de febrero de 1937.

Pocas crónicas en el fútbol tan actuales como Juan Polti, half-back, nada menos que la historia de un futbolista y los peligros ante la frustración. Si no hay éxito, el abismo. El texto es de 1918, y adopta una prosa seca, informativa, propia del periodismo del nuevo siglo. Y no parece casualidad que elija narrar un suicidio, la forma que él mismo eligió para terminar con sus dolores y sus fantasmas, la misma elección que tomaron por esos años Alfonsina Storni o el mencionado Lugones. La vida y la obra literaria en Quiroga se ensamblaron de tal manera que a veces compiten protagonismo, como su admirado Jack London, o décadas después Ernest Hemingway y Rodolfo Walsh, y tantos otros más. La crónica, en un rescate tan original como necesario, muestra nuevamente la vigencia de uno de los autores más leído de la literatura argentina, como suelen suceder con los clásicos.

Libro, en https://futbolcontado.com/publicaciones/arlt-quiroga/


Ramón D. Tarruella, editor, escritor e historiador.
Jorge Hardmeier, editor y escritor.

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