Miguel Ángel Rodríguez: «Dos relatos (Furtivo y Amirla Percanta)»

Furtivo

Seis años y pico atrás, un jueves de otoño a la hora convenida previamente por teléfono para su primera entrevista, sonó el timbre.
Abrí la puerta. No vi a nadie. Tampoco cuando asomé la cabeza observando la vereda lado a lado.
De nuevo en el consultorio me senté en el sillón, encendí un cigarro y a punto de retomar cierta lectura, una voz masculina ya recostada en el diván, dijo:

  • Disculpe Licenciado. Mi nombre es Hostia Sin Ache y soy invisible desde que nací –la ciencia ignora los motivos-, fruto furtivo de una relación que no debió ser, entre mi padre, cura párroco villero aún hoy día, y mi madre, feligresa fiel y en aquel entonces copera del piringundín del barrio. Le confieso que no creo en los psicólogos; por ello, a pesar de mi condición, nunca consulté antes. Pero me pasó algo hermoso, que ahora está en peligro. Y no sé qué hacer, ni decir… de verdad, inmóvil.

Lo primero que me salió fue preguntarle por qué había empezado pidiendo disculpas.
Supongo comprenderán ustedes las razones éticas que impiden les narre detalles del caso.
Según le contó su vieja, para consternación de los médicos la panza crecía mientras en las ecografías no había nada. Y a la partera le dio un patatús luego de ayudarlo a salir y cortar el cordón umbilical al cuerpo de quién que sin embargo lloraba.
Mimado en el hogar, su infancia fue difícil pero no infeliz.
Curioso, se las ingenió para aprender y luego ir ganándose la vida.
Aunque muchas veces –tentación que su viejo insistía en desaprobar- haya aprovechado su invisibilidad para chorear lo que quería.
Y hoy haga buen billete distribuyendo merca, confiado en que a la yuta le va a costar descubrirlo.
Siempre le gustaron las chicas. De púber se colaba en el vestuario femenino del predio del Club Italiano frente a la 1-11-14 donde creció, extasiándose ante la desnudez de aquellas rubiecitas preciosas que jugaban al hockey…
Pero intimar, establecer una relación con una mujer, le resultaba imposible.
Hasta conocer a la Shelia.
Y enamorarse ambos, haciendo del mundo toda dicha.
La cosa es que decididos a formalizar, ella precipitó en una crisis –pues cómo presentarlo a su familia y otras preguntas que la asaltaron de repente-.
Por primera vez él sintió no encontrar respuestas.
Como si estuviera ciego, al borde de un barranco.
Su vida y su análisis fueron desplegándose.
Ayer, pese a cierta vergüenza que suele ceñirlo, me envió por whatsapp un video filmado por su mujer desde Guarda Do’Embaú. Pueblito sureño de Brasil conocido por el efecto del llegar un río al mar, donde fue de paseo y a practicar surf, porque le gusta.
Se ve una tabla. Sola, flotando.
Que en un momento monta una ola, ingresa en el túnel… sale.
Ya casi en la orilla cambia de posición y avanza hacia la cámara a unos cincuenta centímetros por sobre el suelo de arena.
Al distinguirlo, su hija Pili de cuatro años lo va a buscar contenta, dando saltitos.
Él la abraza, invisible.

