Francisco J. Fernández: «Matar al pelícano»

Sólo es hermoso el pájaro cuando muere destruido por la poesía.
Leopoldo María Panero, El último hombre

         Me inicié en la poesía de Leopoldo María Panero (1948-2014) a finales de los años ochenta del pasado siglo, todavía estudiante. Poco después lo conocería personalmente y lo trataría algo más que de vez en cuando[1]. Amigos como Jon Baltza[2] o Imanol Gómez[3] me habían hablado de él y sufrido el deslumbramiento que yo mismo habría de padecer a continuación. En efecto, encontrábamos en sus poemas algo absolutamente distinto a lo acostumbrado. En otras palabras, una voz singular y un fraseo inédito[4], una delicadeza romántica que se sostenía sobre excrementos y orines, menstruos y semen, falos y anos, pero también cierta voluntad teórica, pues no era extraño que trufara sus textos con referencias filosóficas (Hegel, Nietzsche, Deleuze…) o psicoanalíticas (Freud, Jung, Lacan…), incluso en el cuerpo lírico de sus libros de poemas, lo que nos producía un efecto sorprendente, entre otras cosas porque Leopoldo tenía una gran capacidad para manejar significantes prohibidos o incómodos y vomitárselos a los biempensantes. Pero es que a todo ello se añadía una biografía imposible[5]. Aunque es cierto que Leopoldo alcanzó cierta notoriedad pública (sobre todo por la película de Jaime Chávarri, El desencanto, de 1976[6]), también lo es que conoció tentativas suicidas, abuso de tóxicos, la cárcel y el encierro psiquiátrico. En este último sentido el poema que entonces me fascinó pertenece a su libro Poemas del Manicomio de Mondragón (Madrid, Hiperión, 1987). A duras penas puedo leer la dedicatoria manuscrita de mi ejemplar: «Para Frank, para que comience [?] los misterios de la Nada». Dice así:

EL LOCO MIRANDO DESDE LA PUERTA DEL JARDÍN

Hombre normal que por un momento
cruzas tu vida con la del esperpento
has de saber que no fue por matar al pelícano
sino por nada por lo que yazgo aquí entre otros sepulcros
y que a nada sino al azar y a ninguna voluntad sagrada
de demonio o de dios debo mi ruina.

         Me aprendí aquel poema y aún de cor lo recito. Docenas de veces; en ocasiones, imitando la voz cavernosa de Leopoldo así como su propia manera de declamar, que parecía requerir un solo aliento y acabar con una risotada siniestra, por no decir un eructo de cerveza; en otras, intentando solucionar ciertos problemas prosódicos que el poema arrastraba. En cuanto a la naturaleza de este, se trata de un aviso exculpatorio[7], con un toque parenético. Ahora bien, la cosa no se queda ahí. En verdad que en el interior del poema hay un punto oscuro, un enigma; a saber: matar al pelícano. No es sólo que no se sepa demasiado bien qué se quiere decir con esta expresión, sino sencillamente qué se está diciendo. El resto del poema no presenta mayor dificultad. El sujeto de la enunciación es un loco (un esperpento, un hombre cermeño, quizá) que advierte de algo a alguien. Se lo advierte en efecto al hombre normal, donde ha de resonar necesariamente el homo normalis de Wilhelm Reich[8]. Los sepulcros son los locos y yacer no es más que estar encerrado. El deíctico aquí nos lo resuelve el propio título del libro: el manicomio, en Mondragón (España), provincia de Guipúzcoa, en el País Vasco, donde Leopoldo María Panero estuvo recluido durante mucho tiempo[9], aunque en un régimen de semilibertad que le permitía durante los fines de semana visitar en Irún a su desoladora madre[10], Felicidad Blanc (1913-1990)[11].
         Más de una vez fui a visitarla, solo o acompañado de Leopoldo (después tal vez de haber ido juntos a alguna librería y ponerse a comprobar erratas de sus propios libros; así se hacía una idea del grado del engaño de sus editores respecto de las ediciones que le decían que hacían). Una tarde hasta me atreví a leerles algunas de mis cosas. Cuando mis pobres poemas recordaban –supongamos– a Luis Cernuda o Jaime Gil de Biedma, ella cabeceaba asintiendo mientras que Leopoldo bufaba; cuando mis poemas se llenaban de sapos y ratas, de maldiciones o exabruptos, Leopoldo reía de satisfacción y ella negaba frunciendo el ceño.
