Óscar Sánchez: «Recuerdos de una niñez posfranquista…»

Cuando era niño, mi felicidad dependía de unas zapatillas de deporte. Tenía que ir al colegio,
como todos, pero las clases me daban igual, lo que me importaba era correr en los recreos. Con zapatos
no se puede correr, no sé por qué mi madre se empeñaba en ponérmelos. En cambio, los días de
gimnasia -entonces lo llamábamos así- había que llevar chándal y zapatillas de deporte: la gozada. Había
otros tipos de mi clase que corrían más que yo, sobre todo los que tenían las piernas más largas, pero
no eran la mayoría. En general, yo corría mucho, y me lo pasaba bien corriendo, como en una explosión
de energía. Muchos juegos consistían en correr, además de la oportuna huida de las peleas que no se
podían ganar. El patio del Ramiro de Maeztu era lo suficientemente grande y lleno de niños como para
huir y esconderse sin que te encontrarán nunca más, o cuando las cosas estuviesen ya olvidadas. Como
por entonces el Ramiro era un colegio-instituto sólo de chicos, la muchedumbre infantil configuraba
una masa heterogénea y cambiante sobre la geografía del patio que nunca paraba de moverse. Más tarde,
unos cuantos y yo, los menos favorecidos físicamente o los más raros, aprendimos a sentarnos a charlar
las horas muertas entre el horario de mañana y el de tarde, pero no sin alternar la cháchara con pruebas
físicas agotadoras. Debíamos conseguir el paquete muscular de Spiderman, como poco. Nos
encaramábamos todo lo alto que podíamos, que ya costaba esfuerzo, y desde ahí nos lanzábamos al
suelo cayendo en postura de araña. Entre carreras y alpinismos nos dábamos unas palizas a hacer
ejercicio notables, pero nunca estábamos cansados, y el día se podía prolongar indefinidamente…

Luego el deporte se convirtió en algo más sosegado. Consistía en caminar rumbo a El corte inglés,
después de haberse escapado previamente de la férrea vigilancia docente del Ramiro. La fuga era fácil,
porque el complejo ramiril tiene muchas salidas, lo difícil era decidirse. Daba un montón de miedo,
porque si te pillaban fuera los castigos iban a ser inimaginables. No era verdad: más de una vez nos
encontramos con algún profesor que sencillamente nos encareció a volver inmediatamente al cole con
falsa furia autoritaria. A saber de dónde vendría él o ella y qué estaría haciendo por esas calles… Lo
mismo regresaba de El corte inglés, de robar algo insignificante, como nosotros. Muchos años después
trabajé de atrapaladrones en esa misma fascinante megatienda (la de Raimundo Fernández Villaverde), y
sé lo que me digo. Pequeños hurtadores con el digno y pobre aspecto de mis profesores de niño había
unos cuantos. Pero el Ramiro de Maeztu contiene rincones distintos y suficientes como para escaparse
incluso sin salir de su interior. Debería haber visitas guiadas. «Aquí, señores, está la Cruz, donde se
fuma a escondidas, aquí, la Virgen, que sirve para escalar y deslizarse, aquí, una hendidura oscura entre
dos edificios sucia y telarañosa que se puede explorar, etc.». Y todo eso fuera del recinto estrictamente
custodiado donde pululan y se suben unos a la chepa de otros los hamsters del estudiantado infantil.