Amirla Percanta

Mi madre me dijo más de una vez que de niño era muy observador.
Inmediatamente se corregía: “Más que observar, contemplabas.”
Quizás era su forma de desconocer, de malinterpretar en mi semblante el inundarme esta sensación repetida y extraña de ausencia, que no me deja.
Entonces aunque era domingo por la tarde manejé hasta la inmobiliaria, tomé la llave de la propiedad que el jueves anterior nos habían confiado a la venta, y la fui a ver.
A cinco cuadras de plaza Miserere en el barrio de Balvanera un lote formidable de doble frente por cincuenta y pico de largo. Por derecha un portón de hierro como ingreso para camiones, ampliándose completamente quince metros después en gran depósito con techo parabólico y entrepisos a los costados. A la izquierda la persiana ocultando el local a la calle y en dos plantas una sucesión de espacios desplegados en forma arbitraria, exacta.
Entre polvo y desorden, despojos de al menos tres actividades distintas: repuestos de maquinarias viales, cerámicos y porcelanatos, baratijas de origen chino.
Sin electricidad, la saltimbanqui linterna iluminó en cierto rincón el perfil de un baúl rectangular, grandote, de madera opaca.
Antes de irme, no sé por qué, decidí llevármelo.
Ya en casa tuve que forzar la cerradura para poder abrirlo.
Contenía una profusa cantidad de papeles de diversa índole, pequeños objetos, antiguas fotografías, cartas… una y otra vez referidos a un tal Juan Gómez Álzaga.
¿Quién era él?
¿Qué historia se cifraba?
°°
Organizar el contenido físico de la caja, encontrar una lógica que permitiera su lectura, me llevó tiempo y espacio.
Como hacía diez meses mi hijo se había ido a vivir a Neuquén junto a su pareja, empecé distribuyendo en el piso del dormitorio que le perteneciera un criterio que agrupaba los elementos por su tipo.
Luego me pareció más útil ordenarlos cronológicamente.
En cualquier caso siempre quedaban varios resistentes a toda clasificación, dudosos, desamarrados.
A lo largo de estos nueve años he indagado con exhaustividad obsesiva.
Consulté numerosas fuentes, entrevisté muchas personas que podían brindarme data, me perdí encuentros con amigotes, algún que otro revoltijo sexual, la sonrisa fresca, inquieta de mi nietito Puelche; seguí pistas a veces inconducentes, viajé a Misiones, Cuba, Australia.
Restan aún cabos sueltos, fundamentales.
Estoy en eso.
°°
Juan Gómez Álzaga –único hijo de Josefina Maraes, ama de casa, y Juan Gómez Álzaga, empleado municipal- nació y se crió en el barrio de Villa Marconi, Sarandí, Avellaneda. En la tercera unidad habitacional de un modesto PH sobre Santa Elena casi esquina Pinto donde hoy se emplazan dos dúplex más vistosos que bien construidos. Asistió a la escuela primaria n° 23 Francisco de Vitoria (Acha y Pitágoras), cursando la secundaria en la 40 (Magan entre Arredondo y Larralde).
Tal vez en exceso amado niño, fue creciendo obediente, sin estridencias, con inhibiciones para el lazo social y vergüenza al contacto.
Durante horas deambulaba solitario las márgenes del Arroyo Sarandí avistando pájaros, que luego se recluía a estudiar en libros y revistas de modo autodidacta.
A los dieciocho –se salvó de la colimba por número bajo- un conocido de su padre logró conchabarlo en el Ministerio de Acción Social de la Nación donde cada tanto iba cambiando de dependencias, hasta recalar veinte años después como subdirector administrativo del departamento Fauna Silvestre.
Digo que en el baúl había tres fotos de una joven morochita de cabello endiablado, pituca, pispireta, vecina y distante; Amirla Percanta.
Y cinco cartas escritas febrilmente por él de puño y letra declarándole su gran amor, que no logró entregarle.
Digo que ella falleció mucho después sin darse jamás por enterada de la pasión que fuera.
Cuento que a esta altura, con mucho esfuerzo sí, pero ya he logrado establecer palmo a palmo el primer tramo del recorrido de Juan Gómez Álzaga hasta sus cincuenta y un años.
Y puedo asegurar que sin ningún lugar a dudas, llevó una vida palmariamente gris.
Insignificante.
°°
¿Pero por qué de repente se afincó en Nueva Guinea; para regresar a la patria ocho años después y radicarse en Posadas?
¿Por qué antes de viajar a Oceanía cortó sus pocas relaciones de amistad en Buenos Aires?
¿Cómo explicar, desde esos tiempos, el incremento exponencial de su cuenta bancaria?
¿Para qué quería ese dinero?
¿Qué fue de él?
°°
Sentí una impulsión a salir irrefrenable.
Antes de hacerlo tracé en un papel “CC = BS” como mojón para el rumbo investigativo que faltaba.
