Miguel Ángel Rodríguez: «Caminos del encierro»

  Avanzado el 2013 culminé la escritura de Caminos del encierro. El convite de cierto amigo editor, exponer desde mi experiencia laboral y perspectiva psicoanalítica, historia y lógicas de intervención en dispositivos de encierro para locosmanicomios- y adictoscomunidades terapéuticas-. Reproduzco aquí la primera parte, preludio de aquel texto.

I) INSTITUCIONES DE LA LOCURA Y LAS ADICCIONES

1- Exilio “dentro/fuera”.

 Referir en este comienzo la así llamada “Ley de Residencia” –promovida ya en 1889 por Miguel Cané en su libro “Expulsión de los extranjeros”- pretende, antes que fechar la historia, iniciar un abordaje oblicuo al asunto.
 Según sus términos podía expulsarse a cualquier extranjero, condenado o perseguido por tribunales nacionales o extranjeros, y “cuya conducta pueda comprometer la seguridad nacional, turbar el orden público o la tranquilidad social”. Por idénticos motivos podía negársele la introducción al país.
 Quienquiera recuerde la palabra de J. B. Alberdi, las bases donde se fundara nuestra Constitución Nacional, se preguntará qué hubo de pasar para provocar semejante vuelco: aquella convocatoria (“Gobernar es poblar”) abierta a la inmigración –especialmente europea-, se trocaba años después de manera llamativamente rotunda.
 M. Cané traza una respuesta precisa, ya que si al principio del proceso inmigratorio las ideas “enciclopédicas” no perturbaban “la quietud de los moradores de estas comarcas, el nuevo espíritu europeo… (las ideas proletarias-socialistas, que también migraron) ha sido llevado más allá de los límites tras los cuales el pobre pierde su quietud de espíritu”.
 Y aunque la expresión entredicha (“Pobre del que pierde su quietud de espíritu”) merezca mayor análisis, digamos aquí que la Ley de Residencia y los fundamentos de la época revelan la complejidad en juego –ideológica, política, jurídica, socioeconómica- a la hora de “internar” a alguien, “expulsándolo” hacia adentro o hacia afuera.
 El “manicomio” también surge en nuestra Patria desde el cruce de tales discursos, donde se estructura.
 La analogía entre la palabra política y la palabra médica, entre el orden público y la salud pública –al parecer siempre vigente- resuena con claridad: sano es un individuo, una comunidad, en estado de equilibrio, de orden. La enfermedad es pensada como el quebranto de dicho equilibrio (la “pérdida de la quietud de espíritu”, de la “seguridad” y la “tranquilidad”) a causa de un agente extraño, ajeno. Así las cosas se lo deberá extirpar (“expulsión del extranjero” – «extracción de la piedra de la locura») o prevenir su “introducción”.

2- Ropa sucia.