No me importaba nada en absoluto la marca de las zapatillas en cuestión. Nunca he entendido de
marcas, yo entendía de «artistas». Desde muy pronto me sabía perfectamente los nombres de los
autores de los cómics, de superhéroes o españoles. Dibujante, guionista y entintador. A unos los odiaba,
a otros los adoraba. El fallo estaba en los «Don Mikis», que también poseía su elenco de autores buenos
y malos, pero no figuraban los nombres. Eran todos italianos, pero trabajarían bajo látigo, como en
Bruguera, y no se les permitían firmar. No obstante, estaba claro, como en todo, quién se esmeraba y
quién no, quién tenía un don natural y quién no. Ese entrenamiento en clasificar «artistas» me ha sido
útil de mayor para la pedantería literaria y filosófica, puesto que me sale solo juzgar a este y aquel y
ponerlos en su sitio conforme a mi estricto gusto dogmático. Me acuerdo de todo todavía hoy, nombres
y obras, como en la niñez lectora de tebeos. Al fin y al cabo, la filosofía no es más que eso, tebeo de la
trascendencia, como la literatura es épica de la trivialidad… Lo mismo me ocurre con la música. A la
música llegué algo más tarde, pero también se puede aplicar el arte de la distinción. Este toca peor que
este, el otro no sabe componer, el de acullá es un genio indiscutible… Vocación de crítico, y de
tiquismiquis. Las comparaciones nunca me han parecido odiosas, sino inevitables. Tiene razón mi amiga
Eva cuando dice, “¡pues hazlo tú!”. Ya me gustaría hacerlo, pero se me da mejor criticarlo. Y siempre se
encuentra algún amigo, incluso de niño, que comparte contigo amores y rechazos subculturales. Los
demás, los niños normales, que acaso leen La Masa sin saber quién dibuja o escribe, que se dediquen a
las caras y los nombres del fútbol, como de hecho hacen hasta la vejez. Pero desde aquí os advierto a
todos que está el mundo cada vez más lleno de frikis, y que, algún día, sin duda dominarán la Tierra…

Lo que, sin embargo, nunca me llamó ni entendí de qué iba fue la política. Había un chico mayor al que mi madre había encargado que me llevase desde el autobús del colegio hasta mi hogar, y que se apellidaba Barcena o Barcenas -sí, como el de la gomina y los sobres. Ese chaval lo tenía todo muy claro, y era de Fuerza Nueva. Entendí que lo cool era ser de Fuerza Nueva, sobre todo porque era “nueva” y gustaba a los mayores. Los mayores se sentaban en la trasera del autobús, dominando la perspectiva, y me admitían entre ellos. Siempre me ha ocurrido que gusto a los más listos, por lo menos al principio, porque pongo cara de atención, que ellos confunden con la inteligencia. El caso es que hablaban de política, y a mí me parecía un embrollo propio de gente superior. Lo que más importaba, por lo visto, era a quien odiabas más, por ser un impresentable y un fraude. También en mi clase de EGB, con lo pequeños que éramos, había dos lumbreras que discutían de política en la entrada al edificio de clases. Enterados y perspicaces, se acusaban el uno al otro de “facha”, hablando un poco ambos como marionetas de sus padres, pero ahora no me parece tan mal, teniendo en cuenta que estábamos todos a cincuenta metros de la única estatua ecuestre de Franco que se erguía en el corazón mismo de un instituto público de España. Todos los años había peleas nocturnas el 20-N en las que se decidía qué bando iba a colorear el monumento para el día siguiente: si ganaban los republicanos, amanecía tricolor, si los nostálgicos, totalmente negra. Debía ser muy importante eso de la política, cuando los chicos mayores se zurraban por ella bajo un manto de tinieblas y luego los supervivientes se ponían a currar afanosamente… Las autoridades del centro solían repintar el tricolor o mantener el negro, pero sin prisa alguna, que ya estábamos cómodamente instalados en el posfranquismo…

Yo ya era profesor desde niño, un profesor de pacotilla, claro. En los interminables viajes en autobús me agenciaba un discípulo de menor edad y le endilgaba mi gran filosofía de la vida. Chavales tímidos, que se integraban mal, algunos de ellos. Yo, claro, en plan moralista diplomado, les explicaba entre susurros, o les venía a explicar, que las buenas personas son así, tímidas, y que no hay nada más importante que ser una buena persona. Lo contrario de las buenas personas son los abusones, que merecen el fuego del infierno. Los abusones nos mandaban al cuerno la pelota en el patio, se colaban en la fila de la fuente y todavía era peor en la ruta del autobús, porque el conductor les nombraba jefes en honor a su tamaño y para quitárselos de en medio. Eso es de toda la vida, es el nervio de la filosofía política: si eres el rey de algo, aunque solo sea de tu barrio, nombra machaca al que te da problemas y pondrá todo su empeño en servirte. El pobre diablo sólo pedirá a cambio migajas y legitimidad para su violencia. Yo daba clases, pues, de los límites morales del poder de los abusones, pero no por el rollo nietzscheano del resentimiento del débil, creo, porque yo no era exactamente débil, nadie se metía conmigo ni portaba mote. Es que me daban sencillamente asco los abusones, y también lo discutía con ellos, sin éxito. Uno me dijo una vez -uno que era más noble que el resto-: “como gente como tú no quiere hacerlo, entonces alguien como yo tendrá que hacerlo por ti”. O sea: la función del pegón en aras del orden era necesaria, y el maltratador de turno contingente. Tranquilidad viene de tranca. No me extraña que cueste tanto terminar entendiendo de política. Mis pupilos me daban la razón, y de paso se refugiaban de la quema. En el barrio también reclutaba alumnos menores que yo con necesidad de mi benefactora guía, pero en el barrio me iban las cosas mejor, porque en general se me consideraba una especie de juez de paz que hablaba con imparcialidad de los conflictos del fútbol o personales. Ser un moralista me obligaba también a mí, así que fallar el veredicto a menudo en contra de mí mismo me daba reputación de justo y creíble. ¡Demonios, creo que me he equivocado de profesión!…