         Pero es que la risa de Leopoldo tenía que ver con que no admitía que el poema fuera subsidiario: había de ser su propio referente. De alguna forma, el poema había de serlo todo. Por otro lado, ni el mismísimo Dios podía estar por cima. Esta enormidad tiene que ver con cierta sutura poética de las verdades (cfr. Alain Badiou), a la que me parece que Panero se inclinaba. No es, por otra parte, una posición absolutamente singular y, de hecho, se pueden encontrar otros ejemplos sin demasiada dificultad: el último Heidegger y Borges y antes Mallarmé o San Juan de la Cruz. En esta operación especulativa reside el interés y los límites de la poesía de Panero, pues olvidaba al realizarla que no toda verdad es poética, aunque muchas lo sean.
         Lo que sí era singular en Leopoldo es el tesón con que defendía ese estatuto del poema. Con su propia vida, cabría decir, pues Leopoldo no necesitaba de la página escrita para ser poeta, o quizá no tanto como él mismo creyera. Su continuo farfullar era poético y hasta sus pantalones meados y sus dedos de cadmio por el tabaco versos a la espera de un haiku que los acogiera.
         Desde muy pronto desarrollé un interés mayúsculo por desentrañar la articulación de esa sutura, de esa potencia allendecolonizadora, de ese privilegio concedido. Me fijaba en sus poemas, en sus poemarios, en su obra entera, ya fuera ensayística o narrativa, lírica o periodística. Me daba cuenta de que, a medida que me alejaba del lugar concreto en que aparecía una supuesta verdad, mis certezas disminuían. Cuando la instancia era más exterior, no había forma de evitar la arbitrariedad. Para esta ocasión he movilizado todos mis recursos (y hasta los ajenos) con el propósito de dar cuenta de ese pelicanicidio. No he obtenido especiales frutos, aun cuando por el camino asomen algunas briznas de inteligibilidad.
         Si nos limitamos al solo poema e intentamos extraer conclusiones sirviéndonos de la lógica elemental[12], de tal forma que convirtiéramos el «no fue por matar al pelícano / sino por nada por lo que yazgo aquí entre otros sepulcros» en «Si yazgo entre sepulcros, entonces no fue por matar al pelícano» (p → ¬q) y, en consecuencia, «No es el caso que yazga entre sepulcros y fuera por matar al pelícano» ¬(p & q), el resultado no dejaría de ser insatisfactorio, aun cuando pudiéramos deducir indefinidamente ad libitum, por no decir ad nauseam: «O no yazgo entre sepulcros o no fue por matar al pelícano», es decir (¬p V ¬q), en virtud de las leyes de Morgan, o mediante contraposición: «Si fue por matar al pelícano, entonces no yacería entre otros sepulcros» (q → ¬p), et caetera. La validez de todo ello será la que tenga, pero algo está claro: no hemos desbordado en ningún caso la página.
         Si, no obstante, damos ese paso y acudimos a otros lugares de su obra, entonces nos encontraremos con que el pelícano puede estar disecado («Debajo de mí / yace un hombre / y el semen / sobre el cementerio / y un pelícano disecado creado nunca ni antes […]» o ser blanco («avanza como un pelícano blanco / maltratando el canto del cisne»[13]), que puede escupir «sobre mi boca» o «caer sobre las sombras», incluso convertirse en la «oscura silueta de la página», como dice en otros momentos. Es más, puede volver a ser muerto «para matar al llanto» y acompañarlo de un «tintinear de cascabeles». ¿Qué precio se paga por determinar mejor la muerte del pelícano? ¿Y no se está suponiendo que la significación es estable?
