“La puerta es la que elige, no el hombre” Borges, J.L.[1]
En cada uno de nosotros hay por lo menos dos. Tenemos dos cuerpos aunque más que tenerlos nos tienen a nosotros. Por un lado, tenemos un cuerpo biológico, fisiológico, anatómico, que es del que se ocupa la medicina, la biología y la ciencia en general. Es un cuerpo material, consistente, físico, instintivo. Pero por el otro lado, también tenemos otro cuerpo: un cuerpo erógeno, libidinal, sensible, que es del que se ocupa el psicoanálisis. El cuerpo erógeno es el campo específico del psicoanálisis porque está hecho de sexualidad y de lenguaje. Es producto y es causa de eso que Freud llamó, en alemán, Trieb y que nosotros traducimos cómo pulsión.
Es por la pulsión que tenemos un cuerpo erógeno y es a partir de su procesamiento que accederemos (o no) a un erotismo.
En este ensayo intentaré, desde el psicoanálisis, mostrar la cocina del erotismo, cómo se construye un cuerpo erógeno y cómo se podría llegar a gozar con éste en el erotismo.
Las pulsiones son nuestra mitología[2]
Cuentan, que fue Zeus, el Dios Todopoderoso, el que le ordenó a Prometeo y a su hermano Epitemeo (que no eran dioses sino hijos de titanes) que fueran ellos quienes crearan a las criaturas con las que se poblaría la tierra. Los hermanos, se pusieron enseguida a trabajar. Epitemeo, que era el menos lúcido de los dos, empezó a crear sus criaturas sin pensarlas demasiado. Las iba dotando rápidamente con las virtudes que Zeus les había dado para repartir: pelos, garras, mandíbulas, colmillos, escamas, aletas, venenos, etc. Así fue como Epitemeo creó a los animales que hoy habitan nuestra tierra. En cambio, su hermano Prometeo, dotado de una gran lucidez, tardó mucho más en crear a las suyas. Las iba moldeando en barro, poco a poco, intentando copiar lo más perfecto que conocía: a los dioses. Cuando por fin terminó su meticuloso trabajo, Prometeo había creado a los hombres. Pero como su hermano había usado en los animales todas las virtudes que Zeus les había entregado, le pidió a los humanos que sacrificaran a un buey. Separó al animal muerto en dos bolsas distintas: en una, puso la carne del animal y en la otra, puso sus huesos y los tapó con grasa. Prometeo le propuso a Zeus que eligiera entre las bolsas; la que eligiera, quedaría para él y el reino divino, y la que descartara, quedaría para los hombres. Zeus, engañado por la grasa blanca, eligió la bolsa con los huesos; y así fue como para los hombres quedó la carne.
Pero los hombres quedaron frágiles, sus pieles no soportaban ni siquiera la exposición al sol, ni eran impermeables a la lluvia, ni podían regular las bajas ni las altas temperaturas. Los hombres quedaron con cuerpos pelados, desnudos, extremadamente sensibles. No tenían con qué defenderse de los demás, ni luchar contra otras especies.
Prometeo lamentó haber creado seres tan maravillosos, semejantes a los dioses, pero tan indefensos, tan humanos, tan mortales. Movido por la piedad y la generosidad de un padre, robó a los dioses el fuego divino para dárselos a los hombres. Creyó que con el fuego ellos tendrían la posibilidad de defenderse de este desvalidamiento inicial.
Cuando Zeus se dio cuenta de que Prometeo no solo había tenido la osadía de copiar a los dioses, sino que les había robado el fuego para dárselos a ellos, se enfureció terriblemente. Y embravecido los castigó a ambos: a los humanos y a Prometeo.
Zeus castigó a los hombres ordenándole a Hefesto, el artesano herrero, que hiciera el molde, el arquetipo, de una mujer. Después les pidió a las diosas del Olimpo que cada una la dotara con sus mejores virtudes: Afrodita, le dio la belleza y Atenea, la inteligencia, pero dicen que Hermes, puso la curiosidad y la rebeldía en el corazón de la mujer. Creada así, Pandora, la primera criatura mujer, irresistiblemente encantadora para cualquier hombre, fue ofrecida a Epitemeo. Este, desoyendo a su lúcido hermano que le había advertido que jamás aceptase un regalo de Zeus porque contendría una trampa, cayó perdidamente enamorado y la tomó por esposa. Como regalo de bodas, los dioses les entregaron a Pandora una caja y el aviso de que jamás debería abrirla si quería vivir con su marido en paz. Epitemeo y Pandora vivieron juntos los muchos años muy felices hasta que un día, la curiosidad de Pandora, los traicionó. Cuando ella abrió la caja, todos los males, las miserias, las preocupaciones y los malos-entendidos, salieron y se desparramaron por el mundo, quedando para siempre entre los hombres y las mujeres. Solo la esperanza permaneció en la caja cuando Pandora volvió a cerrarla.