Sin embargo, mi hermano Dani era inmune a mis sermoncillos, para su suerte. Cuando estábamos en casa, jugábamos juntos, con normalidad y las peleas habituales, pero en la calle en cierto modo nos independizábamos. Él era mucho mejor al fútbol, y yo me conformaba, contento, con mi papel de defensa correoso, que le inspiraba confianza en la retaguardia. Dani era un niño que tenía suerte, suerte verdadera, de la que desean en los casinos o en la Bolsa, aunque le fuese regular con las relaciones. Le salían seises en los dados, metía goles de chiripa, de ese estilo. A cambio era más temerario, menos prudente que yo, y se daba más golpes y sufría más fracturas. Yo no me he roto nada en mi vida, salvo el corazón, naturalmente, que, antes del Whatsapp, solía ser un cazador solitario… En invierno nos sabíamos la programación televisiva de memoria, y nos tragábamos todo ese yogur infantil inocuo y rancio que nos daban como ficción y concursos para todos los públicos. Los “públicos” del posfranquismo eran muy cándidos y fácilmente saciables por entonces, todavía no se explotaba el morbo y el espectáculo-límite-y-a-toda-costa como ahora. La televisión era letárgica para los adultos, edificante para los niños. Pero en verano, el bendito verano, nos pasábamos toda la santa tarde fuera, hasta las 11 de la noche en algunas ocasiones. Era la fiesta del cuerpo que experimenta todas las emociones físicas excepto el baile y el sexo. Bicicleta, araña, escondite, pistolas de pistones, etc.: tantas otras ocasiones para moverse sin objetivo, la apoteosis del olimpismo vano. Si nos hubiesen enganchado una dinamo, hubiésemos cargado nuestras casas de electricidad gratuita. Menos mal que por entonces no existían las videoconsolas, porque si no se daría la paradoja de niños que son capaces de desarrollar la energía suficiente para cargarlas sentados delante de unas pantallas que no la extraen, que la desperdician. Los videojuegos son una infinita energía potencial y cero energía cinética: el avatar con el que juegas lo hace todo por ti, y lo que es más extraño: no hay que discutir a gritos el resultado, ya que la máquina te lo da hecho. Los árbitros y los jueces de paz ya no servimos para nada en el mundo virtual actual…

