«Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche»[1], releo en un famosísimo cuento de Jorge Luis Borges. Su fama (me refiero a la del cuento) se debe fundamentalmente al carácter metafísico del texto, y convengamos que la metafísica, tal vez por ser algo impenetrable para la mayoría de la gente, despertó siempre un especial interés en aquellos lectores que se jactan de elitistas. No es mi caso. Por eso, lo que quiero rescatar de la frase mencionada no es en sí lo que anuncia —esa aventura mística y filosófica que ya muchos conocemos—, sino lo que presenta en las tres últimas palabras del final: un artículo, la, un adjetivo, unánime, y un sustantivo, noche. No hablaré, por tanto, de que tampoco nadie haya visto «la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado»[2], ni de que poco después haya empezado a rumorearse «que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra»[3]. No, solo hablaré de un simple sintagma nominal, que, a pesar de su llaneza, parecería contener algunas claves que pueden ayudarnos a entender al hombre que decidió escribirlo por primera vez, allá en los comienzos de la fértil década del cuarenta (del pasado siglo XX, claro está).
A nadie debería sorprender que la noche sea utilizada aquí como motivo literario, pues abundan los poemas, los cuentos, las novelas y las obras de teatro que la evocan, ya sea en su título, ya sea en su trama, tema o argumento. Sin embargo, la noche, en el fragmento de Borges que glosamos, es unánime. No es oscura, no es profunda, no es diabólica; es, repito, unánime. Se puede entender lo unánime como algo que goza de un pleno asentimiento, algo cuyo destino, por consiguiente, será convertirse en paradigma, que es como se suele llamar a esa delimitada presunción de lo total. La noche descrita por Borges, evidentemente, es unánime porque es total; he ahí la belleza y eficacia de la imagen, he ahí también la fatalidad de su trasfondo.
La noche de Borges es tan unánime que no se limita a aparecer en el fragmento del cuento mencionado, sino que se le cuela en otros textos, o bien de manera abierta, o bien de manera oblicua. A la primera manera pertenecen títulos como el poemario Historia de la noche, de 1977, o el libro de conferencias Siete noches, de 1980; a la segunda, algunos otros poemas y cuentos que no tardaré en comentar. Pero vayamos en orden.
En Historia de la noche, justamente en el poema homónimo, leemos estos versos: «A lo largo de sus generaciones / los hombres erigieron la noche. / En el principio era ceguera y sueño / y espinas que laceran el pie desnudo / y temor de los lobos. / Nunca sabremos quién forjó la palabra / para el intervalo de sombra / que divide los dos crepúsculos; / nunca sabremos en qué siglo fue cifra / del espacio de estrellas»[4]. Aparece, pues, la ceguera como símbolo o metáfora de la noche, y la ceguera será también el tema central de la última conferencia del segundo lo libro que cité (aunque una de estas conferencias se la dedica asimismo a Las mil y una noches, lo cual es conveniente para la teoría que, mientras escribo, voy elaborando).
Establecer una conexión entre la noche y la ceguera del siempre canónico autor argentino no es algo de lo que ningún crítico pueda jactarse, pues el primero en establecerla fue el mismo Borges en su «Poema de los dones» (y este puede ser un perfecto ejemplo de la «manera oblicua» a la que hice referencia hace un par de párrafos). Intentaré algo distinto: demostrar que esa conexión entre la noche y la ceguera, en más de un aspecto, es también unánime.
«Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche»[5], expresa Borges en el poema antes citado. La noche, aquí, es también sinónimo de ceguera, es decir, de imposibilidad: imposibilidad de ver con claridad, imposibilidad de beneficiarse de la luz. Sin embargo, no siempre la falta de claridad está relacionada con la oscuridad que nos rodea, sino con el cúmulo de información que nos impide precisar (y procesar) el sentido último de aquello que queremos desentrañar. Esto, sin ir más lejos, es lo que le ocurre al Borges personaje al contemplar el Aleph (o, incluso, al leer el poema Carlos Argentino Daneri), o a Funes, al no poder parar de recordar.[6] Ciertamente, verlo todo al mismo tiempo puede ser también una forma de ceguera y, de igual modo, recordarlo todo al mismo tiempo puede ser una sofisticadísima forma de olvidar. Estas situaciones límites tienen puntos de contacto con la idea de caos que poseemos, y el caos, según cuentan los sabios, es eterno y, por lo tanto, unánime. Siguiendo este razonamiento, podría entenderse Historia de la noche como una versión en verso de los ensayos que integran Historia de la eternidad, título publicado en 1936.