 Francisco Veyga en su libro “Delito político: el anarquista Planas Virella” toma un episodio que viene a cuenta por desplegar a la vez el discurso psicológico, siempre tan simpático. Planas, anarquista español detenido cuando intentaba asesinar al presidente Quintana, llega a la Argentina huyendo del servicio militar de España, país donde deja a su padre inválido que permanentemente le exige plata. Aquí trabaja como puede y conoce a su novia –una joven cuyo padre, alcohólico, pretende vivir de prostituirla-. De modo que en la bella pluma de F. Veyga el intento de asesinato “se desencadena por causas afectivas”:
 “Sobre el rechazo de que había sido objeto por parte de su pretendida, y la tristeza que le infundía la situación de su familia, no vio él otra cosa que la figura del Jefe de Estado, resumiendo en su autoridad toda la injusticia social reinante y apareciendo responsable, por acto consecuente, de la intolerable situación de que él era víctima”. Para finalizar agrega: “… el dolor –ansia contrariada del vivir- se transforma en despecho, con él viene el encono, surge la crisis o la reacción armada que lleva al delito, o al suicidio.”
 Pasajes que anticipan cierta “humanización” del discurso represivo y cierta reducción de la dimensión política al plano del fanatismo, el sufrimiento, la fantasía. A la vez delinean –ocultándola- la distinción entre el acto y sus argumentos, y la concepción de un sujeto cuya responsabilidad no se concreta en términos jurídicos.
 Pero encaucemos nuestro curso: si el sujeto socio-moral medio, normal, sanamente “civilizado”; si el sujeto “racional-conciente” convoca su opuesto –arrojado hacia dentro/fuera ya que en definitiva, molesta-, en la formación del Estado argentino esa zona de alienación moral y mental ubica a la “barbarie” –conforme a D. F. Sarmiento- antes de la instalación oficial del manicomio.
 «Manicomio» cuyo esplendor fue acompañado por el desarrollo de ciertos conceptos psiquiátrico-criminológicos: a) La “degeneración”, como predisposición a la desviación de la norma. b) La “peligrosidad”, como potencialidad que introduce la prevención ante la mala vida, la marginalidad urbana. c) La “higiene mental”, que interviene en cualquier desajuste diario, desplazando la mirada hacia la familia, el trabajo, la escuela…
 Es posible realizar un recorrido histórico de los modos en que en el discurso público se van trazando núcleos de “locura”, que suponen una continuidad -cuestionable- entre patología individual y desorden social.
 Parte de ese recorrido encuadra la existencia del manicomio: acorde con una conciencia política, el modelo “alienista” de la Psiquiatría convierte al “loco” en un objeto de estudio dentro de las instituciones que lo gobiernan y aíslan, encerrando su desbarajuste irracional en las rejas de la “nosografía psiquiátrica” y en la autoridad del “Tratamiento moral”.

3- Los encantos de la burguesía y el amor francés.

 Pocas cosas en la vida del humano han sido tan decisivas como la consumación del matrimonio y el desarrollo conyugalmente asociado de dos órdenes contundentes: una forma de organización económica, social, política –el capitalismo-, y una forma del saber –la ciencia-.
 La sofisticación de su hija dilecta, la tecnología, y el despliegue de la sociedad de masas de consumo, son expresiones típicas donde se inscriben el estado actual del “malestar” en nuestra cultura, y la extensión fenomenal del mercado de drogas –incluyendo la hegemonía química del psicofármaco para acallar el síntoma-.
 Aun, si se quiere ubicar la aparición del manicomio, hay que remitirse a la revolución francesa, que acompaña la revolución industrial, el nacimiento del capitalismo –desde el mercantilismo- con el acceso y afianzamiento de la burguesía, los Estados nacionales antiguamente llamados modernos, las Ciencias en general. Es en ese contexto que surge el “saber psiquiátrico” desplegándose en el campo de las “enfermedades mentales” –antes tomadas diabólicamente por el discurso religioso, o mágico (y ahora también, donde ellos rigen)-.
 Un tal Philippe Pinel (nacido en 1745, activo militante de la revolución francesa, prosélito de filósofos empiristas como Condillac, Sydenham y Locke) es considerado “el padre de la psiquiatría”. De sus ideas parte la apoyatura conceptual en la que se edifica el manicomio. Agreguemos que fue Esquirol –su notable discípulo- quien plasma la relación explícita entre la psiquiatría y el discurso penal, criminológico –especialmente a través de la “inimputabilidad” del loco-, sobre el lazo continuo de instituciones más tarde denominadas “totales”: el manicomio, la cárcel…
 Para Pinel haríamos bien en poner a las causas de la locura en cuatro, identificando a una de ellas como “causas morales”: los excesos de todo tipo, y las pasiones (alegría, cólera, etc.), perturban ciertas funciones (respiración, circulación, etc.), alterando así el cerebro por “simpatía”. El “tratamiento moral” que propone como respuesta –y cuya vigencia reencontraremos-, se describe sintéticamente en su texto de 1801 “Tratado médico filosófico de la alienación mental”:
 “… se someterá al paciente al trabajo mecánico y habrá una policía interior… con el objetivo de subyugar y domar al alienado poniéndole en estrecha dependencia de un hombre que por sus cualidades físicas y morales sea adecuada para ejercer un poder irresistible y cambiar el círculo vicioso de sus ideas.”
 Por cierto esta dimensión tan generosa –que también se advierte en el terreno político y religioso- del dominio en nombre del Bien y/o el amor, suele habitar la relación “médico o psicólogo – paciente”.
 Mas tratándose de cambiar lo vicioso en las ideas –y para Pinel es el pensamiento lo perturbado en la enfermedad mental-, habrá que aislar al loco de las percepciones negativas de las que parte, sacarlo de su ámbito nocivo y encerrarlo en otro lado capaz de brindarle estímulos mejor educados: el manicomio.