Caminé dos cuadras, crucé las vías –el ferrocarril San Martín está cada vez peor, no pasa nunca- y del otro lado el bar De Ella.
Pedí una medida de whisky; una.
Quichicientas veces.
Considerando impropio vomitar en lugar ajeno emprendí regreso zigzagueante.
Escuché un bocinazo tremendo, personal:
Franco.
Giré y vi…
La locomotora del tren a punto de arrollarme.
°°
Flores que vuelan.
Variopintas. Azules, amarillas, rojas, negras.
Solitarias, golosas de frutas y bayas selváticas tropicales; aunque también de algunos artrópodos y otros seres pequeñitos.
De unos treinta y cinco centímetros… que llegan a cien al extender sus increíbles alas.
Paradisaeas, lophorinas, cicinnurus, pteridophoras, parotias, menuras, lycocorax, manucodias, paradigallas, astrapias, ptiloris, epimachus, drepanornis, semiopteras, seleudicis…
Cuarenta especies de ‘aves del paraíso’.
°°
Hola.
Neuquino de nacimiento, mi nombre es Puelche.
Desde contraer matrimonio –era poco más que muchachito- trabajé y viví para mi familia.
Esposa y dos hijas excelentes, profesionales universitarias.
No he sido un santo.
Sí, un buen empresario.
Tiempo atrás el doctor Cristian Vélez, mi médico de cabecera y gran amigo, estudios en mano, me dijo con lágrimas y firmeza sobre un límite cierto, taxativo para mi existencia.
“Te quedan entre tres y cinco años”, finalizó.
Inicialmente la noticia me produjo dos efectos rotundos, simultáneos.
Una sensibilidad emocional extrema, inmediata, para con mis seres más amados.
Y una soltura inusual para pagar los servicios de prostitutas caras.
Luego, inexplicablemente, me dirigí a mi abuelo paterno: Franco, un tipo del que tuve referencias esquivas.
Como si hubiera allí algo pendiente.
Lo primero que hice fue digitalizar todos los elementos de su investigación pertinaz.
°°
Cuatro años después he avanzado bastante.
Juan Gómez Álzaga fue tentado a dirigir en Nueva Guinea el área Aves de la por entonces vanguardista fundación sin fines de lucro Save the Planet.
Constituida fundamentalmente por capitales holandeses, alemanes e ingleses, aunque también franceses y estadounidenses.
Como un dispositivo relevante en cierto engranaje internacional para el lavado de dinero.
Desde allí, en tándem estratégico con Carlos Canel –también conocido cual Brian Sullivan (¿”CC = BS”?), un personaje sinuoso de origen cubano pero residente en Guyana-, Juan Gómez Álzaga coordinó una fluida operatoria de comercio ilegal de pájaros exóticos.
En particular las bellísimas ‘aves del paraíso’, por cuyo fantástico plumaje el esnobismo de las altas burguesías europeas y norteamericanas pagaba fortuna.
No sin persuadir importantes contactos he logrado ubicar una carta incuestionable, firmada por Inggit Gamasih, cónyuge del quizás extravagante líder indonesio Sukarno (Kusno Sosrodihardjo), recomendándole al entonces gobernador de la Provincia de Misiones Luis Cirilo Romaña, los servicios de Juan Gómez Álzaga.
Quien ya en Posadas, bajo la pantalla del ente autárquico Misiones de la Tierra, incorporó a las aves ecuatoriales de Oceanía sus parientas de América Central y del Sur, las cincuenta especies de nuestros acrobáticos y coloridos ‘bailarines’, a la red de tráfico ilegal que regenteaba.
Es posible constatar que en ambos paraderos –Nueva Guinea y Misiones- Juan Gómez Álzaga vivió en forma casi monacal, metódica y austera.
Luego de una ardua búsqueda también di con el último documento que de él existe. Sumergido en el subsuelo del Archivo de la Municipalidad de Posadas, un telegrama a su socio en Guyana que lamentablemente las aguas turbias de la inundación del 63 deterioraron para siempre.
Aún, resultan legibles sus primeras pero decisivas palabras:
“Querido jo’eputa Carlitos Brian. Estoy cerca de alcanz la suma de dinero que tant ansiab . nces sí h …”
°°
Puelche, mis padres me llamaron Puelche.
Era muy niño en las dos ocasiones que mi abuelo Franco nos habría visitado en nuestra finca de Neuquén; habitan el olvido.
Sí recuerdo, claramente, cuando fundé esta empresa constructora allá en el sur, poco antes de casarme.
Creció rápido. Muy rápido.
Por ello tiempo después resolví la conveniencia de trasladarla a Puerto Madero y vivir en Nordelta, Buenos Aires.
Cada madrugada al llegar a mi oficina petulante me cruzaba con dos hermanitos en situación de calle: Pepe y Sofía.
Me enternecieron. Los apadriné apoyándolos para que estudien, les regalé un sucucho en La Boca, los contraté.
Ahora treintañeros continúan siendo mis empleados más fieles.
Acabo de explicarles que yo no sigo, pero falta. De entregarles el pendrive de la investigación, encomendándoselas.
