Miguel Ángel Rodríguez: «Entrega»

   Si se observa desde la vereda de enfrente de la larga calle donde se emplaza el inmueble donde vivo –un PH con cuatro unidades, la mía en planta baja al fondo del pasillo-, este se ubica a treinta y cinco metros de la esquina derecha.
   A siete linderos de distancia y una veintena de metros antes de la esquina izquierda, hemos visto alzarse con rapidez llamativa un moderno edificio de ocho pisos y veintinueve departamentos, con cocheras en subsuelo, proliferación de cámaras de seguridad, gym, sum, tres parrillas, terraza, solárium, y una halagada piscina que, por su tamañito, más bien parece extensión del laundry.
   Promediando la cuadra lucen sin encanto, verde uno negro el otro, dos containers de basura marca Larreta. Su paradojal valor de uso ha generado ocasionales saludos con cierto nuevo vecino: casi cuarentón, entrador, locuaz, usualmente vestido con informalidad de diseño.
   Ayer viernes me sorprendió; invitándome ampuloso, no muy lejos en el centro gastronómico de Villa Devoto, a la inauguración de su flamante cervecería Sancho Cervantes, “tipo diecinueve horas”.
   Le respondí que iba a ir –quizás porque el nombre me dio gracia, o porque me gusta la birra y más si es gratis, o porque está bueno aceptar un convite contrariando mi tendencia poco sociable, pero en definitiva porque me salió así- aunque seguramente algo más tarde. Y de hecho fui, bastante más tarde que algo.
   Afuera, serpentinas de lucecitas intermitentes y ex tanques de aceite cual mesas. Adentro una barra sucinta, amplias paredes de ladrillo expuesto, en parte cubiertas de chapa acanalada, en parte decoradas con afiches de series y películas –desde Breaking Bad hasta Los Irrompibles-. Y entre mesones y banquetas, todavía un gentío, chamuyando.
   Con disposición alegre, Ipa en mano, deambulé de grupete en grupete. Arribado al cuarto sentí algo feo; advertí que en todos, la charla calculaba negocios. Necesitaba aire.
   Rumbeando hacia la puerta manoteé otra pinta y encaré por otras calles, otros encuentros.
   Váyase a saber cuándo volví a casa.
   Hace un rato me despertó el sonar del celu.
   Era mi mujer, de paseo con sus hermanxs en Las Dunas, pueblito a la vera sur costeña de Buenos Aires:

– ¿Cómo te fue anoche en la birrería, hombre? –preguntó.
   Le conté lo sucedido.
– Posta: es una locura.
– Sí. Aunque no haya nada anormal en ella…
– Te voy a amar toda la vida, mi Quijote –me dijo.
– Te voy a coger siempre, mi putita Dulcinea –le lancé.
   Se rió, bella.

   Puse música, la pava al fuego para unos mates, salí al jardín y escribí sobre madera lo que sin razón se lee: desata la quietud tallar el movimiento.


Miguel Angel Rodriguez, escritor, psicoanalista.
licmar2000@yahoo.com.ar

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