4- Total para qué.

 Con el paso del tiempo la experiencia parece demostrar que ni el manicomio –ni la cárcel- cumplen bien sus objetivos de “recuperación” tan mentados y en los 60′ –en sintonía con cierto espíritu de la época- surge desde Europa el así llamado “movimiento antipsiquiátrico”, cuyo virtuosismo dialéctico lanza una crítica demoledora dirigida a los manicomiales muros.
 M. Foucault afirmaba tempranamente en “Enfermedad mental y personalidad” (1961): “Nuestra sociedad no quiere reconocerse en ese enfermo que lleva dentro y lo aparta o lo encierra; en el mismo momento en que diagnostica la enfermedad, excluye al enfermo”. F. Basaglia, reconocido exponente del movimiento antipsiquiátrico, asevera al presentar “La institución negada” (1968): “En efecto, nuestra acción se ha desarrollado a partir de una realidad que sólo puede ser rechazada violentamente: el manicomio”.

5- Institución okupa.

 Quien sea que transite una “institución total” advertirá el modo en que “ocupa” la vida del interno –hasta generar incluso un reconocido efecto de “cronificación”-. También F. Basaglia ubica el rostro oscuro de la manera en que eso que es condición propia del hombre, su ser inacabado –su “falta en ser”-, la institución total lo puebla, a la vez proveyendo al sujeto de significantes e imágenes (“ideales”) que pretenden ordenarlo. Al referirse a Goffman plantea en “Morire di classe” (1969):
 “El tipo particular de estructura y de ordenamientos institucionales, más que sostener al yo del paciente, lo constituye. Si bien originariamente el enfermo sufre de la pérdida de la propia identidad, la institución y los parámetros psiquiátricos acaban construyéndole una nueva… el internado asume la institución como cuerpo propio incorporando la imagen de sí que ella le impone.”
 Aunque haya cierta analogía arquitectónica entre nuestro mundo subjetivo, familiar, social, y el de dichas instituciones1; el hombre no siempre se aviene a habitarlas alegremente: puede quejarse, reclamar, sufrir –y gozar de ello-; puede rebelarse al Otro -sin que eso alcance para ir más allá de él…-.

6- Senderos hacia nuestra época.

 Avanzada la segunda mitad del siglo veinte comienzan a abrirse sendas en la vía de la internación. De maneras ciertamente distintas la introducción del psicofármaco, la psicología, el arte, el psicoanálisis, fueron transformando el edificio del manicomio2. También se han implementado otro tipo de dispositivos (residencias, hospitales de día, hogares protegidos, etc.) y experiencias genéricamente llamadas de “desmanicomialización”, con menor o mejor suerte.
 Ahora bien: convengamos que no es sencillo construir un lugar para quien por las desventuras que sean no logra andar ni cojeando en la convivencia, arreciado por un padecer que lo vuelve “peligroso para sí o para terceros” -y requiere bordar un «borde», un «nudo»-.
 Pero si la cuestión vuelve a plantearse con nuevos bríos, en el cruce de los mencionados discursos sanitario, jurídico, político, etc. –que a veces se engloban bajo el nombre de “discurso de dominación”-, es porque “alguien”, “el adicto”, hoy golpea con insistencia la puerta del planteo. Se ve que a cada cultura le llegan sus síntomas.

7- La droga, religión de multitudes (Formitox).

  En 1952 Pohl y Kornbluth en su libro “Mercaderes del espacio”3 ficcionan con gracia un mundo de consumidores comandado por la publicidad. Según se advierte, la ficción que ordena la realidad contemporánea –donde reina el “consumo”- produce su «goce«, su adicto malestar.
 De modo que ciertamente, a esa “falta en ser” que caracteriza la vida humana, la cultura supo responder por la vía de los ideales, las religiones, las ideologías –encarando así la falta de “sentido”-.
 Sin embargo, que la hegemonía de esa vía ya fue, que “Dios ha muerto” y los “metarrelatos” también, que «todo da igual de vacío y hastío», es algo que parece compartir nuestra época4: multitudes de individuos consumidores urgidos tras la meca del último “gadget”, al compás de lo que hoy la cultura ofrece: objetos de goce/consumo –como juguetes cuya obtención decidiera si estás o no, si sos quién sos en este mundo- que complementan y engatusan la “satisfacción” que falta.

