Antes de evaporarme definitivamente, le paso un brazo por los hombros como si pagara una deuda o algo así. Ella no se percata de nada. Cosa común en ella. Noto la bienvenida y a la vez la despedida en su mirada que nunca conocí blanda. Se inclina sobre mí, o de lo que habría sido yo. Proyecto cada instante. Retrocede unos pasos y hace su ritual (no el mío) de los domingos. Puedo adivinar que a mitad del cigarrillo, los labios le van a temblar un poco como si le avisaran «ahora es el momento, ahora» y lo arrojara hacia mí, hacia el lugar donde estaría mi boca entreabierta, a la espera de aquel pucho como de un beso, que ella siente como sagrado. Por las plantas de mis pies sube el recuerdo del paso del subte, el antiguo viento que parpadea entre hojas descoloridas y ausentes.
A veces me olvido en este frescor, que acá no existe la luz aunque de cierta sería inútil tenerla. Sospecho la hora, me imagino el olor a amanecer. Sueño con mi guitarra arriba de la cama, sueño que enciendo a mi primer compañero de la mañana y fumo y me observo a mí mismo, horizontal: como a otro.
Veo las manchas de humedad que decoran el techo, les rezo y me sonríen, a oscuras hablo solo… Y me tengo de testigo, sonriendo.
Cigarrillo por medio, cargo los pulmones de esperanza; descalzo, con el esqueleto pesado, un hilo de humo arranca una lágrima guardada en uno de mis ojos; ¿Bronca y tristeza desde tan temprano y desde tan adentro del pecho? Creía que esa costumbre ya no sería parte de las mías. Apreto el pucho entre los dientes y con andar de astronauta, me ubico en una ronda, alrededor de un largo banco de madera, con otros cráneos que enseguida se sientan. Asentimos a lo que tenemos adelante, sin remedio. Fumando, me acompaño; casi seguro que el sol estará tirante, allá afuera, sobre los desteñidos arboles. Imagino que la soledad avejenta aún más el muro contiguo a las vías, enfrente de mi casa. Suelto los pasos, fatigado por el silencio impuesto, cortado por murmullos, sin caras.
Las cuatro piernas que cruzaron en diagonal hacia mí, aquella vez, con más maña que ferocidad, ese día me arrebataron la memoria. Y sólo quedó ella con su espera de domingos, sus dos cigarrillos de silencio, y su retirada lenta. Rasgará la telaraña del atardecer con sus pasos ceremoniosos, tal vez con algún pensamiento resoplando sobre la avenida de la ciudad las figuras que cobro en sus pupilas.
_ Hoy estuve con Victor_ dirá seguramente al llegar al barrio con alguien que se cruzara en su edificio, aunque no se lo hayan preguntando. Jubilosa dirá :
_ Le colgué las cintas con los colores de Boca.
Se irá rápido, ocultándose de la mirada de piedad, de la palmada cordial. Se meterá en la casa como en una guarida, llena de retratos con mi cara, cerrará la puerta con doble llave y respirará hondo, al formarse la corona azulada de la hornalla. El volumen bajo del televisor saldrá del dormitorio, él se verá bajo los marcos de la puerta. Frotándose en la cara una siesta que nunca existió, porque él sabía de dónde venía ella. Verá la pava arriba del fuego durante un rato. Casi sin mirarse, se mirarán. Ella se dispondrá a poner la mesa para el almuerzo, y antes de sentarse, gritará:
_¡Victor, a comer..!
Federico Vecchio, escritor, poeta, actor. Estudió con Dalmiro Sáenz, Vicente Zito Lema; teatro con Pablo de Nito, Omar Fantini, Pompeyo Audiver; periodismo de investigación en la Universidad de Las Madres. Ha editado el libro de cuentos «Huérfana luz de invierno» (2010).
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