Con todo, y volviendo a la ceguera, en la última conferencia del libro Siete noches, Borges nos aclara lo siguiente: «El mundo del ciego no es la noche que la gente supone. […] El ciego vive en un mundo bastante incómodo, un mundo indefinido, del cual emerge algún color: para mí, todavía el amarillo, todavía el azul (salvo que el azul puede ser verde), todavía el verde (salvo que el verde puede ser azul). El blanco ha desaparecido o se confunde con el gris»[7]. Por tanto, la ceguera —al menos la de Borges— no es la «unánime noche», es decir, la oscuridad absoluta, sino la imposibilidad de ver con claridad, imposibilidad que ya se ha discutido. Ahora bien, Borges gustaba de inscribirse en una tradición de ciegos célebres, como Homero (o los Homeros), Milton o Groussac, ciegos de los que ignoramos cómo experimentaron particularmente su ceguera, pero de los que sí podemos suponer que padecieron la penumbra más rotunda, más unánime, más fatal.
El problema que plantea el título de este artículo carece de una conclusión satisfactoria. En algún punto, cabe aceptar la equivalencia noche = ceguera, siempre y cuando maticemos la idea que tenemos de ceguera: para Borges, esta no representa la negrura total, pero sí una imposibilidad —insoslayable, absoluta y (de nuevo) unánime— de ver con claridad. Quizá, esta imposibilidad explique la proverbial humildad intelectual de la que el polígrafo argentino, paradójicamente, se jactaba; quizá, también explique los desatinos políticos en los que incurrió en más de una ocasión, más allá de que, con el correr del tiempo, se haya rectificado en la mayoría de los casos.
«Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche»[8], leo una vez más, acrecentando relecturas. Qué distinta es la noche aquí, en este único y propiciatorio fragmento, a la noche que imaginé yo mismo en un verso de un poema que escribí hace ya décadas; un verso que decía simplemente: «el toro que es la noche con su único cuerno carcomido»[9]. Mi imagen es visual, metafórica; la de Borges, conceptual, acaso discursiva. En esta distinción no solo están en juego dos poéticas (mi verso representa en este ejemplo al bando de los poetas visuales, que va de Góngora a Enrique Molina; el de Borges, a los poetas mentales, que tal vez vaya de Li Po a Alberto Girri),[10] sino una realidad, si se quiere, hasta fisiológica: mi imagen es visual porque puedo ver; la de Borges, conceptual… porque no veía. Como sea, en ambos enunciados, la noche pretende envolvernos con su enorme capa de sentido. Feliz aquel que pueda cubrir sus sueños con tan mirífica prenda.
[1] Jorge Luis Borges. «Ruinas circulares», en Ficciones, Buenos Aires, Emecé, 2005.
[2] Ibíd.
[3] Ibíd.
[4] Jorge Luis Borges. «Historia de la noche», en Poesía completa, Buenos Aires, Editorial Debolsillo, 2013.
[5] Jorge Luis Borges. «El poema de los dones», Ibíd.
[6] Los cuentos «El Aleph» y «Funes el memorioso», en consecuencia, serían otros ejemplos de la «manera oblicua» ya aludida.
[7] Jorge Luis Borges. «La ceguera», en Siete noches, Buenos Aires, Emecé, 2002.
[8] Véase la nota al pie número 1.
[9] Flavio Crescenzi. «Poema VI», en Íngrimo e insular, Buenos Aires, Ediciones El Tranvía, 2005.
[10] Presento estos dos bandos como opuestos solo a título ilustrativo, pues sabemos que ningún poeta es únicamente visual; ninguno, tampoco, únicamente discursivo.
Flavio Crescenzi, escritor, poeta, ensayista, asesor linguístico y literario nacido en Córdoba (1973). Ha publicado libros y escritos en diversos medios.
