A lo largo de la historia, el tema de la espera ha sido tratado en un sinnúmero de libros. Y si nos circunscribimos al amado y convulso siglo XX, encontraremos títulos que ya forman parte de nuestro inconsciente colectivo, o, lo que es lo mismo (al menos, en este caso), de la siempre dinámica cultura de Occidente. Pensemos, sin ir más lejos, en Esperando a Godot, de Samuel Beckett, una obra de teatro en la que dos singulares personajes se entregan al más disparatado intercambio verbal mientras esperan infructuosamente la llegada de un hombre sin voz ni rostro ni pasado al que llaman Godot, obra que, a todas luces, pretende ser una parodia de aquella otra gran espera —por lo visto, igualmente infructuosa— sobre la cual se edificó la civilización judeocristiana.
Argentina, desde luego, posee también algunos ejemplos de valía, como El hombre que está solo y espera, de Raúl Scalabrini Ortiz, un ensayo que bien pudo haber sido la piedra angular de ese raro edificio a medio hacer que es el pensamiento nacional, o El aleph, de Jorge Luis Borges, en donde hallamos un cuento de perseguidos y asesinos, cuyo título no deja lugar a dudas: «La espera». Asimismo, podemos mencionar la trilogía novelística de Antonio Di Benedetto, integrada por Zama, El silenciero y Los suicidas, obras a las que —tal vez por «la unidad estilística y temática que las rige»[1]— muchos se refieren como la «trilogía de la espera». Como vemos, los ejemplos abundan; lo que no parecería ser casual.
Sucede que, independientemente de su aprovechamiento como tema literario, el concepto de espera está unido al universo de los libros. Este, sospecho, sería el quid de la cuestión. Fijémonos en un hecho indiscutible: todo libro supone, por lo menos, dos esperas, aquella en la que el libro aguarda ser abierto por alguien, sin importar quién sea, y aquella en la que el libro anhela que ese alguien sea el lector ideal, el lector soñado, ese que terminará por darles un sentido (de los muchos posibles) a las palabras impresas en sus páginas, ese que terminará por completarlo.
Pero existe otro tipo de espera, quizá la más relevante de todas, que es aquella que le imponemos al mundo circundante cuando estamos verdaderamente sumergidos en la lectura de un buen libro. En ella, el tiempo real en el que se mueve esta sociedad posindustrial y tecnológica, ese tiempo de arrebatos y de vértigo, de violencias y de apuro, queda por unos minutos (o tal vez por unas horas) suspendido en las afueras de la novela, el ensayo o el poema que leemos, provocando de esa forma una leve muesca en la tela que recubre el manual del buen ciudadano posmoderno, lo cual no es poca cosa. En efecto, lo que yo llamo lectura desinteresada, es decir, aquella que busca menos una utilidad práctica que una gratificación intelectual o estética, se ha convertido hoy en un pequeño acto sedicioso, en una sosegada revolución puertas adentro.
La conclusión se impone por su propio peso: no hay que esperar más, hay que decirle adiós a este teatro de crueldades y leer cuanto libro de ensayo, poesía o narrativa esté a nuestro alcance, por lo menos, hasta que nos sea posible llevar a cabo un acto sedicioso más vehemente, uno que de seguro nos obligará a empuñar instrumentos menos simbólicos, menos ligeros, como único y desesperado gesto de albedrío.
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[1] Juan José Saer. Prólogo a Trilogía: Zama, El silenciero, Los suicidas, de Antonio Di Benedetto, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2019.
Flavio Crescenzi, poeta, ensayista, asesor linguístico y literario nacido en Córdoba (1973). Ha publicado libros y escritos en diversos medios.
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