         Por fin, si, en un tercer momento, nos salimos de la obra y acudimos a un exterior difuso, las cosas se vuelven tan sorprendentes como escurridizas. Cabe, es verdad, remontarse a simbologías varias (¿acaso no declaraba el propio Panero que «El pelícano es el símbolo de Dios»?[14]), como las recogidas en bestiarios medievales, donde el pelícano hería los ojos de sus hijos[15], o las derivadas –como me sugiere mi amigo Miguel Ángel Unanua– de Les Chants de Maldoror del Comte de Lautréamont[16], increíblemente exactas, por otra parte[17], o, incluso, cabe irse aún más lejos, a Deuteronomium (14, 18), donde se puede leer, a propósito de las aves impuras, onocrotalum, es decir, pelícano o alcatraz[18], aunque otras versiones hagan corresponder el pelícano con el mergulum del versículo precedente, lo cual tiene, después de todo, mucha gracia, porque mergulum es el somormujo o somorgujón (como se lee en la General Storia de Alfonso X el Sabio, cuando se glosaba este pasaje bíblico). En fin, esto ultimo me hace recordar que Leopoldo me contó una vez que Pere Gimferrer le había reprochado que hiciera aparecer un somormujo en sus poemas cuando lo desconocía todo acerca de ese pájaro, salvo el hecho de que su nombre fuera eufónico. ¿Qué secreta conexión hizo que Jon Baltza tradujera precisamente aquel poema al dialecto roncalés (extinto) del euskera? «Te mataré mañana cuando la luna salga / y el primer somormujo me diga su palabra… («Proyecto de un beso», El último hombre, 1983)
         Mi impotencia reside en lo siguiente: en que no soy capaz de anclar de manera estricta todas estas referencias al desarrollo del artefacto poético concreto. Veo ciertos mimbres entreguardados, pero no basta con eso; es preciso armar el cesto completo.
         Ahora bien, la página lo es todo, según parece. ¡A saber de dónde procede tal fantasma! No puedo evitar evocar el epitafio que el padre de nuestro poeta, Leopoldo Panero (1909-1962), eligió para su tumba. He aquí el comienzo: «Ha muerto / acribillado por los besos de sus hijos, / absuelto por los ojos más dulcemente azules / y con el corazón más tranquilo que otros días / el poeta Leopoldo Panero, […]»[19]. Acribillado. Acribillado por los besos. Acribillado por los besos de sus hijos. ¡Va a resultar que un enigma se apoya en otro! Como ya sabía el Leibniz de la Monadología (cfr. § 36), una infinidad de causas determinan nuestra escritura. Esta se sostiene sobre una imposibilidad (la prueba es Sade, defiende Panero[20]), pero es que resulta asimismo que la lectura también. Ahora bien, tal vez se trate de eso solamente: de perseguir esos imposibles. Algunos ponen en juego su hacienda, otros su salud, tal vez alguno su alma, seguramente Leopoldo su vida entera.
         La cuestión es entonces cómo todas esas cosas llegaron a ciertos corazones (el de unos muchachos sensibles e inteligentes), convertidos desde entonces en dérisoires martyres de un desastre. Desde luego tuvo que ver con cierta capacidad de transcendencia de esos poemas ensimismados. De hecho, Leopoldo nos recomendaba leer a los ingleses, para curarnos del pecado de la cursilería. Creo que esta admonición de Panero tuvo algunos efectos en Imanol Gómez, que se ha dedicado a traducir y editar a Robert Nye, Martin Seymour-Smith o Norman Cameron, aun cuando Leopoldo, probablemente, estuviera pensando más bien en W. H. Auden o W. B. Yeats, tal vez T. S. Eliot (¿o en Byron y Shelley?). En cuanto a Jon Baltza, en seguida aprendió a imitar los sesgos y arbitrariedades de Panero, como en este poema suyo: «OMBRE QUE EN EL JARDÍN RELATAS EL devenir de los insectos / y como ellos con las flores copulas / ¿cuál de los abismos de mi cuerpo / escogerás como tumba?». En una empercudida servilleta de bar encuentro precisamente su versión vascongada de un poema que nos gustaba mucho, «A Francisco»: «Xuabe arriskua lez zulatu zenuen egun batean / zure esku ezinezkoaz gauerdi xanporra / eta zure eskuak ene bizitza balio zuen, eta bizitza asko / eta zure ezpain ia mutuek pentsamendua zer zen zioten. / Gau bat iragan nuen zuri estekaturik bizitz-arbola bati antzo / zeren arriskua lez xuabe baitzinen, / bizirik segitzearen arriskua lez.»[21]
         Tras ello, comenzó a perder el interés, y tal vez los demás también. De hecho, aquellos amigos se separaron poco después y no han vuelto a verse. Los convoco aquí como en aquelarre para poder danzar por un momento en torno a todos estos versos rotos, pues no escribo esto para que se lea (¡que se me pudran los dientes si abrigo esa presunción!), sino para comprobar si los falos que fuimos recuperan el vigor que tuvieron y se atreven a escupir semen a los alcatraces que nos ciernen.


