Introducción
La Revolución Mexicana presenta al historiador arduos problemas de caracterización. Para autores como Adolfo Gilly, la Revolución adolece de un pecado original: el haber quedado detenida en sus tareas democrático burguesas (liquidación del latifundio, ampliación de la ciudadanía) sin avanzar hasta la eliminación de las relaciones de producción capitalistas. Conforme a la hipótesis que sustenta este artículo, la Revolución Mexicana ha sido un proceso largo (y esto ya comporta un oxímoron) que, sin salirse de los marcos del capitalismo, contuvo en su seno sucesivos momentos de liquidación de viejas estructuras e inicio de nuevas conformaciones políticas y sociales. Si bien los actores de los procesos históricos pueden ser más o menos conscientes del rumbo que quieren imprimirle, su resultado final nunca está predeterminado, porque dependerá, por un lado, de las determinaciones “externas” al proceso, ajenas a la voluntad de sus protagonistas y, por otro lado, de la resolución de la lucha entre fuerzas políticas que encarnan proyectos antagónicos.
- La revolución corta.
La cronología corta circunscribe la revolución mexicana a lapso que va de 1910 a 1917. José Ortega y Gasset ha observado que las revoluciones en Nuestra América emiten, “como la urraca de la pampa argentina” (se refería, obviamente al tero), señales engañadoras y si la insurgencia de 1810 amagaba con ser una revolución social para rematar en revolución conservadora, el proceso que se inició un siglo más tarde, por el contrario, se anunciaba como una reforma política que desembocaría en una revolución social. La Revolución Mexicana comenzó, efectivamente, con el reclamo de apertura política y transparencia electoral en el marco de la ya muy prolongada dictadura de Porfirio Díaz. Sin embargo, de manera inmediata se colaron por la brecha abierta por la exigencia reformista, las demandas de tierra y libertad del campesinado mexicano, secularmente agobiado por el peso del latifundio que, gestado en el período colonial, había sobrevivido y se había reforzado en las turbulentas décadas que siguieron a la declaración de la independencia, en 1821. Aunque bien intencionada, la Reforma liberal impulsada por el presidente Juárez al promediar el siglo XIX, si había logrado desamortizar las manos muertas (propiedad eclesiástica) y los latifundios seculares, dada la ausencia de sectores medios aptos para conformar una capa de farmers, sólo sirvió para regenerar y reforzar la gran propiedad a costa de la comuna rural. Será esta la nueva clase dominante que tendrá en el Porfiriato su expresión política.
Como toda revolución, la mexicana abría en su primera etapa una instancia de disputa entre corrientes radicalizadas y moderadas. Esta disputa se resolvió en favor del bando constitucionalista, encarnado en la figura de Venustiano Carranza. Bajo la coartada del realismo político, la hegemonía de Carranza supuso, la instancia “ordenadora” a la que todo proceso revolucionario parece fatalmente condenado. La tarea histórica del constitucionalismo carrancista fue la liquidación de las corrientes más radicalizadas, por cierto, el agrarismo encarnado en Emiliano Zapata y-aspecto menos conocido del proceso revolucionario-el anarquismo de los hermanos Flores Magón. En principio, Carranza habría sido a la primera etapa de la Revolución Mexicana lo que Cronwell fue a la Revolución Inglesa o Napoleón a la Revolución Francesa. - Institucionalización en la Revolución.
Sin embargo, el congreso de Querétaro no comportó la institucionalización, que históricamente remata todo proceso revolucionario. En la década de 1920 se abrió una nueva fase de turbulencias que terminó por saldar dos cuentas pendientes, ambas en plano de la superestructura: la liquidación definitiva del caudillaje militar y, la resolución del conflicto ideológico con la Iglesia; en este sentido, la guerra cristera, motivada en parte por el programa de secularización encarado por el presidente Plutarco Elías Calles, vino a resolver la cuestión inherente a la creación de un Estado laico, liberado de la tutela ideológica de la Iglesia católica.
Si nos atenemos a la cronología larga, la revolución mexicana debería ser concebida como un proceso de duración extendida, que sólo se clausura al promediar el siglo XX. Visto de esta manera, lo que en sentido propio debiera llamarse Revolución son los momentos de ruptura en el seno de este proceso. Así pues, el proceso largo contiene en su seno varios ciclos de clausura e inicio. El proceso de institucionalización definitiva de la Revolución comienza tras la desaparición violenta, en 1928, de Álvaro Obregón, último epígono de la fase caudillista. Ésta se supera con la creación del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Siempre es oportuno evocar la concepción sustentada por Gramsci: el Príncipe, esto es, el demiurgo del Estado, no encarna necesariamente en una persona individual y el ejemplo mexicano muestra que muy bien puede hacerlo en un ente corporativo, un partido político.