Con tanto meneo la niñez es la única etapa de la vida en la que verdaderamente se duerme. Nunca quieres irte a la cama, pero cuando lo haces podrías dormir en una tabla de pinchos. Los adultos, incluso los adolescentes, a los que les encantaría dormir bien, en realidad lo desean tanto que no lo consiguen. Se echan la siesta, dan una cabezada en el metro, roncan delante de la tele y nunca es suficiente. El niño, en cambio, aunque duerma pocas horas se levanta como un muelle dispuesto a saltar otra vez, y todo su sueño es sueño reparador. Tienen pesadillas, claro, pero como todavía no tienen del todo claros los límites de la realidad hasta el sueño más disparatado podría ser a la vez fascinante y terrible. Pero lo normal es que ni se acuerden de lo que han soñado, porque para eso gozan de un sentido envidiable de estar absolutamente protegidos durante la vigilia que no disfruta ni Salman Rushdie. No creo que ningún niño se sienta desamparado ni en sueños, a no ser que lo esté realmente y de modo atroz en la vida despierta. Huérfanos, hijos de alcohólicos, niños viviendo una guerra… Incluso estos, me parece, no se esconden al irse al dormir como hacen muchos adultos en busca de un repliegue de Nada. Se duermen porque están cansados y basta. No hay culpabilidad, así que no hay huida de uno mismo aun cuando se viva el infierno. En mi caso sólo recuerdo un sueño en toda mi infancia, que tenía también caracteres de pesadilla, pero que era de una intensidad extraordinaria. Mi madre, joven, bella y con un largo cabello negro y liso, había ingerido una de esas pastillas blancas y cuadradas para hacer fuego en las chimeneas. Yo pensaba, en mi sueño, que era venenosa, y por tanto que mi madre, la mujer por antonomasia, iba a morir y que también ella lo sabía. Estaba sentada junto a una mesita blanca de jardín (nosotros nunca tuvimos jardín, ni chimenea, por descontado), y era la viva imagen de la dignidad, el amor y la tristeza. Muy romántico a lo Keats y muy poco freudiano, puesto que mi padre ni asomaba y a quien mataba yo en mi delirio era a la madre, que, sin duda -esto es cierto representaba la relación amorosa absoluta, pero como tal madre, no como pareja mía. Debió ser un sueño de muy pocos años, pero creo que es la emoción más abrumadora que he sentido nunca. Sin embargo, lo abarcaba todo y no por ello resultaba de por sí desagradable. De ese útero emocional me parece no haber salido jamás, aun siendo en la imaginación un útero en retirada, dolorosa y hermosamente moribundo…

Madonna, pues, con niño. Eso, me parece, determina todo un futuro sexual más bien precario. Por un lado, el modelo de la madre hace de ti un hetero perdido, sin remisión, y por otro lado, vives en la ilusión de que el amor es romántico, y que lo que ellas te piden es que las quieras más que nadie y lo declares estilo Cantar de los cantares. O eso creíamos en el posfranquismo, que todavía tenía mucho de ñoñería sentimental pre-destape (algunos directores y guionistas del destape, por cierto, fueron amigos de mi familia). Tras algunos fracasos amorosos sonados y extraños, recuerdo exactamente cuándo y dónde descubrí que esa chistera de la que Cupido saca ramos de flores en realidad tenía truco, albergaba un doble fondo. Fue enfrente de la puerta de Arte 9, tienda de cómics, sentado en un portal a la espera de mi amigo Celsillo, cuando el establecimiento se hallaba en la calle Hermosilla. Tuve una epifanía, y se la conté inmediatamente a Celso, al que todavía le iba peor que a mí, porque ni le interesaba el mundo femenino siquiera, o eso fingía ante nosotros. Ahí va la tremenda revelación: a las chicas no les gusta sólo lo muy enamorado que te muestres de ellas, a las chicas les gustan los tipos fuertes, los ganadores. Me di cuenta yo solito. Hay que tener en cuenta que el Ramiro era un instituto únicamente de chicos hasta que en Bachillerato llegaron las primeras hembras escolares, a una razón de tres por grupo. Los profesores se ufanaban de educar hombres, con mayúsculas, sin percatarse de que con ello lo que hacían es educar castrados. Un chaval de ahora de un cole mixto viene con esas verdades tan tremendas ya aprendidas, y, desde luego, con una desenvoltura de trato con las niñas que yo hubiese envidiado rabiosamente entonces. Nos trituraron la adolescencia, esos mamarrachos titulados (¿titulados en qué, por otra parte?) El caso es que yo era un enamoradizo solemne desde al menos los 9 o 10 años. Hubo una tarde en torno a esa edad en que languidecí borracho de amor por una niña que era prima de otra del barrio. Creo que ella sintió lo mismo -tiene razón, pese a los seductores resabiados, Joe Cocker versionando a John Lennon: the love at first sight…-, pero la pobre no tuvo ocasión de demostrarlo por mi grandísima culpa, que me pasé las horas intentando impresionarla con lo mejor que tenía: intentar correr como un gamo. Con tan mala, y merecida, suerte, que otro niño desconocido me ganó todas las carreras justo esa tarde, lo cual a ella, melena castaña y garbo delgado, no parecía importarle un rábano. Se ve que aún no estaba en la fase de admiración hacia los fuertes, hacia los ganadores, que ese cinismo adolescente no era necesario todavía, y para una vez en que la inocencia tonta se podía haber resuelto charlando de nonadas encantadoras, perdí la ocasión dorada y no la volví a ver.

