En la angustia de la ignorancia
de lo porvenir, saludemos
la barca llena de fragancia
que tiene de marfil los remos.
Rubén Darío, «Programa matinal»
Los aviones dirigibles, o zeppelines, como son mejor conocidos, tienen una leyenda negra que no merecen, y para alimentar la cual ha contribuido incluso el rock, sin duda inconscientemente. Pero fue un gran invento, tan grande que seguramente el célebre incendio del zeppelin Hindenburg en New Jersey en 1937 (incuestionablemente uno de los primeros iconos del periodismo mundial) fuese ocasionado por un sabotaje por parte de los servicios secretos de Estados Unidos, muy duchos en este tipo de sucias maniobras como ya había sucedido en 1898 con la voladura del acorazado Maine. Los motivos parecen claros: ya antes el país de las barras y las estrellas había mostrado su enemistad ante los nuevos artefactos voladores (dotados, por cierto, de una estética muy modernista, casi Art Decó, steampunk diríamos hoy, bella y rotunda entonces como ahora) negándose a vender helio a la Alemania nazi para inflar los globos, a lo que se sumaba cierto recelo al éxito con que Alemania suministraba mercancías a países a la sazón ricos y emergentes como Brasil y Argentina. El propio Empire State Building contaba en su pico con un apeadero para dirigibles, y eso tal vez colmase la paciencia del gobierno en lo que toca a asumir los adelantos tecnológicos y la aceptación pública de una potencia extranjera -y hay que recordar que en 1937 el canciller del Reich, Adolf Hitler, todavía no había mostrado del todo su verdadera cara, de manera que por eso no fue…
En cualquier caso, conspirado o no conspirado, el resultado fue arrollador en lo que se refiere a acabar con la reputación de los dirigibles, y eso que el propio Hindenburg había realizado sesenta y dos vuelos exitosos antes del desastre y que la bola de fuego tan sólo mató un tercio del pasaje, es decir, mucho menos de lo que suele ocurrir en la actualidad con el accidente de un avión comercial a reacción. Los dirigibles podrían volver a surcar los aires, como ballenas angélicas o molinos de viento flotantes (de hecho, una de las utilidades previstas para los dirigibles es portar aspas de molino para los parques eólicos, algo que actualmente hay que hacer de la manera más incómoda posible para que no se partan por el camino), como pretende el proyecto “Airlander 10” que quiere comenzar su andadura en 2026. Las ventajas serían innumerables, y para colmo ecológicas: los dirigibles despegan y aterrizan gratis y sin gasto de energía; cuanto más grandes son, mayor estabilidad poseen; no necesitan aeropuertos, pudiendo aterrizar en cualquier terreno llano, incluidos lugares de difícil acceso o las zonas catastróficas; puesto que vuelan a altitudes mucho menores que los aviones, y a una velocidad mucho más pausada, no necesitan presurizar sus cabinas y los pasajeros podrían abrir las ventanas y disfrutar de las vistas como si volaran en un caza de la Primera Guerra Mundial; todo ello, ni que decir tiene, con un porcentaje de emisiones de gases de efecto invernadero prácticamente insignificante en comparación con la aviación militar y comercial… Si además tenemos en cuenta que se prevé para la próxima década nada menos que una duplicación de los vuelos comerciales y por tanto de la emisión de CO2 en todo en planeta, entonces la posibilidad de desarrollar el sector de los gigantes voladores en el futuro inmediato se presenta más como una necesidad medioambiental que como una virtud o un lujo superfluo.
Naturalmente, el tipo de materiales que se usan ahora para construir dirigibles son mucho más seguros y eficaces que los que llevaron al Hindenburg a hacerse el bonzo, si es que fue eso lo que ocurrió, para empezar porque ya no se rellenarían exclusivamente de hidrógeno altamente inflamable como fue el caso del Hindenburg, a causa precisamente del veto americano. La piel de un dirigible del s. XXI puede aguantar hasta diez disparos de bala, lo cual, por otro lado, lo hace del todo inútil como arma de guerra. Las pegas que se le pueden poner al renacer del dirigible son escasas, y no parece improbable que la ingeniería de los próximos años acierte a subsanarlas. Entre ellas se cuentan el “efecto vela”, que convierte el dirigible en difícil de manejar en condiciones climatológicas adversas, o su posible uso para portar cargas, ya que una vez que el artefacto suelta un contenedor, se ve impulsado hacia arriba por la fuerza del gas antes de poder amarrarse a otro, a no ser que realice ambas operaciones al mismo tiempo. No parecen problemas insalvables, siempre y cuando se haga primeo cierta pedagogía respecto de la leyenda negra, y Jimmy Page, guitarrista y fundador de Led Zeppelin, se preste a convocar una rueda de prensa para disculparse… (esto último es broma). Los dirigibles tienen aspecto de progreso, es como si llevarán la palabra “civilización” escrita en el vientre, y realizan el milagro de hacer ligero lo pesado. En la tercera parte de Indiana Jones el personaje y su padre se embarcaban en un dirigible, en un bonito anacronismo que daba pátina histórica pero también un aire irresistible de nostalgia al film. Ahora imaginemos un eclipse en pleno día, con una sombra majestuosa avanzando serenamente por el campo o por el asfalto de la ciudad; miras hacia arriba y ves un balón elíptico, blanco como la nieve, como una cometa inmensa, poniendo una nota de esperanza en el inmenso azul…
Óscar Sánchez, filósofo, escritor, nacido en España donde hoy vive, aborda desde tales campos actualidad, cine, cómic, política…
Correo: tejumn36@hotmail.com