Leviatán de la revolución, el PRI auspiciará también sus últimos gestos revolucionarios. En rigor, la etapa correspondiente a la presidencia de Lázaro Cárdenas (1936-1940) comporta un giro bonapartista, en la medida en que la elite dirigente se recuesta en las clases populares, obreros y campesinos, para contrapesar el poder de las facciones disidentes al interior de un Estado que condensa las contradicciones de la base social. Encarna también una revolución nacional que, al tiempo que consolida el Estado y amplía la base ciudadana, impulsa una etapa de desarrollo capitalista con redistribución del ingreso, justicia social, nacionalización de los recursos energéticos, de la red ferroviaria y, sobre todo, acelera una reforma agraria que combinaba elementos de la propiedad burguesa con aspectos de la propiedad comunal: el ejido, esa institución tan mexicana, que sustraía al mercado inmobiliario una propiedad comunal inalienable.
El post cardenismo supone el giro liberal y a la vez desarrollista del régimen. Bajo las administraciones de Ávila Camacho y Miguel Alemán y bajo la luz de una relectura crítica del pasado inmediato, se clausura la política distribucionista del cardenismo. Pero esta fase no es una suerte de neoliberalismo avant la letre; sintoniza, más bien, con la etapa desarrollista que, con diversos ritmos y avatares, se despliega en América Latina durante la post guerra. Como proyecto de acumulación capitalista abierto al concurso de la inversión multinacional, la última entapa de la revolución larga, debía forzosamente implicar la intensificación del trabajo en una industria emergente y el uso “racional” de la tierra, incompatible con el ejido, verdadera traba que bloqueaba el desarrollo del capitalismo en las áreas rurales. En su fase final, la Revolución se devoraba a quienes habían sido sus principales destinatarios: el campesinado y la clase obrera y preparaba el terreno a la situación presente.
A modo de conclusión
Hemos tratado a la Revolución Mexicana como un ciclo histórico largo, jalonado por momentos de inicios y clausuras. La Revolución clausuró el viejo latifundio hispánico- criollo, habilitó y clausuró también los programas radicales sustentados por los agraristas y los anarquistas. Al liquidar las formas tradicionales de la política criolla (el caudillaje) y secularizar el Estado y la educación pública, inició un proceso de construcción nacional, creando para ello una forma de institucionalidad que, a la manera del Príncipe (aunque trascendiendo las personas que administraban el aparato estatal) edificó el moderno Estado mexicano.
Pero, ¿qué significa la Revolución Mexicana hoy? Contra la tesis de Adolfo Gilly, las revoluciones no se congelan; porque las luchas sociales no se congelan. En todo caso, quedan siempre abiertas y también se resignifican. Como observa Borges respecto ciertos novelistas, los actores políticos generan sus propios antecedentes históricos (eso que, traducido a la jerga posmoderna vendría a ser el relato o la narrativa). La todavía incipiente experiencia de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) supone la clausura de la democracia neoliberal alumbrada en el presente siglo, tras el agotamiento del PRI. También un nuevo comienzo, imposible de caracterizar aún. No obstante, hay ciertos indicios que, a poco andar, nos autorizan a bosquejar algunos rasgos: AMLO rehabilita una vieja tradición de la política exterior mexicana, el principio de autodeterminación de los pueblos; en la línea de Vasconcelos, vuelve a apelar a las raíces originarias de la cultura mexicana; finalmente, en la medida en que denomina a su propio movimiento la cuarta transformación, lo ubica en una línea de continuidad histórica que abarca la Insurgencia de comienzos del siglo XIX, la Reforma juarista de mediados del mismo siglo y la Revolución Mexicana del siglo XX. No es poco para empezar.
La aliteración Príncipe-PRI, no parece casual.
Roberto Izquierdo, licenciado y profesor de historia (UBA). Se desempeña como docente e investigador en la UBA y como profesor de historia en establecimientos secundarios de la Ciudad de Buenos Aires. Es autor del libro Tiempo de trabajadores. Los obreros del tabaco. Buenos Aires, Imago Mundi, 2008 y de numerosos artículos y ponencias vinculadas a su especialidad.