Silvia Lifschitz: «Secreto encerrado»

Aquella mañana María estaba en casa ayudándome con las tareas hogareñas. Mientras ella preparaba la comida para Pampa, yo vaciaba y limpiaba el mueble del living. Hacía tantos años que no realizaba esos quehaceres que ni siquiera recordaba cómo se denominaba a ese prisma alargado y pesado, de madera oscura, de algarrobo, que habíamos comprado con tanta ilusión luego de confirmar nuestro supuesto amor ante el juez civil. Lo elegimos porque era resistente, no requería mantenimiento, era casi imposible que los niños lo pudieran dañar, era de una madera noble. Parecía como si hubiéramos puesto en el mueble las cualidades que no supimos cultivar en nuestro matrimonio: no resistimos los embates del tiempo ni de la convivencia, no nos mantuvimos, nos dañamos y fuimos innobles entre nosotros. Así es la vida. En fin, el modular, cristalero, vajillero o como se llamara ese mueble, todavía estaba en pie en mi hogar, erguido como siempre a pesar de haber soportado algún que otro cambio de ubicación.
Volví a dispersarme, una youtuber siempre decía que era necesario estar en el aquí y ahora, supongo que en algún momento lo lograré. Durante varios días me ocupé del viejo aparador (ese nombre me gustaba): lo vacié y lavé todo lo que albergaba: copas, tazas, teteras, platos de distintos tamaños y otros enseres. Lo acaricié con un trapo rebosante de limpiamuebles, quedó como nuevo. Al abrir la puerta de la izquierda vi botellas de bebidas alcohólicas: un whisky añejo, vodka, gin y otras que todavía estaban cerradas. Además, había un Amarula vencido y un Amaretto que me llevó a recordar cómo me gustaba agregarle una pequeña cantidad al café. Esas bebidas me transportaron a mi otra vida, al pasado, a ese que dicen que hay que olvidar. Muchos repiten que para avanzar hay que soltar, perdonar y perdonarse. Por suerte no tenía rencores, al menos a nivel consciente, y cada día recordaba menos aquellas épocas. Por un lado, me alegraba, por el otro, me asustaba. No estaba segura de si era que tenía una capacidad extraordinaria para borrar esas imágenes o si estaba en los umbrales de algún trastorno cognitivo motivado por la edad. Esa duda me atormentaba, tendría que coordinar una visita con un neurólogo.
Pero otra vez me había ausentado del presente. Hice un gran esfuerzo para volver, inspiré en tres, retuve el aire en nueve y exhalé en seis. Tuve que repetir el procedimiento varias veces, me costaba mantenerme enfocada en la limpieza, solo en el orden y la limpieza. No me sobraba el tiempo, tenía que apurarme porque en menos de una semana llegaría mi amiga de afuera. Con ella éramos muy unidas, se hospedaría en casa, y todavía tenía todo patas para arriba. Me esforcé por seguir las recomendaciones de Marie Kondo: si una prenda no se ha usado por más de un año, había que separarla, y si estaba en buenas condiciones, donarla. No había que acumular demasiados libros (esa consigna me resultaba imposible de cumplir), tampoco había que guardar aquellas cosas que no despertaran nuestra alegría. En ese instante se me cruzó la voz de mi amigo Mauro diciéndome: “Ami, no tengas relojes que no funcionen, ni desorden y menos suciedad. Tampoco cosas que ya no uses, le estás indicando al universo que no creés en su abundancia. Como es tu casa, es tu vida dice el Feng Shui”. Evidentemente mi vida, de acuerdo con esa máxima, era un desastre.
