Óscar Sánchez: «Del bienestar en la cultura a una breve historia de la noche»

El bienestar en la cultura

Un niño que juega no es infantil, pueril. Se hace pueril cuando el juego le aburre o cuando no sabe a qué tiene que jugar.

     Johan Huizinga, Homo Ludens.

Tengo la impresión de que lo que en este siglo XXI subsiste como cultura no es más que lo que nos produce bienestar, y que, a su vez, a todo lo que nos impone bienestar lo llamamos inmediatamente cultura (rigiendo en genitivo: “cultura de” el cuidado del cuerpo, por ejemplo[1]). “Producir” e “imponer” son precisamente las dos acciones que corresponden hoy a la cultura, frente al “conocer” y “formar” que eran sus correlativas en el pasado, y el eje de giro de la revolución verbal radica justamente en lo que entendemos ahora por “bienestar”. Porque, en la actualidad, bien-estar ya no equivale a bien-hacer o a bien-ser, sino, antes-bien, a bien-pasar y a bien-quedar. Aquello del bien-hacer es obvio que nos ha salido rana después de un bochornoso siglo XX que ha dejado la mayor parte del planeta en ruinas ecológicas[2], políticas y humanas, y que así continuará hasta convertir el mundo definitivamente en una estructura feudal a escala globalizada[3], y aquello  otro del bien-ser, aunque pervive, lo hace bajo formas religiosas o pseudoreligiosas (el puritanismo yankee o el Islam en el primer caso, Heidegger o el orientalismo barato en el segundo) que inducen a un cierto incómodo integrismo nada compatible con el laissez faire, laissez passer existencial en el que nos movemos. De hecho, la religión misma como aspiración de eternidad podría precintar sus templos, garitos y locales bajo la rúbrica magistral y cuasi-presocrática de Die Helden der Stille: “Y no hayyy nada sagradooou que me divierta yaaaaaaaaaa”; y cuanto divierte algo, es en el formato de libro de autoayuda, y se diría que todo libro lo será en adelante de autoayuda o no será…

De modo que, hasta que retornen las ordenes monásticas con pantallas informáticas y bases de datos, nos queda un dulce bien-pasar y un moderado bien-quedar, con la cultura como juguete de más o menos saldo al alcance de la población-bien. Nada ya del “genio o muerte” de la Viena finisecular que redujo las filas de la familia Wittgenstein (ni, tampoco, del “ascenso o muerte” de los africanistas españoles como el entonces conocido como “franquito”), menos todavía de la concepción secular de la cultura como arsenal de la civilización, ajuar de las naciones, depósito de valores supremos u ornamento de las academias. Con estas imágenes de la cultura contaminado aún el aire (o contra/programando la contaminación del aire: la cultura clásica como contra /programación), no debe extrañarnos que la chavalada se enfrasque en el manga, los videojuegos y los latin-kings. ¿Qué es, entonces, la cultura? Pues, señores, en su viejo aspecto es ya una boutique de artículos de lujo (las ocho maravillas del mundo[4]), es el cementerio donde se alojan los cadáveres más ilustres del pasado (¿Père Lachaise?), es un respetable diccionario (el diccionario es el platonismo de los que no conocen a Platón), y es también alguna suerte de examen continuo a que nos presentamos los adultos años después del colegio (concursos de cultura general en televisión). Y, en su nuevo y más importante aspecto, cultura es ludismo ligeramente codificado (las cifras y letras que nombran una moto en poco se diferencian de las que denominan una sinfonía), la cultura es no sólo “gay” -como quería todavía Nietzsche-, sino “guay” saber (entender de marcas y tipos de moto), la cultura es, desde luego, imagen (catálogo de motos y estética on the road), y la cultura es tecnofilía e incluso tecnolatría (¿y, por qué no, cabalgar la potente moto?). Hace un tiempo no recuerdo qué empresa u hotel vendía la práctica del derooumbing, que consistía en destrozar a martillazos una habitación bien amueblada con el fin de sacudirse el estrés. Frente a esto, que, como todo lo que termina en “-ing” es, evidentemente, cultura de masas a la última, penetrar en el secreto funcionamiento del motor de una moto es, ya mismo, alta cultura de minorías. Y, si no, imagínense esto: si un hombre medio del presente realizase el famoso viaje al pasado que tanto se literaturizó (hoy la literatura es microrrelato[5]) antes, y se filma de vez en cuando ahora (que hay medios y todo eso), podríamos decir que, en líneas generales, no haría adelantar ni un minuto la cultura de la época escogida antes de que le lapidasen o le echasen a la hoguera, porque realmente no tiene nada que transmitir más que futuras maravillas arcanas para su comprensión -siempre se ha dicho que Julio Verne fue un visionario, pero nunca se le ha tildado de ingeniero… En cambio, por lo menos el aficionado a su rugiente moto posee unas nociones mínimas de mecánica que, bien administradas, asombrarían a jefes y soberanos pretéritos deseosos de machacar a sus rivales políticos.

