Lara Lizenberg: «Ella extasiada, yo al borde»

-Su madre tuvo una agonía breve, indolora- me dijo el médico tomándome del hombro con una compasión detestable, me atravesaba la rabia.
Yo hubiera querido irrumpir en su baño matutino, verle la cara, verla ahogarse de a poco, que esa vena de la frente que se le hinchaba cuando yo me negaba – a lo que fuera- le reventara, seguir los caminos de su derrame interno, que sus ojos se salieran de los agujeros, poner mis manos en su cuello y producir ese escándalo para que una vez la justicia estuviera a mi favor, sentir la adrenalina y avanzar en la restricción de oxígeno pero no verme allí, desdoblarme para sentir el alivio de la descarga sin horror. Por eso tardé tanto.
(Repasaría mis argumentos, tomaría algo que me ablandara las piernas, fumaría para sentir el aplomo del humo en la parte baja de los pulmones, escucharía Satie o algún otro impulsor a la tragedia).

Ella dejaba la puerta del baño levemente abierta. El vapor apenas permitía verla sumergida a medio cuerpo en la bañera, con un aceite humectante en la cara y la piel de los hombros todavía tersa, un cigarrillo entero apagado, enrollado entre los dedos con habilidad, su pelo siempre más largo que el mío.
Envidiaba – envidio- la tranquilidad con que mi madre se daba ese baño insuspendible, luego de sus abusos. Durante esa placidez inexplicable su atención se reducía a un punto. Miraba el vidrio de la copa de cerca, muy de cerca hasta que los bordes del bisel se nublaran, o repetía una palabra mantra hasta no saber qué quería decir.
No recuerdo una situación de mi vida con una tranquilidad semejante. Sus castigos tenían una arquitectura fina que no admitía distracciones. El encierro y el simulacro de dejarme salir, la ducha fría y su risa, el cinturón, el balcón.

Ella adoraba – palabra que detesto, ella la usaba para justificar todo: tomaba mi pelo cuando me peinaba, lo enroscaba en su mano, tiraba un poco hasta que mi cabeza cediera hacia atrás y decía adoro tu pelo, yo me quedaba en silencio frente a sus monólogos y ella decía adoro que te quedes callada mirándome, adoro tu inteligencia, o simplemente adoro– adoraba tenerme muy cerca, contarme sus temas con lujo de detalles a milímetros de distancia su nariz de la mía, agarrarme la cara.

Iniciaba nuestras conversaciones tomándome la mano. Mientras me acariciaba, una corriente eléctrica a través de la piel, me contaba sus temas: las nuevas arrugas de la frente y los ejercicios necesarios para que todo se mantuviera en su lugar, el uso de sus encantos para llevar a los hombres a la cama sin que advirtieran que ya había medido la marca de sus zapatos y la ciudad de sus perfumes, los secretos de la falsa lubricación. No había diferencia en su tono cuando hablaba de sus intimidades, no relentaba su relato, no bajaba el volumen de su voz ni decía nada que valiera como introducción a lo que venía.
Soy tu madre.
¿Cómo podía ayudarla? Me contaba de su sueño de irse a vivir a otro país, nunca mencionaba con quién pasaría a vivir yo en ese caso.

El whisky fue mi aliado. Yo misma le preparaba el vaso de boca ancha con dos rocas. Las situaciones eran mucho más amables cuando ella tomaba. Sobria era injustificable. Sobria decía que mi cuerpo era suyo: ¿de quién es ese culo? De mamá.
Sobria ponía sus manos ardientes en mis labios. Adoro tus labios.
Me falta el aire.

Abro el ventanal para recordar que hay vida. El vértigo en el balcón me empuja a sentarme en la mecedora.


Lara Lizenberg, psicoanalista, escritora, licenciada en psicología. Docente de «Clínica psicoanalítica», Facultad de psicología, UBA. Docente de posgrado de «Clínica de adultos», en Fundación Tiempo. Supervisora de casos clínicos en Fundación Tiempo. Fundadora de Lacan BigData

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