Miró el portarretrato y siguió bailando al compás de “Penumbras”, la canción de Sandro. Lloraba muy compungida. No entendía cómo, después de haber compartido ocho años hermosos, la había abandonado sin despedirse. Ella vivía para él: se levantaba temprano para que comiera algo antes de salir, lo despedía cada mañana con un beso y esperaba ansiosa su vuelta. Lo veía y sentía una alegría inmensa, esa que se siente al estar enamorada. En su presencia se iluminaba. ¿Qué haría con su ausencia?
Miró de nuevo la foto y canturreó: “Pero no me pidas/ que no te ame así”. Cómo no amarlo así, él era el ser más puro que había conocido. Le profesaba un amor incondicional.
Al terminar el video del Gitano, apareció otro con un título interesante: “La noche oscura del alma”. Se sentó en el sillón, estaba sola, todos los almohadones eran para ella. Se tapó con la manta que antes usaban los dos. Estaba confeccionada en tartán rojo con líneas verdes y azules. Suponía que era el diseño que representaba a la familia de su amado. Escuchó con atención la grabación. Una voz en off mencionaba a un místico, San Juan de la Cruz, que escribió el poema “La noche oscura del alma”. El hombre lo leyó, pero ella no entendió el significado. Luego explicó que reflejaba la unión del alma con lo divino. Hasta ahí, nada la ayudaba a apaciguar su dolor.
Se sobresaltó cuando habló de un vacío profundo, de una sensación de abandono y desesperanza. Lo suyo no era un tema religioso, pero se sentía perdida, sin nada que le importara. El locutor enfatizó que, atravesar ese proceso, no era fácil. En general, se necesitaba orientación terapéutica para que fuera menos traumático. Quizá tendría que contactarse con algún psicólogo. Hacía años se había atendido con un terapeuta. El lunes lo llamaría.
Unos minutos más tarde, la voz aclaró que, si bien el camino era doloroso, para llegar a ser uno mismo, lo más saludable era soltar las capas acumuladas, esas que llevaban impresas los signos de nuestra inautenticidad. Luego mencionó a Jung y explicó el concepto de la alquimia espiritual.
Ella pensó que no estaba en condiciones de llenar su cabeza con tantos conceptos teóricos ni tanta información. Aunque se sorprendió cuando él dijo que nuestro niño interior suele llamarnos para que desenterremos partes valiosas que olvidamos o tapamos. Sabía que, por más que comprendiera esas ideas sobre la noche y el alma, su dolor no disminuiría. Casi al final del video, escuchó algo que le dio un poco de esperanza: “La noche es más oscura justo antes del amanecer”. Se imaginó parada frente a una ventana recibiendo la calidez de los rayos del sol. La imagen la reconfortó.
Llamó a su mamá para recibir un poco de consuelo, pero resultó que su madre estaba más apenada que ella. Tuvo que sacar fuerzas para darle ánimo. Sin dudas, lo quería más a él que a ella, su propia hija. No le gustó su pensamiento, pero en algún punto le dio la razón. Ese ser era tan encantador que conmovía hasta a una roca. Su mirada seductora y su cariño entrañable manipulaban, en el buen sentido de la palabra, a cualquiera.
Se acurrucó en el sillón y lloró casi gritando. El corazón le palpitaba con intensidad, no soportaba el desgarro que sentía.
A la pasada, se le vino una frase hermosa: “Me sería más fácil contar la arena que olvidarte”. Era cierto, no quería olvidarlo. Él había dejado una profunda huella en su alma. No quería sumergirse en la tristeza; una cosa era estar triste, otra, deprimirse. Y ella estaba a punto de caer en un precipicio muy profundo.
Habló con su amigo Dany. Le dijo que se tuviera paciencia, y repitió ese latiguillo trillado, que solo servía para molestar al que estaba sufriendo:
—El tiempo todo lo cura.
—A ver, ¿no se te ocurre otra cosa para decirme? Estoy destrozada en este instante, me importa un bledo el tiempo —dijo y cortó el llamado.
La sensación de rabia la ayudó a disipar un poco el dolor. Fue a la cocina y destrozó contra el piso los platos en los que él solía comer. Gritó que era un desalmado, que no tenía derecho a aparecer en su vida para marcharse así. Lo insultó con furia.
Fue corriendo al dormitorio y se tiró en la cama. No podía alejar de la mente esos domingos en los que la llevaba a pasear. Tampoco cuando apoyaba la cabeza sobre su falda al ver televisión. Oyó el timbre de la puerta. Se levantó con esfuerzo y abrió. Era su vecino del cuarto piso. Le dijo que estaba preocupado por los ruidos y gritos. Llorando, le contó qué era lo que le había sucedido. Él, muy emocionado, la abrazó y consoló. Validó sus sentimientos y le dijo algo que la conmovió:
—Vas a seguir sintiendo tristeza. Es el proceso del duelo. Solo pensá que los años que compartieron fueron maravillosos. Su energía siempre va a estar a tu lado. Van a seguir siendo compañeros inseparables. Sentite en paz, hiciste todo lo posible para ayudarlo. Él dejó de sufrir, Mike trascendió este plano.
Esas palabras lograron serenarla. Era cierto, su querido Mike, su bello Scottish Terrier blanco, había dejado su cuerpo para convertirse en una luz que guiaría su camino. Había regresado a su origen, de nuevo era polvo de estrellas.
Silvia Lifschitz, escritora, nació en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Es Licenciada en Administración y Contadora Pública (UBA), Consultora Psicológica (Holos Capital), Terapeuta orientada en Focusing (Focusing Institute), Arteterapeuta (Primera Escuela Argentina de Arteterapia). Directora de Redacción de la Revista “Arteterapia. Proceso Creativo y Transformación”. Colaboradora de la Revista de Arte y Cultura Devenir111 (www.devenir111.com). Publicó Pájaros en el pecho (2015, cuentos), Una convención anual (2016, cuentos), La máscara azul (2017, cuentos), El aire fresco de la vida (2020, cuentos), Que tengas un buen viaje (2022, novela corta) y Alfajor con cinta (2024, novela). Su cuento El pequeño elefante obtuvo el primer premio 2017 en el Concurso de Literatura organizado por el Consejo Profesional de Ciencias Económicas de CABA y el cuento La máscara azul, el primer premio 2017 en el XXXIII Certamen Nacional de Poesía y Narrativa Breve «Letras Argentinas de Hoy 2017».