Volví con la mente al aparador y continué limpiando el estante de las bebidas. Entre la botella de Baileys y la de Bacardí, encontré una más pequeña, alta como las otras pero más delgada, transparente e incolora, que contenía una carta manuscrita. Estimulé mi escasa memoria para que se agudizara y recordara quién había escrito esa nota y por qué la había introducido ahí. Entonces, muy lentamente, percibí algunas sensaciones que me llevaron hasta aquel taller terapéutico del que había participado no sabía cuándo. Pato, la facilitadora, nos había encomendado la tarea de escribirnos una carta que reflejara nuestros dolores, frustraciones, anhelos fallidos, así como también las alegrías y los sueños.
Encontrar ese papel de color blanco amarillento por el paso de los años y lleno de palabras dibujadas en azul, me congeló. Mi escasa atención dejó atrás la limpieza y se concentró en él. Era una hoja repleta de vocablos enigmáticos, desconocidos, que quizás, en algún tiempo, habían sido importantes para mí. ¿Qué dirían? Ojalá hubiera fechado la nota, quería saber si había evolucionado o no. Más que evolucionado, si me había transformado en una versión mejor de mí misma. Claro que mi ego no me dejaba en paz, el pobre no tenía descanso, no paraba de tirarme ideas absurdas y traumáticas: “Seguramente no cambiaste nada, mirá cómo estás, ¿qué lograste desde aquel momento?”. Me sonreí con amargura, intenté hablarle con mi voz más dulce, pero no lo logré. Le grité un ¡basta! contundente, alargado y pronunciado con una meticulosa claridad.
Me detuve al lado de la mesa con la botella entre las manos, la descorché y traté de sacar el rollo escrito que parecía un viejo pergamino. No pude, el papel se había acomodado de tal manera que era imposible que saliera por el estrecho cuello de vidrio. Busqué una lapicera, un destornillador, un alambre, una pinza, todo fue inútil. Decidí detenerme cuando reparé en que me estaba poniendo ansiosa y había cometido un error peligroso: solo a mí se me podía ocurrir meter el dedo en la botella. Mi pobre dedo medio se había quedado atorado. Tuve la fortuna de que con un poco de aceite saliera. Me asusté, me vi yendo a la guardia de la clínica con la botella absorbiendo mi dedo y con un contenido que tenía que ocultar, que no me animaba a compartir. Les temía a mis propias palabras. Sabía que a veces, en soledad, era capaz de plasmar ideas irrepetibles, de mal gusto o hasta hirientes. Esos pensamientos me hicieron avergonzar.
Después de un rato de intentos fallidos, opté por dejar el envase fuera de mi vista, confiaba en que la distancia produciría algún tipo de milagro. No quería quebrar el vidrio, no me gustaba desecharlo, alguien podría lastimarse. Continué acomodando y cambiando de lugar la vajilla hasta que se me ocurrió que quizás podría resolver mi problema si ahogaba la maldita hoja en agua. Fui hasta la cocina y coloqué la botella debajo del chorro. La llené hasta arriba y la agité con la esperanza de que el papel se desintegrara o, al menos, la tinta se diluyera hasta convertirse en imperceptible. María, al ver mi desesperación, me sugirió que siguiera con mis tareas, que ella se ocuparía, que lo resolveríamos pronto.
Pero no fue así: pasó el viernes, el sábado y también el domingo y el líquido no había deshecho el papel, que se mantenía firme y desafiante. Me puse mis lentes más nuevos para leer, quizás lograba dilucidar de qué se trataba ese escrito. No hubo caso, solo pude ver palabras sueltas: secreto, incrédulo, esas vidas, no quiso. Leer “secreto” me causó un cosquilleo en la espalda. Creía no tener ninguno, siempre me decían que era un libro abierto. Parecía que no era tan así. Se me ocurrió llamar a Pato, quizás recordara algo de lo sucedido, después de todo, ella había sido la coordinadora del taller.
El llamado sorprendió a Pato, luego de contarle mi problema, lo primero que me preguntó fue cómo se me había ocurrido una idea tan alocada: “Vos lo escribiste y no te acordás y pensás que yo sí puedo tener todas las historias en mi memoria”. Luego agregó con un tono hosco, desconocido para mí, que no era una grabadora digital, que no registraba todo lo que les sucedía a los participantes de sus workshops. Y me aclaró que no era un reservorio del inconsciente de los otros. Soporté su burla y me disculpé.