8- D-enuncia cautiva.

 Como en todo «síntoma«, hay en la adicción una dimensión que enuncia una verdad, que denuncia la falacia del discurso dominante, rebelándose a su ley –y a quienes la representan, se podría agregar, si no fuera porque a diferencia del “Amo antiguo”, el “Amo moderno” no se presta fácilmente a la “personalización”-. Claro que a la vez hay en la adicción, como en todo síntoma, un sufrimiento-goce esclavo que hace existir al Amo -lo reconozca o no- en su obsecuencia ante aquello que (lo) consume.
 Pero tan molesta posición del adicto en esa zona “dentro/fuera”, también predispone y es predispuesta por el lugar adonde el Otro social, algo desorientado, suele ubicarlo.

9- Lo que se norma.

 Da la impresión que el Estado5, con respecto a ese dentro/fuera que hoy plantea el adicto, oscila, bascula.
 Así, en su perspectiva jurídica por momentos lo toma prioritariamente desde el discurso penal. Vigente desde 1989 la actual Ley de Estupefacientes 23.737 –y su antecesora la 20.771- se inclina hacia una política de segregación, encarcelamiento, criminalización del adicto. En su texto y en su espíritu, afirma Silliti en 1995, drogarse “potencialmente implica poner en riesgo la ‘seguridad’ del conjunto del tejido social”. El «bien jurídico» en juego entonces, se corre de la “salud pública” a la “seguridad pública”, reclamando sin ambages el “control social”6.
 Por otra vía también roza el asunto la nueva Ley de Salud Mental 26.657 (2010). Recostada en un pensamiento que gusta de autoproclamarse “progresista” concibe taxativamente al ciudadano por su pretendida condición primera de “sujeto de derecho”, exigiendo requisitos rigurosos para internar a alguien sin su expresa voluntad. Su promulgación reciente ha comenzado a generar consecuencias -y seguro su implementación torpísima críticas por venir-.
 Intríngulis histórico en la jurisprudencia argentina, el debate acerca de la penalización o no de lo que se entienda como “tenencia (y producción) para consumo personal” –a diferencia de “comercialización”-, gira alrededor del decisivo artículo 19 de la Constitución Nacional –que ampara, otorgándoles prioridad, a las “acciones privadas”-.
 Más allá del detallado estudio estadístico sobre tráfico y consumo en que se extienden los magistrados de la Suprema Corte de la Nación en el “caso Arriola” (25/08/2009), resuelven de forma unánime que castigar la tenencia para uso personal que no ponga en peligro a terceros, contraría el prioritario derecho a la “privacidad” constitucionalmente protegido. (En la misma línea en marzo de 2012 se expide la Sala Primera de la Cámara Federal al sobreseer a un imputado en primera instancia: “La tenencia de sustancias estupefacientes para el propio consumo del tenedor constituye una conducta incapaz, por sí misma, de conectarse con un resultado lesivo para otros, por cuanto no implicaba un daño al orden y la moral pública ni involucraba un perjuicio para terceros.”)7
 A la hora del presente texto la discusión mediática enlaza la cuestión a fenómenos de violencia-inseguridad-exclusión social, vinculándolo con laxitud a presuntos actores del poder policial-judicial-político8; al tiempo que anoticia el ingreso por parte del “oficialismo” en la Cámara de Diputados de la Nación de un proyecto de ley modificatoria de la 23.737.
 Proyecto que por un lado propone –como era de esperar- el castigo al así llamado “narcotráfico”. (Denominación genérica que suele pasar por alto la enorme complejidad del “narco-capital” en sus diversos circuitos –producción, logística, transporte, comercialización, finanzas- y culturas regionales; involucrando cada uno de ellos dimensiones segmentadas, distintas, que se articulan en un gran negocio ilegal globalizado.) Y al tiempo, por otro, propone “despenalizar” el consumo. Las razones que se esgrimen dicen preferir “integrar” a “segregar”; situando al consumidor-adicto como víctima-enfermo antes que como delincuente, priorizando el discurso sanitario.
 En debate, pues, si el uso de estupefacientes es un vicio individual o una práctica cuya propagación pone en riesgo la salud y orden públicos.
 A lo largo del tiempo puede constatarse en la situación de las adicciones hasta qué punto se enlodan modalidad de goce y enfermedad, tratamiento y prohibición, sanción y castigo, responsabilidad subjetiva y culpa penal…
 Ya que sea donde sea que el Estado se ubique en esa báscula al inicio referida suele hacerlo con el “juicio moral” tras el “Bien común”: interpreta eso que “no anda” –el “síntoma”-, como algo que está y/o hace «Mal».

