Si en un postapocalipsis un investigador (extraterrestre o afortunado sobreviviente, lo mismo da) intenta saber como era la vida en la Tierra, antes de la desaparición de la humanidad, y encuentra un disco duro lleno de películas, podría anunciar el hallazgo científico más importante de su exploración. El cine, nacido de su vocación de representar la realidad, registró tanto en documental como en ficción los más variados aspectos de la actividad humana. Si la vida cotidiana de la Antigua Pompeya pudo ser reconstruida a partir de quedar impresa en ceniza endurecida, las costumbres de todo el orbe posterior a 1895 (fecha iniciática del cine) lo serían desde fotogramas o el soporte de imágenes que hubiera sobrevivido la catástrofe.
Se suele repetir como una máxima que “Todo documental es una ficción; toda ficción es un documental”. Lo cierto de esta frase es que aún las películas de ficción cuya intención no es documentar, lo hacen dejando plasmados lugares, tipos humanos, costumbres. Aun los que reconstruyen artificialmente el mundo real en un estudio para instalarlo frente a una cámara, justamente se documentan para lograr la mayor verosimilitud posible.
Dice David Bordwel en “El arte cinematográfico” (1) sobre la narración clásica en el cine, es decir el modo narrativo instituido por Hollywood y que impregna la mayoría de las cinematografías mundiales “Las configuraciones espaciales se motivan por el realismo (una oficina de un periódico debe tener mesas, máquinas de escribir y teléfonos) y, principalmente, por necesidades compositivas (la mesa y la máquina de escribir se usarán para escribir noticias significativas; los teléfonos forman enlaces importantes entre los personajes).”
Las películas pueden narrar historias casi imposibles en la realidad, pero en espacios que nos hagan creer que estamos en ella.
Sin esperar el apocalipsis ni apelar a los extraterrestres, nosotros mismos, utilizamos las películas de otras décadas que mostraban su actualidad y las de reconstrucción de época para informarnos sobre cómo se vivía entonces. Una tesis para una academia de historia requerirá mucha más información, pero si se trata de “darnos una idea” su utilidad es innegable. Por ejemplo: “Ladrones de bicicletas” (1948) nos hace saber cómo era la Italia de posguerra, sus edificios unos destruidos, otros en construcción, las costumbres de su gente, su vestuario, su vivienda, su problemática social. Ejemplo no tomado al azar ya que el Neorrealismo italiano, tuvo una intención de imprimir a la ficción un rasgo documental. Pero tomemos un ejemplo opuesto como una película de Hitchcock, cuya intención fundamental es hacer gozar al público de una hora y media de suspenso como “Psicosis” (1960), ¿no nos ilustra sobre como eran los autos, moteles, vestuario, edificios de la época? ¿sobre las relaciones humanas, desde la interacción habitual en una oficina, pasando por una relación de pareja hasta las extremas de locura y asesinato? ¿no es la escena de la ducha el perfecto documento de la violencia?
Piense el lector en cualquier película al azar, independientemente de su calidad, y encontrará por lo menos algún fragmento que le servirá al curioso investigador postapocalítico para develar como era y como se vivía en ese mundo antes de su extinción.
Una obra maestra de la ficción como “Psicosis” tiene en común con casi todos los films, que testimonia sobre espacios, personas, conductas, costumbres. Pero dentro de este concepto tiene un rasgo poco frecuente en la mayoría de las obras audiovisuales (lo digo así para abarcar también a la televisión) y es la mención de cifras de dinero. Me dirán que montones de películas hablan de dinero y es cierto, pero cuando lo hacen lo transforman en un símbolo incuantificable de varias maneras. La más habitual es, por ejemplo “el robo de un millón de dólares”, que la inflación internacional fue convirtiendo con el tiempo en diez, cien, mil millones. Esas cifras excesivas se convierten en un signo de “muchísimo dinero”, “un montón de biyuya”; la cifra no importa, el espectador puede olvidar su exactitud durante la película, sin dejar de entender que pasa. El noventa y cinco por ciento, si no más, de los espectadores no verá (ni poseerá) esas cantidades en toda su vida.
La particularidad a que me refiero con las cifras señaladas en “Psicosis” tienen que ver con su cotidianeidad, con lo accesible. El robo de U$S 40000, la compra de un auto por U$S 700, el pago de una habitación U$S 10 por día. Dólares de 1960, ajústese a 2021 multiplicándolo por 5 o 6 más o menos. Cifras mucho más tangibles para una gran masa de personas.
Seguro que hallarán películas que también aluden a cifras como estas, a precios de artículos accesibles masivamente, pero fíjense que en lo posible se evita. En parte porque las cifras se vuelven caducas y enmarañadas para una narración. Pero el motivo fundamental es que la industria del entretenimiento tiene claro que una película nos puede pasear por la muerte, la tragedia, el apocalipsis mismo. Pero es mejor no evocarnos cálculos que se parezcan a los que hacemos pensando en cómo llegar a fin de mes.
Una rimbombante recaudación es motivo de publicidad de una película. El alto cachet de un actor se exhibe como vanagloria de usar el material más caro. Pero difícilmente sabemos cual es el salario del personaje, policía, médico, o matón contratado.
Un caso atípico de exactitud lo tenemos en nuestro cine. “Rosaura a las diez” (1958) de Mario Soffici recurre a un plano detalle del resumen de cuenta del banco mostrando la cifra como garantía para alquilar una pieza. (Compartimos imagen). Gran película transposición del gran libro homónimo de Marco Denevi (2): “Con agradecimiento y veneración, y con una prontitud que me hizo sospechar que esperaba la cosa, metió la mano en un inmenso bolsillo del sobretodo y extrajo una libreta. Después de abrirla en una de las últimas páginas me la entregó con una reverencia. Era una libreta del Banco Francés. La página mostraba, en grandes números azules, lo que debía de ser el saldo de la cuenta de ahorro del hombrecito. Con sorpresa y ―no le miento― con alivio, leí allí: $58.700.- m/n. La suma era tan respetable, que en seguida quedé reconciliada con las pintorreas artísticas del nuevo huésped.”
El poema lunfardo Vitrolera, de Joaquín Gómez Blas expone el interesante matiz entre biyuya y mango: “La mersa te junaba desde abajo. Tu trabajo era un esgunfio eterno con vitrola. Si en tu noche, tan sola, se daba carambola, enganchabas al punto con biyuya que te llamaba suya por el derecho mishio de unos mangos…”
La biyuya representa ese dinero grande del que se habla en el cine. Pero raramente se encuentra a alguien “contando el mango”.
Buen testimonio para otros asuntos, las películas serán de poca ayuda para el investigador postapocalíptico que quiera establecer las relaciones de precios, salarios, productos. Seguramente concluirá que el dinero está cargado de secretismo en nuestra cultura.
Gabriel Dodero, cineasta. Egresado del ENERC. Docente de UNA (Universidad Nacional del Arte) y UMSA. Director, productor, editor, guionista y ensayista. Autor del Documental “Al Trote!” (2012) y el Cortometraje “Happy Cool” entre otras obras.