Con escasa amabilidad, me recomendó una buena terapeuta para que trabajara mis bloqueos. Entonces se me cruzó una imagen de aquella tarde. Con cierto temor le pregunté si me podía pasar el contacto del psicólogo que estaba con ella en el taller. Pato, cansada de soportarme, me dijo que él era un hombre demasiado ocupado, que habitualmente no recibía nuevos pacientes, pero que le pediría que hiciera una excepción en esta ocasión. Con desgano me pasó el número. Tratando de suavizar la charla se despidió deseándome que encontrara mi recuerdo perdido. Me reí con una risa infantil y medio idiota.
Luego de dos semanas de observar cómo el papel permanecía casi intacto, un amigo vino a casa con un alambre grueso, tomó una pinza de la caja de herramientas y dobló un extremo intentando curvarle la punta. Estaba decidida a pescar esa maldita página, ya estaba harta, quería leer los fragmentos escritos en aquella época. Por suerte, aún me quedaba el recurso del martillazo: si no agarraba la hoja con el alambre, rompería la botella. No podía arriesgarme a que un desconocido leyera mis intimidades. Me resultaba increíble estar viviendo una situación tan grotesca y patética. La resolvería costara lo que costara. Pensé en la ironía del destino, si al menos la hubiera escrito con una estilográfica, la tinta se habría esparcido con la ayuda del agua.
Antes de empezar con “el operativo botella” tomamos un café con Mauro. Leí nuevamente las palabras y me repetí en voz alta “secreto”. Mi amigo se extrañó de que no tuviera la menor idea de mi propia historia oculta. Por eso, empecé a repasar mis peores anécdotas: la del restaurante, la del mar en el Caribe, la del inglés. Mauro se rio de esa y recordó lo jodida que había sido: “Se lo contaste a tu ex solo para fastidiarlo”. Revisé en silencio mis actos más bajos, más lamentables, más vergonzosos. Pero como siempre me decía Gaby: “Querida, mandate alguna travesura, no podés ser tan transparente”. Quizás ya me la había mandado pero no la recordaba. ¿Cuál sería mi secreto?
Por suerte el papel mojado cedió ante el anzuelo. Lo sacamos y comencé a leer. Le dije a mi amigo que se quedara, no tenía nada que ocultarle. Luego de muchas frases intrascendentes, llegué al párrafo que contenía las palabras que me estaban volviendo loca:
Sé que tengo un gran secreto, no es algo que yo haya guardado. Es una historia familiar dolorosa que, a su manera, se apoderó de nuestras vidas. Sería muy incrédulo de mi parte pensar que la ocultaron para protegerme. Ella no pudo soportar tanto dolor y por eso no quiso hablar más de esa pérdida. Nos obligó a todos a encerrarnos en su mundo de oscuridad y simulación.

Viendo mi cara de desconcierto, Mauro me preguntó si había llamado al psicólogo. Inmediatamente busqué el número y lo llamé. Me atendió enseguida, me comentó que Pato le había avisado que me comunicaría con él. Y muy distendido, me preguntó si era cierto que no recordaba nada de aquel día. Ante mi negativa me aclaró que él tampoco se acordaba. Me sugirió que fuera a su consultorio para que tuviéramos una nueva sesión de hipnosis. Repetí como una atolondrada la palabra hipnosis. Arreglamos que iría a verlo el día siguiente por la mañana. No sabía qué expresión tendría mi cara cuando corté, pero Mauro me miró sorprendido:
– Ami, ¿qué te dijo el techista? Estás rara.
– Me pidió que fuera al consultorio para tener una nueva sesión de hipnosis, entonces ¿aquel día el tipo me hipnotizó? —dije.
