Sabino Villaveirán: «Otilio Malatesta, el fingidor»

A Otilio Malatesta le gustaba fingir. Desde pequeño solía representar pequeños números artísticos a los postres de las cenas navideñas, oculto debajo del embuste de todo tipo de afeites y disfraces. Conforme iba creciendo el encanto que genera la niñez se fue desvaneciendo y en su lugar se instaló una odiosa pre adolescencia. Al tiempo que sus producciones carecían de la gracia infantil y se volvían más extensas y aburridas, sus parientes dejaron de festejar sus ocurrencias y preferían dar por terminada la velada antes de destapar la sidra y marcharse hacia sus casas para no tener que soportar sus dislates de mal gusto. Este desplante no hizo mella en el ánimo de Otilio; lejos de eso fortaleció su espíritu y lo impulsó a componer cada vez personajes más terribles que desarrollaban sus gestas en situaciones más osadas. Tuvo, eso sí, la precaución de no hacer un espectáculo masivo de sus intervenciones, las reservaba para ocasiones especiales causando la sorpresa y el fastidio de su núcleo familiar primario y de los amigos más cercanos. En cualquier momento y sin que nada lo presagiara irrumpía caracterizado de los más diversos personajes y provocaba el estupor y la indignación de sus ocasionales espectadores. Su padre, hombre pragmático y severo, puso fin a esta conducta impertinente con gestos desencajados y algún que otro coscorrón el día en que Otilio, aprovechando el cumpleaños de su hermana, se tiñó el pecho con la tinta roja que había sacado de varias biromes bic y fingió su muerte en el piso de la cocina. La descarnada imagen le provocó un infarto al débil corazón de su abuela, quien murió minutos después en la ambulancia que la trasladaba al hospital más cercano.

A causa del escarmiento ya que no del remordimiento, prometió no insistir con sus interpretaciones y mantenerse ayuno de cualquier tipo de aspiración actoral, de simulación, de trastoque de la realidad o de mero disimulo hasta el día en que se recibiera de técnico mecánico. Transcurrió su secundaria inmerso en un anonimato tan abrumador que nadie pudo percatarse de que ese encierro no era sino su actuación más consagrada. Fingía no querer fingir. Así comprendió que no era necesario un disfraz para mimetizarse con su ser ficticio. Nunca sonrió tanto y disfrutó más de la soledad como cuando, por las noches, se quedaba despierto en la oscuridad de su cuarto y evocaba la actuación del día; lo que para los demás era un descanso definitivo de sus infames actuaciones, para él era su obra más lograda. Su comportamiento entró en una tiniebla que se volvía más espesa donde la realidad y la fantasía tenían un límite impreciso. Sus compañeros comenzaron a alejarse de él y su vida exterior se volvió sombría y solitaria, giraba en torno a la ficción que habitaba en su fantasía. Y en su mente, los personajes cobraban una contundencia de aquelarre que lo convertían en un ser ambiguo. Cumplida su promesa, tuvo su primera interpretación mixta en la que combinó la ausencia de camuflaje con un ademán por demás histriónico. Ya en la ceremonia en homenaje a los egresados de sexto año del industrial, permaneció parado al final de la larga mesa detrás de la cual estaban los profesores, exhibiendo su diploma con el brazo extendido por sobre su cabeza y la mirada perdida en el futuro aparentando ser la estatua de sí mismo ofrendando su logro a la posteridad.