[1]«De la locura», incluido en Francisco J. Fernández, El resto de la idea, Círculo rojo, 2022, pp. 261-263.
[2]Hace más de veinte años, le decía a Jon Baltza: «tal vez los dioses se lo concedieron a Leopoldo y de ahí que en sus poemas esté reclamando a todas horas nombres con que vestirse» (Francisco J. Fernández & Jon Baltza, El descrédito de los quilates. Efectos de palabra, Irún, Iralka, 1999, p. 21).
[3]Imanol Gómez Martín, «Simulacro en la poesía de L. M. Panero (Una teórica de la perversión)», en Iralka-Blítyri, n.º 14, octubre 1999-marzo 2000, pp. 43-44.
[4]Detectado tempranamente por Pere Gimferrer, cfr. Túa Blesa, Leopoldo María Panero, el último poeta, Madrid, Valdemar, 1995, p. 24.
[5]Cfr. J. Benito Fernández, El contorno del abismo. Vida y leyenda de Leopoldo María Panero, Barcelona, Tusquets, 1999. Ha merecido, incluso, alguna tesis doctoral desde el ámbito de la psiquiatría. Véase, por ejemplo, José Daniel Gutiérrez Castillo, Psicopatobiografía de Leopoldo María Panero, Universidad de Málaga, 2015.
[6]En 1994, el director de cine Ricardo Franco dirigió Después de tantos años, un documental que retomaba la vida de los Panero supervivientes.
[7]Cfr. «Del rechazo», incluido en Francisco J. Fernández, El resto de la idea, Círculo rojo, 2022, pp. 285-287.
[8]Cfr. Leopoldo María Panero, El Tarot del Inconsciente Anónimo, Madrid, Valdemar, 1997, p. 25.
[9]«El loquero sabe el sabor de mi orina / y yo el gusto de sus manos surcando mis mejillas / ello prueba que el destino de las ratas / es semejante al destino de los hombres» (Poemas del Manicomio de Mondragón, edición citada, p. 19).
[10]El poema «MA MÈRE» se inicia con la siguiente dedicatoria: «A mi desoladora madre, con esa extraña mezcla de compasión y náusea que puede sólo experimentar quien conoce la causa, banal y sórdida, quizá, de tanto, tanto desastre» (incluido en Narciso en el acorde último de las flautas, 1979; vid. Leopoldo María Panero, edición de Eugenio García Fernández, Poesía 1970-1985, Madrid, Visor, 1986, p. 131).
[11]Nos dejó un libro notable, véase Felicidad Blanc, Espejo de sombras, Barcelona, Argos Vergara, 1977.
[12]No hay que olvidar que Leopoldo María Panero editó en los años 70 una controvertida traducción de buena parte de los textos menores del lógico y escritor Lewis Carroll: Matemática demente, Barcelona, Tusquets, 2006. Alejandro Arozamena Coterillo me sugiere, entre otras cosas (como incidir en el aspecto cristológico del romanticismo de Leopoldo: «Mujer, / no te arrodilles más ante / tu hijo muerto. / Bésame en los labios / como nunca hiciste / y olvida el nombre / maldito / de Jesucristo.», dice en Poemas del Manicomio de Mondragón, ed. cit., p. 53) evocar un poema de Edward Lear (1812-1888), también (per)versionado por Panero, donde aparece un coro de pelícanos.