– No te puedo creer, es todo muy loco. ¿Querés que te acompañe y te espere en un café? Me preocupa que vayas sola —dijo Mauro.
Le contesté que habláramos por la mañana, no estaba en condiciones de responderle. Me sentía aturdida y aterrada. Pensar en que perdería el control sobre mí misma, me daba mucho miedo. Pero lo peor era que ya había pasado por esa experiencia y no la recordaba.
Me levanté muy temprano y lo llamé a Mauro. No me animaba a ir sola a encontrarme con el psicólogo. A pesar de que me había parecido alguien muy agradable y su voz había sido muy contenedora, me asustaba lo que podría pasar. Además no había tomado la pastilla para dormir, él me había pedido que no ingiriera ningún medicamento para que pudiera fluir mejor en el encuentro. Mi amigo me acompañó hasta la puerta del consultorio, quería verle la cara al psicólogo. El pobre estaba más preocupado que yo. El psicólogo, que me pidió que lo llamara Alejo, me recibió con una sonrisa franca, le dijo a Mauro que volviera en una hora. Nos sentamos en unos sillones que estaban enfrentados. Él me explicó cómo era su técnica de trabajo y me preguntó si podía grabar la sesión. Me aclaró que no solía hacerlo, pero ante lo que había sucedido, quizá era conveniente que quedara el registro. Le dije que estaba de acuerdo. Me pidió la transcripción del párrafo que me perturbaba. Luego pronunció un par de palabras con mucha lentitud y me sentí cansada. Estaba lúcida, eso creía, pero adormecida. Lo último que llegué a escuchar con nitidez fue: “Nos obligó a todos a encerrarnos en su mundo de oscuridad y simulación”. Después de aquel momento, no supe qué sucedió. Entré en un mundo de oscuridad, pero esta vez no en uno ajeno, en el mío.
Al abrir los ojos vi una expresión ambigua en Alejo. Le pregunté qué había pasado, me respondió que había sido una muy buena sesión, que había aparecido el significado de mi escrito, pero —siempre había un pero—, le preocupaba cuál sería mi reacción cuando me escuchara. Me hice la valiente y le dije que estaba preparada para lo que aconteciera. Luego de ofrecerme y servirme un té de hierbas, presionó la pantalla de su teléfono y comenzó el audio. Oír el susurro de mi voz, mi angustia y llanto me conmovió. Mis brazos me abrazaron con fuerza. El sentimiento de amor hacia esa mujer desarmada me impactó. Me costó reconocerme en ella. Los primeros minutos, si bien fueron fuertes y llenos de tristeza, no me dieron ninguna pista sobre el enigma. Sin embargo, luego de diez minutos y ante la nueva lectura de aquel párrafo, algo sucedió.
En ese instante, Alejo detuvo la reproducción. Me invitó a que cerrara los ojos e hiciera un breve recorrido por mi cuerpo. Luego de ese momento de calma, me pidió que volviera a oír la grabación:
“Recuerdo a mamá como una mujer que siempre estaba triste. Muchas veces, cuando la buscaba por la casa, la encontraba llorando en su cuarto. Me acercaba a ella y la abrazaba, entonces solía decirme: “Mi chiquita, no te preocupes, no te pongas mal, mejor andá a jugar con Lucas”. Yo obedecía e iba a buscar a mi hermanito. Era bastante aburrido estar con él, Lucas no sabía jugar a nada, tenía dos años. Esa escena era algo que se repetía casi a diario. Papá me decía que era una gran chica, que me portaba bien y que tenía que dejar que mamá descansara.
—¿Por qué, papá? ¿Mamá está enferma?
—No, Clari, solo está un poco triste, ya se le va a pasar —decía papá restándole importancia al tema”.