Así que fue el mundo al revés, desdichadamente. A los 15 establecí una norma expresa que sin embargo ya había derivado en fiasco seis años antes, lo que es la mala memoria, y entre eso y la castración escolar andaba más desorientado en amores que un hambriento en un restaurante de Ferrán Adriá. Los regímenes políticos perversos, sobre todo cuando van de puros, tienen unas consecuencias desastrosas más hondas de lo que creemos, lo que ocurre es que la mayoría son intrahistóricas, nadie las mide ni las comenta honestamente. Anduve loco también por otra chica de mi barrio a la que, esta sí, veía más a menudo, pero todo se me quedaba en melindres y llantos secretos escuchando a Janette. Era muy amigo de su hermano, con lo cual tenía medio camino hecho, pero apenas lo aprovechaba. El muy discreto no me daba pistas, o es que era ciego a todo el asunto. Rilke habla del beneficio espiritual de los amores no correspondidos, por eso de llenarse de un entusiasmo que luego se convertirá en poemas, o en música, o en lo que sea sumamente artístico, pero no dijo nada de los amores que no llegan ni siquiera a saber si son correspondidos o no, que es ya el colmo del derroche anímico. Esta zagala creo que no, porque no me echaba miraditas, como si me echaba la anterior que he referido. Pero nunca se sabe si hubiese empezado a echármelas de haber estado enterada de que yo “estaba por” ella, como se decía entonces y todavía se sigue diciendo ahora. Aunque lo estaba con tal fuerza que o la hubiese halagado o hubiese salido corriendo, una de dos. Yo no era un mal partido de niño imberbe pero creciente, contaba con cierta seguridad en mí mismo y ya era un poco sabihondo de pega, o sea que se me daba bien conocer gente. Pero era también una miaja de Napoleón infantil, en el sentido de tener éxito con sus huestes pero tembleque con las mujeres. De todos aquellos errores me nutro incluso hoy: a estas alturas, aún no sabría decir si prima más ser un ganador cuasi-chulo o un corazón tendido al sol. Se hace lo que se puede, torpemente, y unas veces quedas como caballero y otras como un idiota, dependiendo del humor del día. ¡Oh, Eros, dios de los momentos eternos, cuántas chorradas vergonzantes y cuántos aciertos inspirados se perpetran en tu malhadado nombre! Pero dejemos el tema que esto lo tiene que sufrir cada uno por su cuenta, y el que lo sufre lo sabe, como decía Lope.

Con los tíos de barrio de entonces la chulería podía ser peligrosa para el físico. Una vez nos perseguían a un amigo y a mí dos energúmenos con el alevoso fin de pegarnos, pero no conseguían cogernos. Dos buenas piernas para huir son mejor que dos tristes puños para defenderse. Al final optaron por quedarse a distancia y tirarnos piedras, como antaño las pedreas de los pueblos, tan tradicionales y entrañables. Nosotros ni siquiera les lanzamos ni una, nos limitamos a burlarnos de ellos mientras las esquivábamos sin movernos del sitio. Como en un videojuego de la maldita Wii pero de verdad. Yo me lo pasaba bomba, creyéndome de una agilidad asombrosa. Hasta que una piedra que ni siquiera vi venir me arreó en plena frente, y caí inconsciente. Lo siguiente que recuerdo es entrar en el portal de mi casa con un chichón increíble, como los de Mortadelo y Filemón. Los agresores habían salido de najas al ver el desaguisado, claro. No sé qué me diría mi madre, ni qué le mentiría yo a ella. Tenía un cuerno digno de un rinoceronte que me duró unas horas. Supongo que con él podría haber embestido a aquellos bestias, de haber estado consciente. Pero todo fue culpa mía, por ir provocando, y desde ese día creo que ya tuve más cuidado con la puntería de los desconocidos…

No obstante, no recuerdo haber sido tan valiente física y moralmente hablando como en esos años de la niñez salvaje, cuando los chavales podían salir a la calle hasta las tantas, irse a kilómetros de distancia a hacer lo que se les ocurriese y al volver a casa, ante la pregunta de tu madre por dónde te has metido, responder, como un aventurero, un verdadero explorador y un hombre libre, “nada, por ahí…”


Óscar Sánchez, filósofo, escritor, nacido en España donde hoy vive, aborda desde tales campos actualidad, cine, cómic, política…
Correo: tejumn36@hotmail.com