Sabino Villaveiran: «La encrucijada»

Trabajo desde muy pequeño; pero con sueldo, desde los dieciséis años. Mi viejo cumplió la promesa que renovaba cada año al empezar las clases, de que, si repetía el año me mandaría a trabajar y tendría que estudiar de noche. A duras penas pasé primero y segundo año; pero tercero me resultó imposible. Con una diligencia asombrosa se encargó de todo, tocó algunos contactos y antes de que terminara aquel año, ya estaba trabajando. Después de todo, no resultó tan malo. Si bien tenía que aportar un porcentaje en mi casa, no porque hiciera falta, sino más bien como continuidad del escarmiento, estaba bueno tener mi plata sin tener que pedirla. Lo peor de todo fue separarme de Alejandro que era el único motivo saludable en esa época sin brillos. Lo busqué entre mis nuevos compañeros, en los pasillos de la escuela; pero no estaba, se había perdido en el rincón donde la vida oculta, inexplicablemente, a las personas más queridas. Cuando por fin terminé la secundaria ya me habían echado de aquel empleo y había pasado por otros dos, y me había convertido en vendedor en una librería del centro. Conservé ese empleo durante varios años, mientras seguía viviendo en la casa de mis padres. La situación se volvió insostenible, y después de mucho meditar y sacar cuentas, a los veinte años comprendí que mi papá y yo no podíamos vivir tan cerca uno del otro y me fui de casa. Alquilé una pieza individual en una pensión de San Telmo. Chacabuco y México. Era la gloria, no tenía que rendirle cuentas a nadie. El problema más importante era la comida, aún hoy no sé cocinar y, en ese tiempo tampoco tenía los elementos para hacerlo, así que me doctoré en arroz con atún y fideos con manteca y para tomar, agua. Era la época final de la dictadura y, ante las inminentes elecciones se vivía tal estado de efervescencia y de optimismo, que resultaba grato estar vivo para respirar esos momentos y ser joven era una recompensa adicional y bienvenida. Con temeraria intrepidez participé como independiente de la marcha del treinta de marzo del ochenta y dos que terminó con una represión caníbal. Ahí recibí mis primeros palazos policiales y gracias a mi estado físico, varias veces escapé por milagro de que me detuvieran. Contemplé absorto como tres días después, la plaza mayor se llenaba de patriotas que festejaban la toma de Malvinas. El mundo rompía el cascarón delante mío y se mostraba suculento.
Ya en el ochenta y tres me sumé, un poco sin saberlo, a la columna del partido obrero en la marcha del dieciséis de diciembre y comencé mi militancia. Todo era auspicioso. Por un lado, era un joven que vivía solo y que podía decidir por donde debía pasar el rumbo de mi vida; por el otro el país parecía renacer y, por primera vez, creíamos, o yo creía, que era posible. Mis ojos se abrían asombrados a un mundo que brotaba de una tierra que habían intentado resumir al miedo y la desidia y que ahora resurgía como un milagro gestado de la nada. Me anoté en el profesorado. Quería ser maestro. No sabía lo que esa profesión me tenía reservado.
Mi vida cambiaba al ritmo del país y los sueños que había soñado siendo un niño sin sustento estaban al alcance de la mano. Renuncié a la librería porque no quería ser una oveja más en un rebaño vacilante y, como la plata comenzó a escasear, pasé a compartir habitación en la pensión y a comer una sola vez al día. Ahí conocí a César, mi compañero de cuarto. Un chico uruguayo que era ayudante de chef en “La Lecherísima” y se las arreglaba para cocinar manjares con lo que podíamos juntar entre los dos. Nos hicimos amigos. Encomiaba mis escritos y yo bendecía sus comidas. Él volvía del trabajo a las tres de la mañana y amanecíamos charlando tirados en las camas. Al final el tema siempre era la plata. Yo no tenía trabajo y a él no le alcanzaba. La habitación a oscuras le daba a nuestras voces una procedencia incierta y a nuestros aprietos, una perpetuidad de desamparo.
El ochenta y cuatro comenzaba a fallarnos. Con el invierno se hizo más difícil. Allá por julio mis ahorros habían enfermado de muerte. Si no fumaba, me quedaba plata para cuatro días. Era la primera vez en mi vida que el futuro, para mí, se terminaba al otro día. La opción de volver a la casa de mis viejos resultaba más letal que una sobredosis de cianuro, pero parecía no quedar otra. No conseguía nada, a menos que aceptara ser esclavo y no aceptaba. Ya aportaba poco para las delicias que preparaba César por las noches y durante el día erraba como un fantasma triste por una ciudad vedada.
Los cuatro días habían pasado y la biyuya se moría sin remedio. Ese amanecer se presentó temprano. A las seis de la mañana la habitación era una sección del polo norte. César se había quedado dormido en algún momento de la charla. Me levanté de golpe y me di una ducha fría, para activar el pensamiento. Hice tiempo sentado en mi cama mientras pensaba y escuchaba roncar a César que dormía calentito. A las ocho de la mañana abrí Uggi’s junto con los empleados, que era una cadena de pizzerías de morondanga; que, por un austral, te daba un café con leche con tres medialunas. Desayuné con la voracidad de un cosaco en cautiverio y la parsimonia de un ángel sin conciencia. Después salí a la calle, me quedaba un austral y setenta y cinco centavos. Esperé en la puerta a que abrieran los chinos, que ya existían, en Venezuela apenas doblar por Chacabuco. Me compré un balde de plástico, un sachet de detergente y un secador de piso. Un austral con cincuenta. Veinticinco centavos en el bolsillo, una porción de pizza en el estómago vacío al mediodía. Encaré por Rivadavia con rumbo Oeste. Me ofrecí para limpiar los vidrios en los negocios. Antes de llegar al once había limpiado seis vidrieras. Tenía diez australes. Había encontrado mi gallina de los huevos de oro.

Sabino Villaveiran, profesor para la enseñanza primaria en la escuela pública, escritortallador y escultor en madera.