(Abajo espera mi esposa en el auto para llevarme por última vez a casa. Donde Cristian Vélez, doctor y amigo, drogará los últimos días de subjetividad que me restan, hasta anularla.)
°°
Pepe: – Hermana…
Sofía: – Qué hacés… Escuchá: “Entre árboles, enredaderas, lianas y orquídeas, aleteos y trinos, sonidos de animales y cantares del viento, danzando en el aire de rama en rama, el macho alfa ‘bailarín’ convoca a otros y atrae a la hembra, con la que si lo elige, intima. Ella se ocupará un tiempo del cuidado de la cría. Y él desplegará sus acrobacias y colores para cautivar a otras, y copularlas.” ¿¡Viste…!? Siempre tan machirulos ustedes…
Pepe: – No es mujer la que envidia el falo, pajarona. ¿Nunca te preguntaste el porqué de tu añosa soltería vindicante?
Sofía: – Sos un boludo.
Pepe: – Hace un par de horas logré por fin comunicarme con Margus. Raro el ñato, como desconfiado. Pero avaló tener información concreta sobre Carlos Canel igual Brian Sullivan.
Sofía: – ¿En serio? ¡Buenísimo…!
Pepe: – Acordamos vernos mañana. Ya saqué pasaje. Dale, cebame unos mates mientras preparo las cosas, y salgo.
°°
Hoy es 17 de Noviembre de 2040.
Llegué desde Buenos Aires al puerto de Cayena, ciudad capital de Guyana Francesa, en tres horas veinticuatro minutos.
La presión del agua y la velocidad que alcanzan las cápsulas submarinas suelen producirme un angustiante vacío que quise evitar a toda costa.
De modo que aun contando con poco tiempo pasé rápido por el free shop y adquirí al azar un molec vintage –suelo hacerlo para vivir un rato como han vivido personalidades de generaciones pasadas-.
La foto era la de un hombre pálido, vestido con traje y moñito, rubricado como periodista, Marcelo Polino.
Ajusté el tiempo del molec para que coincidiera con el final del viaje y me lo enchufé en el cerebro apenas sentarme en la cápsula.
Me volví chismoso, patológico, buen compañero, marica, con pretensiones glamorosas de éxito y diversión, algo débil y bastante tarado.
Pisé tierra.
°°
Una mujer todavía joven de aspecto maroon surinamés y actitud curiosa me recibió en el tugurio media estrella donde decidí hospedarme. Al toque preguntó: – “¿Qué lo trae por acá, Pepe?”
Sin responderle puse mi pulgar una vez como registro y otra para pagar la noche por transferencia dáctilo-bancaria. Al girar hacia la escalera su mirada chusmeó el detrás de mis pasos.
Subí treinta escalones. El cansancio físico es otra consecuencia ineludible del transporte submarino. Abrí la puerta agotado, temblando.
La habitación era chica, básica, provista de una pantalla multimedia trucha de esas que se negocian en el mercado negro y una ventana abierta hacia un muro húmedo lindante.
Fui directo al baño, hice un chorro de pis que me sorprendió algo rojizo, me lavé la cara.
El espejo del enclenque botiquín desfiguraba la imagen.
¿Quién soy yo?
Sentí un puntazo riñonero al dejar sobre la mesita de luz el diminuto pu donde archivaba toda la investigación.
Doce horas después, a las 9.15, me encontraría con Margus –y por fin con una data sólida sobre Carlos Canel o Brian Sullivan, compinche de Juan Gómez Álzaga- en la calle Merville 459.
Anoté la dirección en la apertura virtual del neurochip gps map: no quería hacer camino al andar; prefería ir obedeciendo un programa hipnótico.
Exhausto, sin ganas ni de sacarme los zapatos, me arrojé en la cama así como estaba.
“Mañana será otro día”, pensé. Y cerré los ojos.
No volví a abrirlos jamás.
°°
Margus, al recibir aquel llamado extraño de un tal Pepe de Argentina, advirtió que lo confundían con Margus.
Ese él que no era él ¿quién era?
Se hizo pasar por su ajeno para averiguarlo.
El timbre sonó exactamente a las 9.15 horas.
Sonrió ante tanta puntualidad.
Del otro lado de la puerta, para su desconcierto, había una mujer aún joven de origen maroon surinamés.
°°
Ella regresó al hotel con sabor a poco, a casi nada.
Pero era lógico: había logrado evaluar en detalle sólo los últimos elementos del pu perteneciente a su recién finado huésped, y no podía pretender que un misterio tan hondo se resolviera en un santiamén.
Durante la charla el inaprensible Margus dejaba en la mesa y al rato volvía a tomar, como jugueteando, un papelito color plata cerrado sobre sí mismo.
Sagaz, antes de irse aprovechó una distracción para llevárselo.
°°
Ahora en la cocina, pone en la tetera una pócima de flor de piedra y mientras calienta la pava… lo abre.
Dice:
Amirla Percanta

Miguel Ángel Rodríguez, escritor, psicoanalista. Face: Migue Angel