
El mausoleo se enarbolaba sobre el panteón de la familia Galíndez tras el imponente letrero de chapa y gas de neón, emplazado en lo alto de la intersección entre la avenida Yrigoyen y la ex Pierrastegui, que ofrecía una cálida bienvenida al cementerio municipal.
Víctor Emilio Galíndez nacido del agua estancada que dejan las lluvias invernales, con mucho amor propio y una enorme guapeza, no solo aprendió a tirar guantes noqueando los monstruos que acechaban bajo el catre, sino que además, comenzó a destacarse como un excelente boxeador amateur.
Con la primer biyuya que agarró se compró un Fiat 600 al que le hizo dibujar un leopardo en composé con el tapizado. Manejaba con desparpajo luciendo cabellera indócil, camisas entonos desabrochados, cadenas doradas colgando en el pecho y pantalones muy apretados que le acentuaban los glúteos (de marcada redondez) y que finalizaban en una botamanga ancha que le cubría los tacones.
Pronto se consagró campeón argentino mediopesado. Ya en Morón, cobijado en la casa de su inseparable amigo «El Esclavo» Burgos, dio comienzo la etapa de oro del pugilista nacido en Vedia:
Después de estar concentrado 20 días con una alimentación científica se fue a almorzar ranas a la provenzal a la inolvidable Cantina de David, un símbolo de aquella Buenos Aires que ya no queda, con los muchachos amigos que vinieron desde Morón.
Cuando llegó al mítico Luna Park acusaba tener retorcijones, en esas circunstanciales epopeyas ganó el campeonato del mundo constituyéndose así en el primer argentino en coronarse en su país.
Realizó once defensas exitosas del título. En Johannesburgo, venció por KO al estadounidense Richie Kates, a escasos 10 segundos del final, en la pelea más sangrienta que se recuerde. Fue uno de los momentos gloriosos del deporte argentino, por el dramatismo del combate y por la recuperación del “Leopardo” de Morón luego que su oponente le abriera la ceja de un certero cabezazo.
Mil muecas espantadas por el horror se vieron cuando su sangre comenzó a bajarle por la cara como una vertiente sin destino; su hermano Roberto se arrodilló pidiéndole a Dios piedad infinita, tapándose el rostro para ampararse en la ceguera; cientos de mujeres boquiabiertas, transparentes por la palidez, sudaban desesperación.
-La camisa ensangrentada del árbitro se exhibe en el museo del deporte-.
La noche del 22 de mayo de 1976 en Johannesburgo, un campeón mundial herido, maltrecho y furioso cambiaba el destino de su vida por la única e invencible razón de los hombres: la fe.
Sin embargo, no pudo celebrar, pues aquel mismo día asesinaban a su gran amigo «Ringo» Bonavena en la puerta de un prostíbulo. Pocos meses después Galíndez comenzó a incursionar en el automovilismo como copiloto:
A las 12.50 se largó la final de Turismo de Carretera. El Chevrolet N°19, partió desde la décimoprimera fila. Pero el debut del ex campeón mundial duró apenas 6 kilómetros, ya que debieron desertar al final de la recta principal por un inconveniente en la caja de velocidades.
Utilizando un buzo antiflama que le prestó el corredor, iban caminando a la par, mientras el público los saludaba. Al llegar a la tranquera de la estancia San José se detuvieron a charlar al costado de la cinta asfáltica sobre un pendorchito que, supuestamente, había fallado.
A las 13.24 el Falcon que cumplía su sexta pasada frente a los boxes, se puso de costado, perpendicular a la ruta, la cola del vehículo se movió, el motivo del trompo no pudo ser conocido y embistió a Galíndez y compañia, quienes salieron despedidos y murieron en el acto.
Dos años después nací con el DIU enredado en el cordón umbilical. Pasé parte de mi infancia aplastando la ñata contra el vidrio de «la tumba del boxeador», obnubilado con elfulgor colorado de sus guantes que oscilaban, como un péndulo, en la tenue brisa moronense, inquietay escurridiza; colgados de los cordones; atados, con un nudo en la garganta, a los bronces del ataúd.
Mi niñez se vio reflejada en los trofeos y medallas que allí resplandecían a contramano del lúgubre perfume del crematorio.
Aquel niño de pocas palabras carentes de expresión y simpatía; herido y maltrecho, cambió el destino de su vida por la única e invencible razón de los hombres: la fe.
Gómez Quevedo, escritor, músico, pintor de casas y cocinero de profesión de 37 años, oriundo de Morón provincia de Buenos Aires. Actualmente viviendo en Brasil.
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