Escuché que Alejo me decía que continuara, que no me quedara anclada en ese dolor. Él me preguntó si recordaba cuál había sido la pérdida que nos había obligado a encerrarnos. De pronto una imagen nítida apareció en mi cerebro, vi una escena como si fuera una película proyectada en la pantalla gigante de un cine. Yo era chiquita, Lucas no estaba ahí, pero había otro nene que era tan pequeño como mi hermano. Mamá lo tenía en sus brazos y le cantaba: “A la nanita nana, nanita ella, nanita ella/ mi niño tiene sueño, bendito sea, bendito sea”. Al oír mi propia voz entonar esa estrofa me largué a llorar. ¿A quién le cantaba mamá? Lo miré a Alejo suplicándole que me ayudara. Él me tomó las manos y muy suavemente me dijo que en unos minutos lo sabría, que mi inconsciente lo tenía muy guardado, pero que ya se había liberado.
Seguí escuchándome con atención. De pronto se me tensó el cuerpo, me oí con una voz infantil, aniñada, como si tuviera cuatro o cinco años, diciendo:
“—Mamá, ¿por qué a Javier le cantás y a mí no?
—Mi amor, porque él es un bebé. Vos ya sos una nena grande”.

En ese instante pude recordar todo. Lloré como hacía años que no podía hacerlo. Alejo me alcanzó la caja de pañuelitos y, luego de limpiarme la nariz, le conté que Javier era mi hermano del medio. Que una mañana mis padres no lograron que se despertara. Mamá se quedó en la cama durante semanas. Papá se ocupaba de mí, me pidió que fuera una chica buena y me portara bien. Me prometió que mi mamá se iba a poner bien pronto, pero que no teníamos que hablar de Javier. Antes de que pasaran dos años nació Lucas y jamás nombramos a Javier de nuevo.
Alejo me guio con respiraciones profundas y pausadas, estaba muy angustiada. Al menos me había quitado el peso de no recordar. Mi pobre madre seguía sin hablar de mi hermano. Iba a respetar su voluntad, pero yo tenía que hacer la mía. No le hablaría a ella de él, aunque me sentía libre de develar el secreto familiar. Esperé unos minutos hasta recuperar la fuerza que me permitiera pararme. Antes de salir, me llamaron la atención unos folletos que tenía el psicólogo sobre su escritorio. Tomé uno, lo guardé en la cartera y me despedí con gratitud.
Fui hasta el bar donde me esperaba Mauro. Mi amigo estaba ansioso por escuchar mi relato. Me pedí un café y comencé a contarle la sesión y a llorar al mismo tiempo. Abrí la cartera buscando un pañuelo y vi el folleto que había agarrado en el consultorio. Lo leí en voz alta, era una invitación a una obra de teatro . Me sorprendí al leer la frase que tenía impresa: “Solo miramos el mundo una vez, en la infancia. El resto es memoria. Louise Glück”.

1Decile que soy francesa, de y por Gabriela Bianco.


Silvia Lifschitz, escritora nacida en Buenos Aires, Argentina. Es Licenciada en Administración y Contadora Pública (UBA), Consultora Psicológica (Holos Capital), Terapeuta orientada en Focusing (Focusing Institute), Arteterapeuta (Primera Escuela Argentina de Arteterapia), Diplomada en Psicogerontología para la Atención Integral Centrada en la Persona (Universidad Maimónides). Directora de Redacción de la Revista Arteterapia. Proceso Creativo y Transformación (www.arteterapiarevista.com.ar). Publicó Pájaros en el pecho (2015, cuentos), Una convención anual (2016, cuentos), La máscara azul (2017, cuentos), El aire fresco de la vida (2020, cuentos) y Que tengas un buen viaje (2022, novela corta). Su cuento El pequeño elefante obtuvo el primer premio 2017 en el Concurso de Literatura organizado por el Consejo Profesional de Ciencias Económicas de CABA y el cuento La máscara azul, el primer premio 2017 en el XXXIII Certamen Nacional de Poesía y Narrativa Breve “Letras Argentinas de Hoy 2017”.

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