El filósofo Richard Rorty sugería que la cultura es la conversación a través de los siglos entre las tradiciones, los sectores sociales, los mismos hombres vivos y sus pareceres e incluso sus más preciados dioses, y, con ello, creía encontrar, por fin, la formula exacta de la ecuación cultura/vida que atormentó a los teóricos modernos. En este sentido, si se quiere, la cultura sería una red, y todo lo que se pediría para ella es espacio para su producción y difusión así como dispositivos (sobre todo financieros) para facilitar su rendimiento. Pero no, no van por ahí los tiros: nadie quiere ya legar a sus hijos proyectos o bien titánicos o bien débiles de interrelación humana, puesto que está más promocionado el repliegue hacia la intimidad que fomenta la gastronomía sofisticada, los antedichos videojuegos, la moda interclasista o el sexo para todos los gustos. Y, para salir de casa, poco “del otro mundo”: el turismo sin peligro, el cine familiar, el deporte internacional (los toros no, que como son tortura, ya no pueden ser cultura), o los business languages. Así que, con todo, lo que Vázquez Montalbán denominaba la “insoportable levedad del saber” se ha hecho plenamente soportable, sin perjuicio de que los Pocholos de la tierra estén informadísimos de técnicas de relajación, viajes alternativos, tipología de rulas y santones del buen rollo. La república de los sabios ya se puede disolver -¡tanto tiempo de mucho ruido y pocas nueces-, y ser sustituida por una especie de timocracia demagógica global en la que el único pecado, la única ignorancia, el único crimen y el único error sea, como apuntaba Huizinga, el pueril aburrimiento…

      (Y cómo se aburra alguien con capacidad para reorganizar el juego, sálvese quien pueda).

[1] Que es, sorprendentemente o no, la que más dinero mueve en el globo, por encima de las drogas y las armas.
[2] El mero hecho de que hablemos de las cosas o de los conjuntos de ellas (en este caso, y vagamente, la Naturaleza) en los términos de la disciplina que las acaudilla (valga la ecología, y ahora estrictamente), ya debería llamar la atención al lector a favor del sentido de mi tesis: las ásperas cosas instrumentalizadas en suave cultura.
[3] Efectivamente, todo indica que vamos hacia una jerarquización global de élites corporativas y zonas pobres en relaciones de vasallaje, tal como lo insinuaban Eco y otros en los ensayos de La nueva Edad Media de 1973.
[4] De las “nuevas”, la Alhambra, claro, imposible, que, por muy granadina que se diga, no hay nadie tan inculto en estos certámenes que se olvide de que es árabe. (Conviene borrar todo recuerdo de que el Islam fue algo distinto).
[5] Es sumamente significativo ese fenómeno mediático según el cual el entrevistado por razón de su testimonio acerca de algún tipo de fuerte sensación se queda “sin palabras” para describirlo, como si no hubiera de sobra en el idioma para decir tanto lo mejor (sin prefijar necesariamente “súper-”), como lo peor (sin añadir, como por imperativo, “tragedia”). En castellano, sabemos que cualquier -así llamado- hispanoamericano lo haría con suma facilidad y sin aspavientos. No es, pues, culpa del todo suya que en las escuelas de escritura que circulan por ahí te enseñen también la destreza del microrrelato, pues, en el fondo, consiste en una clase mínima de léxico narrativo.  