[13]Versos como este son los que hacen que conceda cierta credibilidad a la propuesta de mi amigo Óscar Sánchez Vadillo, el cual propone ensayar la contraposición del cisne y el pelícano, relacionando la pureza del cisne con la de la página en blanco (que hace remontar a parnasianos y simbolistas), mancillada por la tinta (¡Pelikan! –das ist natürlich klar–, la mejor para mantenerse indeleble en los brazos de los hombres).
[14]Juan-Eduardo Cirlot: «Ave acuática de la cual se suponía legendariamente que amaba tanto a sus crías que las alimentaba con su sangre, para lo cual se abría el pecho a picotazos. Es una de las más conocidas alegoría de Cristo. Así aparece en el emblema LXX de la Ars Symbolica de Boschius.» (Diccionario de símbolos, Barcelona, Labor, 1992. p. 356)
[15]Alan D. Deyermond, «Catro aves do bestiario na España medieval», Eduga: revista galega do ensino, 34, 2002, pp. 15-48.
[16]Isidore Ducasse, Oeuvres complètes, Paris, Le Livre de Poche, 1963. Especialmente el Canto V, p. 269 y ss. Por cierto, Lautreámont dice en un momento: «j’aurais besoin qu’un de ces oiseaux fût placé sur ma table de travaille, quand même il ne serait qu’empaillé [disecado].» (p. 271)
[17]«Por allí transita el hombre-pelícano de complexión humana y cabeza palmípeda, que acabará convirtiéndose en faro para advertir a los navegantes sobre las malas artes de las hechiceras» (Iván Moure Pazos, «Les Chants de Maldoror y La Biblia a través de la iconografía bestiaria», Castilla. Estudios de literatura, 2, 2011, p. 265).
[18]Pedro Redondo Reyes me comenta que en Plinio y Marcial el onocrótalo puede ser tanto el pelícano como el alcatraz. De paso me recomienda echar un vistazo a La interpretación de los sueños (Ὀνειροκριτικὰ) de Artemidoro de Daldis (siglo II d. C.), pues este había relacionado la figura onírica del pelícano con hombres necios y desconsiderados, además de irreflexivos.
[19]Epitafio al que su hijo contestaba en «Glosa a un epitafio (Carta al padre)», donde para tal vez la sorpresa de algunos se muestra tierno y esperanzado, como casi nunca: «¡oh quién nos traerá la rima / la música, el sonido que rompa la campana / de la asfixia y el cristal borroso / de lo posible, la música del beso!» (Leopoldo María Panero, Agujero llamado Nevermore (Selección poética, 1968-1992), edición de Jenaro Talens, Madrid, Cátedra, 1992, p. 126)
[20]Leopoldo María Panero, «Sade o la imposibilidad», incluido en Marqués de Sade, Cuentos, historietas y leyendas, Madrid, M. E. editores, 1994, pp. 5-47.
[21]«Suave como el peligro atravesaste un día / con tu mano imposible la frágil medianoche / y tu mano valía mi vida, y muchas vidas / y tus labios casi mudos decían lo que era el pensamiento. / Pasé una noche a ti pegado como a un árbol de vida / porque eras suave como el peligro, / como el peligro de vivir de nuevo.» (Last River together, Madrid, Ayuso, 1980, p. 11)


Francisco J. Fernández, filósofo, escritor, docente, investigador (San Sebastián, 1967, España) es doctor en filosofía con una tesis sobre la teoría de los principios de Leibniz. Profesor en la Universidad de Jaén, fue después investigador en la Universidad del País Vasco. Actualmente es profesor de Enseñanzas Medias. Entre sus publicaciones destacan El filósofo del océano (Iralka, 1998), El descrédito de los quilates (junto a Jon Baltza, 1999), El ajedrez de la filosofía (Plaza y Valdés, 2010), Los huesos de Leibniz (Akal, 2015), Lycofrón (Círculo rojo, 2021), El resto de la idea (Círculo rojo, 2022), Nanna (2023).
fjfernandezgar@yahoo.es

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