A Prometeo, Zeus lo castigó ordenando que lo llevaran a la cima del monte Cáucaso, cerca del fin del mundo y lo encadenaran allí. Todos los días iría un águila y le comería el hígado. Durante todas las noches después de todos los días de dolor, el hígado de Prometeo se regeneraría, estando listo para ser comido por el águila durante el día siguiente. El tormento en el que vivió Prometeo por haber robado el fuego para dárselo a los hombres, duró muchos años. Hasta a que un día, Heracles, el hijo preferido de Zeus, atravesó con una flecha al águila y lo liberó. Zeus entonces obligó a Prometeo a llevar para siempre un anillo hecho con el acero de las cadenas de las que se había liberado.
Toda relación entre dos cuerpo es erógena
No hay ser humano que no haya nacido de una mujer. De una mujer con dos cuerpos: un cuerpo biológico, que le permitió ser fecundada, gestar y parir a la nueva criatura – cuerpo del que se ocuparon los médicos, ginecólogos, obstetras, etc. -, y un cuerpo erógeno, que será con el que erogenizará el cuerpo del hijo. Con su cuerpo erógeno, la madre, hará otro cuerpo erógeno de la carne del hijo. Con su cuerpo erógeno, hecho y vivo de pulsiones, la madre tocará desde el primer momento, el cuerpo del hijo. Lo abrazará entre sus brazos, lo alimentará con sus pechos, lo acariciará con sus manos, lo besará con sus labios. El cuerpo erógeno de la madre pre-existe al cuerpo erógeno del niño y lo moldea, lo crea, lo despierta. El hijo, al nacer, estará metido en medio de una constelación pulsional, en la que no tendrá posibilidad de elegir. Porque el hijo no puede decirle a la madre, por ejemplo, “Abrazame más” o “No me toques así” o “No sientas lo que sentís cuando me das la teta de esa manera”. El cuerpo del hijo será tocado, moldeado y creado como una copia del cuerpo pulsional materno. El cuerpo erógeno del hijo se irá haciendo con y del cuerpo erógeno de la madre. Y al mismo tiempo, el hijo, no habrá elegido la constelación pulsional en la que nace y estará indefenso ante la erogenización que produce en la madre.
El padre del hijo también tiene un cuerpo biológico (el esperma que fecundó, por ejemplo) y un cuerpo erógeno con el que encarnará un límite. El cuerpo erógeno del padre encarnará la función de producir un corte, una hiancia, entre el cuerpo erógeno de la madre y el hijo. El cuerpo erógeno del padre sirve para mantener el cuerpo erógeno de la madre sujeto al suyo (al del padre) y a sus palabras, para que la erogenidad de la madre no se vaya con el del hijo. En la medida en que el cuerpo erógeno del padre siga siendo deseado por el de la madre, el nacimiento del hijo no taponará toda falta. Es la función del padre la que pondrá un límite a la madre haciendo que el cuerpo del hijo no la complete. Siendo así, la flecha del padre liberará al hijo de las cadenas que amenazaban con dejarlo para siempre encadenado al cuerpo de la madre. La flecha del padre, abre una la falta que permitirá que la erogenización del hijo, se ordene.
De la pulsión al erotismo
Si la sexualidad no es solamente genitalidad, si la sexualidad no es necesariamente reproducción de la especie (de los cuerpos biológicos), ¿podría la sexualidad ser erótica? ¿Podría entenderse el erotismo como el goce entre dos cuerpos erógenos?
¿Podría pasarse de la soledad del autoerotismo de cada con su cuerpo erógeno, al contacto dos cuerpos erógenos en un acto erótico entre dos?
¿Cómo hacer con la erogenización con la que nos constituyeron el cuerpo erógeno, un puente para gozar con un otro eróticamente?
[1] Borges, “Fragmentos de un evangelio aprócrifo”, Elogio de la sombra.
[2] «La doctrina de las pulsiones es nuestra mitología, por así decir. Las pulsiones son seres míticos, grandiosos en su indeterminación» Sigmund Freud.
Clara Mc Cabe, psicoanalista.
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