Breve Historia Natural de la Noche

Negra noche, no me trata así
Negra noche, espero tanto de ti.
Noche maquillada, como una maniquí
Noche perfumada con pachulí, con pachulí

Negra noche, Joaquín Sabina

Aunque densamente poblada de cielos, susurros y criaturas, a nuestros antepasados la noche se les hacía como desértica, en contraste con el tráfico humano y la variedad cromática del día. No les gustaba nada, la noche, amparo de conspiraciones, lobos y sórdidos lupanares. Si a eso le añadimos que las noches de antaño eran verdaderas noches, noches completas, es decir, en las que ninguna luz artificial o sonido producido por el hombre podía amortiguar la negra profunda y el frío de la noche, aventurarse a alejarse del fuego del hogar para internarse en lo incierto tan sólo podía ser propio de gente tan audaz como peligroso. Cuando, al fin, las farolas de gas dieron forma a las calles de una ciudad incluso siendo de noche, dibujando sus esquinas y recovecos, fue cuando la noche pasó de ser extrañamente monstruosa, algo así como el contra-Dios, a ser la mórbida atracción de poetas y juerguistas. Soy de la opinión, pues, de que las farolas de gas engendraron el Romanticismo. De hecho, en un ensayo de Robert Louis Stevenson, contenido en Virginibus puerisque, el escritor hace una encendida loa de las farolas de gas, junto en el momento en que están a punto de ser sustituidas por el alumbrado eléctrico. Y dice algo muy significativo, y es que “no hay estrellas tan bonitas como las farolas de Edimburgo”, una frase literalmente escandalosa para un astrónomo o astrónoma (Hypatia de Alejandría) griegos o barrocos. No creo exagerar si apunto que, con esa apología aparentemente inocente, Stevenson, sin pretenderlo, se carga el enorme prestigio teratológico de la noche. A partir de ese instante 1, noche es noche de la ciudad, esas metrópolis que nunca duermen, las Big city Nights que cantan los Scorpions, el territorio donde campa a sus anchas y da rienda suelta a todos sus vicios el Mr. Hyde del propio Stevenson. Al margen del propósito alegórico moral de El doctor Jeckyll y Mr. Hyde 2, parece claro que Stevenson se adelantó a nuestro modo de vida urbano actual, aquel en que nos permitimos de noche cosas que nos parecerían indecorosas o inapropiadas durante el día.

El alumbrado público hizo posible el Romanticismo, pero también el Psicoanálisis, por ejemplo. ¿Qué es el Psicoanálisis si no tomarse el pie de la letra el cuento de Stevenson e incrustar en nuestra alma un bestial Mr. Hyde, el inconsciente? Y el inconsciente es el reverso oscuro, la noche pavorosa de nuestros ancestros que ya no está ahí fuera, acechando, sino que ha sido antropologizada (como todo, por otra parte, hasta la Hipótesis Gaia tiene todavía mucho de antropomórfica) y convertida en objeto de patología y sanación. Pero en esa noche nuestra, encanijada y secuestrada en la psique humana, no amanece jamás, como cantaba también Joaquín Sabina. En la llamada Prehistoria la noche te tragaba a ti, pero al menos rayaba el alba y el día renacía victorioso -nuestra Navidad, de hecho, se colocó en el solsticio de invierno adrede para eclipsar la fiesta romana del “Sol invicto”. En cambio, para el Psicoanálisis, tú te has tragado a la noche, pero al precio de llevarla siempre dentro sin posibilidad alguna de redención…

Shakespeare, en fin, en La tempestad, acuñó esa enigmática expresión, dark back and abysm of time que la crítica literaria no sabe por dónde agarrar, pero que, si se mira bien, podría ser una paráfrasis perfecta de la noche. Pero no de esa noche subjetiva, en la que un Bruce Wayne podrido de dinero sueña con ser un justiciero nocturno vestido de roedor volador, ni esa noche de megalópolis en decadencia salpicada de neón a lo Blade Runner, sino de la noche inmensa, cósmica y ciclópea, esa que parece reinar incuestionada en el entero universo…

1 Noventa años antes Novalis había publicado sus Himnos a la noche , pero hay que recordar que Novalis era dueño y trabajador de una mina, con que el origen de su inspiración no puede ser más claro -es decir, oscuro…
2 Jeckyll confiesa que «mis dos caras eran igualmente sinceras. Era yo mismo, tanto cuando, abandonado todo freno, me sumía en el deshonor y la vergüenza, como cuando me aplicaba a la vista de todos a profundizar en el conocimiento y a aliviar la tristeza y el sufrimiento».


Óscar Sánchez, filósofo, escritor, docente nacido en España donde hoy vive, aborda desde tales campos actualidad, cine, cómic, política…
Correo: tejumin36@hotmail.com

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