10- Lo que se instituye.

 La mayoría de las instituciones de encierro/internación surgidas para el abordaje de las adicciones se han centrado en dos rasgos prevalentes: 1- El empleo de un tratamiento uniforme, igual para todos. Desde el “ingreso”, pasando por etapas progresivas, hasta la “graduación”. 2- La completa privación de la sustancia de consumo como objetivo terapéutico. Pero a la vez como condición inicial, pues la abstinencia se exige de entrada y de ahí en más -contemplando posibles «recaídas»-.
 Otras instituciones se definen de maneras diversas –ya por su filiación a una política de “reducción del daño”, a una concepción organizativa distinta, a otra estrategia de mercado, etc.-. Como sea, particularmente desde los 90 en estas tierras, florecen dispositivos por lo común bajo el nombre de “comunidades terapéuticas”: algunos más campestres, otros más urbanos, más religiosos o más laicos, más medicalistas o más psicologistas, más abiertos o más cerrados…
 Es posible registrar en ellos ciertas diferencias según enfaticen: Una política conductual-disciplinaria-jerárquica, haciendo eje en el “Discurso del amo” –y que en ocasiones hasta abreva en lo marcadamente autoritario-. Una política educativa –teñida por el “Discurso del pedagogo”-, de transmisión de valores, y aprendizajes sobre la “enfermedad” y sus mecanismos típicos. Una política de “comprensión” emocional.
 Pero retomemos el hilo en curso. La internación del adicto en la institución propone un aislamiento de las vivencias nocivas del ámbito (familia, casa, barrio, amigos-compañeros de consumo) que ha venido enviciando sus conductas, valores e ideas. Con el objeto de rectificarlas mediante el despliegue de la institución misma, incluyendo el manojo de instrumentos «terapéuticos» que utilice. Vale decir, por la imposición –desde el ingreso hasta la salida, pero también después y durante toda la vida- de su «Programa»: ese que hace al “yo” del interno, a medida que él lo hace “su-yo”.
 La implementación concreta del «programa» suele descansar en el trabajo cotidiano del “operador terapéutico”. Un polifacético “hermano mayor” que se ofrece a la identificación –entre el “yo ideal” y el “Ideal del yo”-, y cuya intervención evoca por su análoga matriz al pineliano “tratamiento moral” antes referido. Aunque en este caso conviene sea un “ex adicto”; requisito casi “semejante” que (aun cuando apele al sostén de algún Dios) acompaña:
 1- La oferta al adicto de tomar al «operador terapéutico» no como un representante del “Otro” (con mayúscula), sino como un “otro” (casi un par) como él –que llegó a «recuperarse»-9. 2- La profusa moda –paralela a la declinación del Otro en nuestra cultura- de los grupos de identificación por cierto tilde10, y de “autoayuda”11. 3- La supuesta legitimidad o consistencia que le daría al saber transmitido por el operador terapéutico (por su condición de ex adicto) el “haber pasado por ahí”, por esa experiencia –corporal, sustancial- de consumo. Ya que, naturalmente, el adicto suele desconfiar de que la “palabra” sepa del “goce”.
 Así, cuando un adicto –avasallado cierto límite, también en la red familiar-social que ya no logra asirlo- llega por sí o llevado por otros a una institución de internación, ésta lo enmarca, pone allí un coto, algún tipo de ordenamiento.
 Y aunque eventualmente encarnen –en su contención, por sus cuidados- una dimensión “maternal”, se advierte en el despliegue de tales instituciones una tendencia –tan significativa en nuestro tiempo- a sostener, suplir, recuperar, fortalecer, hacer de “padre”. Poniendo el acento en alguna de sus distintas versiones (riguroso, protector, cruel, dador, privador, etc.).

