Hace poco, por cuestiones laborales, tuve que releer un libro de Unamuno, uno de sus clásicos, uno de esos que aparecen mencionados en casi todas las reseñas, en cada biografía. No bien comencé con el texto introductorio, me topé con una frase a media página que aún resuena en mi memoria como una procesión, como un batiburrillo de voces contrahechas, como un cardumen de anchoas dentro de una copa de vino. «Los esclavizadores saben bien que mientras está el esclavo cantando a la libertad se consuela de su esclavitud y no piensa en romper sus cadenas»[1], señalaba el autor de La tía Tula. Inmediatamente sentí el impulso de escribir algo al respecto.
Es evidente que lo que el otrora rector de la Universidad de Salamanca intenta decirnos en esta singularísima frase tiene vinculaciones profundas con aquella vieja máxima que reza lo siguiente: «La libertad no se pide, se ejerce». Para Unamuno, el verbo pedir equivale al verbo cantar, y algo de razón tiene el ínclito vasco si, desde un punto de vista semántico, aceptamos el carácter francamente desiderativo de ambos verbos. Pero ¿qué sucede entonces con los poetas que le cantan o cantaron a la libertad? ¿Son acaso sus poemas meras distracciones? ¿Son acaso ellos cómplices del yugo? No lo creo. Y, para muestra, ahí tenemos a Miguel Hernández y su conocido verso «Para la libertad sangro, lucho, pervivo»[2], o al poeta Paul Éluard que, en su «pupitre y en los árboles / en la arena en la nieve»[3] y en tantas otras largas y surrealistas superficies, escribe la palabra libertad, esto es, su nombre exacto y decisivo.
Lo que nos lleva al meollo del asunto: la dificultad no radica en el canto o el pedido, sino en el tenor o la densidad del ejercicio. Intentaré explicarme. Cantar a la libertad sin tener muy en claro a qué se canta equivale a pedir una libertad que no se sabe a ciencia cierta en qué consiste. Aquí es donde, como anticipábamos, se impone la necesidad de sopesar el tenor o la densidad de ese canto, de ese pedido. Dicho de otro modo, el ejercicio ilimitado de la libertad puede derivar en opresión, pues no creo que exista nadie más libre —o, al menos, con la libertad de imponer su voluntad por encima de la de otros— que un tirano. ¿Y qué es lo que puede delimitar el ejercicio desmesurado de la libertad sin que tal delimitación suponga un arbitrario freno de ejercerla? Se me ocurre que solo puede hacerlo la justicia, es decir, lo que esta denota y representa. Sin embargo, aquí también tenemos un inconveniente: la tensión o incompatibilidad de ambos conceptos. Albert Camus planteaba el problema de esta forma: «La libertad absoluta es el derecho a dominar del más fuerte. Mantiene, por lo tanto, los conflictos que benefician a la injusticia. La justicia absoluta pasa por la supresión de toda contradicción: destruye la libertad. La revolución por la justicia y por la libertad termina poniendo a la una contra la otra»[4].
Desde que el grito de «Viva la libertad, carajo» reemplazó a otros gritos más humanos (y, por lo tanto, más valiosos), Argentina viene perdiendo volumen en cuestiones de justicia. El propio concepto de justicia social —que encontramos en la encíclica Rerum novarum del papa León XIII, pero también en la doctrina peronista— ha sido puesto en duda, cuando no negado o desautorizado, y huelga decir que otras formas más avanzadas de entender este concepto corrieron la misma suerte por defecto. La libertad, en este momento, es tan solo una excusa para reivindicar el egoísmo.
Por fortuna, quedan nichos, trincheras desde las cuales los que pensamos y escribimos podemos ejercer nuestra libertad con justicia y con belleza, pues no olvidemos que, como creían los griegos, lo justo es bello de por sí; trincheras, digo, desde las cuales la clara noción de ese otro humano (que, a su modo, nos define y nos completa) es razón suficiente para consagrarnos a una épica o a una lírica en la cual lo justo tonifique lo libre y lo libre suavice lo justo en cada una de sus múltiples aristas.
En efecto, la literatura, la poesía y el arte en general nos ofrecen, más que un refugio, un salvoconducto a partir del cual nuestras voces podrán escucharse a pesar de las tormentas, convirtiéndose en tormentas ellas mismas si la situación así lo exige. Aceptemos ese ofrecimiento y ejerzamos, con justicia, la libertad que se deduce de lo expuesto, pues, probablemente, esta sea la única que poseamos en verdad.
[1] Miguel de Unamuno. Vida de don Quijote y Sancho, Madrid, Editorial Alianza, 2015.
[2] Miguel Hernández. «El herido II», en El hombre acecha, Buenos Aires, Editorial Losada, 1960.
[3] Paul Éluard. «Libertad», en Capital del dolor, Madrid, Visor, 2016.
[4] Albert Camus. El hombre rebelde, Buenos Aires, Editorial Losada, 2000.
Flavio Crescenzi, escritor, poeta, ensayista, asesor linguístico y literario nacido en Córdoba (1973). Ha publicado libros y escritos en diversos medios.
