París era una fiesta para Hemingway, como Manhattan lo fue, quizá, para Dos Passos, o Madrid, para Francisco Umbral. Sucede que la ciudad, según piensan muchos novelistas, es en sí misma un festival de posibilidades literarias, cuando no la propia protagonista de la historia. En efecto, la ciudad es materia viva, proteiforme, una suerte de Argos, cuyos miles de ojos se corresponden con los ojos de sus miles de habitantes, ojos que muchas veces se posan en las páginas de libros que hablan de ciudades, multiplicando ad nauseam el fenómeno.
Sí, la ciudad como ámbito, como zona sagrada, como hecho inevitablemente literario. Una ciudad que se hizo más ciudad cuando los escritores alabaron sus virtudes, para luego subrayar con precisión sus tantísimos defectos: la ciudad que recorría Baudelaire para dar testimonio del cambio de ropaje de los siglos (lo que me lleva a preguntar qué ropaje lucirá este siglo que nos pisa); la ciudad que Dickens enfrentó con otra para que sepamos en cuál de ellas se vivía el mejor de los tiempos y en cuál de ellas el peor; la ciudad que, según Clarín, «dormía la siesta», como suponemos que no lo hacía la Regenta; la ciudad a la que Borges acreditaba sus fervores, como un enfermero que coloca un termómetro a un paciente que se reconoce tumbado por la fiebre (desahuciado, pero vivo); la ciudad a la que Girondo retrataba desde algún viejo tranvía, cuyo traqueteo le hacía distorsionar ciertos contornos, hasta que la mismísima imagen resultante se nos tornase indiscernible.
En cada una de estas ciudades reelaboradas, revividas por la letra, una fiesta de palabras se celebra cada vez que nos convoca la lectura: el rito del lenguaje, el carnaval de las ideas, la procesión de la sintaxis y el estilo. Cómo no querer hacer turismo de esta forma, cómo no querer perderse en los suburbios de la literatura citadina.
Sin embargo, por momentos, las ciudades pierden su natural iridiscencia y se vuelven cárceles ingentes y sin gente, espacios abiertos a la violencia y la codicia. En ocasiones como estas, experimentamos «una sensación de tránsito, de azar, casi de miedo», como dijo alguna vez Carson McCullers. Y esto se vuelca en la escritura, y los libros que entonces se publican describen una ciudad triste, desolada, secretamente interrumpida en su mágico fulgor. Es cuando vemos a los aguafiestas de siempre (obispos, militares, burócratas, agentes de bolsa, políticos conservadores y conservadores apolíticos, entre otros), relamiéndose los labios como hienas, con bochornoso e iletrado triunfalismo, disfrutando de la parálisis que deriva de todo certero ataque a la alegría.
¿Qué debemos hacer cuando esto ocurre? ¿Callarnos, encerrarnos en nuestras casas como si fueran modernos catafalcos? No lo creo. La fiesta debe continuar, como la vida. Y aunque las condiciones no sean las propicias, sigamos celebrando, porque la ciudad no debe perder nunca sus colores, y la literatura debe saber siempre, si no proporcionárselos, por lo menos, en algún punto, sugerírselos.
Flavio Crescenzi, poeta, ensayista, asesor linguístico y literario nacido en Córdoba (1973). Ha publicado libros y escritos en diversos medios.
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