11- Encrucijada.

 Es un hecho que hay analistas que deciden insertar su intervención en comunidades terapéuticas y manicomios, convocando el movimiento propio del “Discurso del analista”; algo que, verificadamente, se las ingenia para operar –no sin obstáculos y malentendidos-.
Desde luego la confianza -la “transferencia”- de la institución al Psicoanálisis o de tal operador terapéutico a tal analista, inciden. Le toca pues al analista maniobrar con los distintos actores institucionales, intervenir incluso en ese plano. Y en definitiva, a poco el paciente –como cualquiera- registra lo que se le oferta y responde a ello con su demanda, distinguiendo lo que está en juego cuando se dirige al operador, al psiquiatra, al analista…
 (Estén o no al tanto, entre premios y castigos el funcionamiento estándar de las instituciones de internación tiende a asentarse en un enfoque “cognitivo-conductual”. Concebir la adicción como una carencia de orden –un problema de normativa y/o conducta-, hace del adicto un desacatado, del clínico un patrón, del acto terapéutico sugestión, indicación correctiva. Concebir la adicción como una carencia de conocimiento –un problema cognitivo-, hace del adicto un ignorante –maleducado y/o malaprendido-, del clínico un sabedor, del acto terapéutico una enseñanza, un consejo. Concebir la adicción como una carencia de amor –un problema afectivo-, hace del adicto un mal querido, del clínico un buen tipo, del acto terapéutico un don… Conviene advertir la eficacia de estas lógicas –en general clínicamente sostenidas en la “identificación”- y éticas –del “Bien”-. Pero muy otra cosa, inconciliable con cualquier «programa» institucional, son la eficacia del “acto analítico” y la «ética del deseo» constitutivos de nuestra práctica, el Psicoanálisis, cuyos fundamentos expondremos.)
Por cierto, en las adicciones, esa zona síntoma – «éxtima» (exterior/íntima) – dentro/fuera, plantea peculiaridades.
Se requiere ubicarlas pues, cuando en el sujeto su «falta en ser» singular, se abre como «herida absurda», y la droga ya no es remedio.

  1. Al respecto conviene re-leer a Freud en «Psicología de las masas y análisis del yo». ↩︎
  2. En Argentina Pichón Riviere es un reconocido hito en el camino. ↩︎
  3. En otro aspecto curioso antecedente de “Los desposeídos” de Ursula K. Leguin. ↩︎
  4. No en vano caracterizada en Nietzsche por su “gran cansancio”… ↩︎
  5. Entendido como las instituciones –propiamente públicas o no- que gobiernan una sociedad, o como “el conjunto de medios que producen la consistencia y el orden de las representaciones sociales actuales”. ↩︎
  6. Cabe añadir que la rimbombante expresión “Guerra contra las drogas”, tan presente desde aquellos años, revela que la influencia política de Estados Unidos también incide en nuestra legislación. ↩︎
  7. En 1978 (“caso Colavini”) otra composición de la Suprema Corte había interpretado de manera distinta el artículo 19. Vale recordar que así como sus fallos fijan criterio, toda sentencia se limita “al caso”. ↩︎
  8. Frecuentemente olvidan incluir en ese listado a actores del poder económico. ↩︎
  9. Movimiento que se expresa también, en el plano televisivo, en cierta decadencia de las “Estrellas-Divas” ante el auge de los “realitys”. ↩︎
  10. Amigos de la energía eólica, de la ballena austral, de la poesía sin adjetivos, etc. ↩︎
  11. Alcohólicos anónimos, fóbicos a volar, mujeres golpeadas, etc. ↩︎

Miguel Ángel Rodríguez, psicoanalista, escritor.
licmar2000@yahoo.com.ar

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