Tiempo atrás sucedió algo distinto.
Culminada la faena laboral, atardecía cuando salí de casa a dar una vuelta en el barrio.
Cuadras después vapuleadas por el viento, como si el suspiro de una breve sombra me llamara, encontré un pichón de pájaro echado donde se lían vereda y muro, mal herido.
Lo recogí y curé. Me entregué a atenderlo primorosamente en sus necesidades y apetencias bocadito a bocado.
Convengamos que el amor ha de ser recíproco.
Pero joven aún para saber su propio Bien, al recobrar vitalidad amagó la traición de irse.
Desde ese momento lo cobijo tras barrotes que vigilo.
“¡Lo encarcelás!”, profieren algunos.
“No lo abandono”, respondo firme con sujeto tácito. Pues es el genuino kuyay que siento por él, quien –más que ‘yo’-, temeroso de la pérdida, decide. Y es de caretas o negacionistas desmentir que la intemperie suele ser tan feroz, cual riesgoso el libre albedrío.
Entonces… ¿Quiénes se creen cuando me juzgan con dedo acusador de woke altanero?
En los actos de mi compromiso por satisfacerlo, por cuidarlo noche y día, anida la exigencia moral de una equidad incuestionable:
Es cierto que él no sale, ni vuela.
Pero yo tampoco salgo ni camino.
Miguel Ángel Rodríguez, escritor, psicoanalista.
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