El año siguiente comenzó a trabajar en el taller mecánico de un amigo de su padre con el doble fin de adquirir los conocimientos prácticos que la secundaria le había retaceado y de hacerse de unos ahorros que le permitieran, en algún momento, montar el suyo propio. Durante ese periodo de su vida sus actuaciones cobraron renovados bríos. Aprendió a vivir con sus fantasmas y la edad adulta le permitió una cierta inserción social que propició su prosperidad. Encaraba la jornada laboral representando personajes mitológicos o históricos apenas develados por alguna cita textual extraída de su frondosa biblioteca, o por ademanes confusos e impertinentes que, lejos de generar la admiración de los ocasionales espectadores, sorprendía y asustaba a la clientela que trataba de alejarse de él lo más posible. Toda su vida pasó a ser una farsa. Extendía el brazo para parar al colectivo y era Rudolf Nuréyev bailando “El lago de los Cisnes”, descendía los escalones del transporte al estilo Fred Astaire, se colocaba el overol de trabajo representando a Charles Chaplin en “Tiempos Modernos”, pedía una ginebra en el bar con la voz de Pepe Arias, intentaba seducir mujeres simulando ser Alain Delon e iba al baño como suponía que lo haría el príncipe de Gales. Recibió una severa reprimenda y debió faltar al trabajo durante una semana cuando tuvo que ser hospitalizado para un lavaje de estómago tras haber bebido el contenido del recipiente luego de realizar un cambio de aceite, el día en que personificaba a Sócrates. Lejos de ser reconocido por su arte, que nadie comprendía y ni siquiera sospechaba, estas actitudes irracionales provocadas por su obstinado afán de actuar le valieron el mote de: “El Loco”, que se esparció por todo el barrio y provocó que el taller mecánico adquiriera un renombre tal que el dueño debió recurrir a establecer turnos vía telefónica. La gente se agolpaba en la entrada, ya sea que tuviera auto o no, solamente para verlo proceder. Varios psicólogos, incluso fumando en pipa, intentaron acceder a él por lo interesantísimo del caso simulado ser clientes, inspectores municipales o vendedores de churros y bolas de fraile; pero más tarde o más temprano abandonaban la cruzada. También aprovecha las largas caminatas de regreso hacia su casa para componer diversos papeles a través de los que era ya un aristócrata venido a menos, ya un médico, o ya un panadero para lo que se espolvoreaba un poco la cara y los brazos descubiertos con talco hipoalergénico; sin que estas representaciones causaran el más mínimo impacto en los ocasionales transeúntes con los que se cruzaba. Para ellos era una persona más caminando por la calle; pero en su coleto íntimo estaba actuando y esa misma indiferencia era la señal más acabada de su éxito. Una tarde se caracterizó de distraído y tras pasar varias veces por la misma casa de la esquina de José Bonifacio y Puan provocó que los ancianos que vivían en ella llamaran a la policía, por que pasó la noche en la comisaría.

Por fin, al cabo de cinco años, y con la ayuda económica del dueño del taller que le prestó algo de dinero con tal de sacárselo de encima, pudo independizarse y erigir su propio taller a dos cuadras de la estación de Ciudadela. Pronto se aburrió de las rutinas de burros de arranque y baterías, y para darle un poco de emoción a su trabajo retomó el camino de la simulación irrefutable que había abandonado de pequeño. Con mucho esfuerzo de producción y ensayo logró componer tres personajes aleatorios, uno de los cuales y el que más difícil le resultaba representar era el de él mismo. Los días pares atendía el taller Ladislao, para lo cual adoptaba un léxico que consideraba propio del este de Europa, se colocaba un bigote falso que con el tiempo fue adquiriendo distintas coloraciones debido a su maltrato y cojeaba, leve; pero ostensiblemente de la pierna izquierda a causa de una herida de guerra. Los días impares era el turno de Zacarías, a quien su defectuoso acento guaraní podía hacerlo provenir de cualquier provincia mesopotámica, tal vez de Formosa o de San Juan; pero nunca del Paraguay. Coloreaba sus mejillas con rubor rosado para mejor enfatizar su infancia en las tierras coloradas y enmarcaba sus ojos con unas profusas cejas postizas que debía reacomodarse constantemente los días de mucho calor ya que el sudor hacía que se le deslizaran rostro abajo. A él personificándose a sí mismo le quedaron los días de lluvia, ya sea que precipitara en día par o impar.

Con el correr de los años el taller adquirió mala reputación debido a la extrañeza que provocaban en los clientes sus tres dueños. El relajamiento que produce la costumbre lejos de afianzar los personajes terminó por confundirlos. Llegó un momento en el que a los clientes les costaba discernir quién era que los atendía y los rumores de que eran la misma persona comenzaron a esparcirse por el barrio. Ladislao cojeaba a veces de la pierna derecha y Zacarías intercalaba freses con tonalidad polaca en medio de su pronunciación más bien aguda y los días de lluvia atendía un personaje híbrido que no era ninguno de los tres sino todos ellos juntos. La constante impostación no solo le valió una vida de soledad y ausencia, sino que le produjo un cierto desequilibrio emocional y psíquico que le impedía estar al frente del negocio.

Más cerca de la compasión ajena que de la celebridad, a la edad de sesenta y cuatro años, Otilio decidió cerrar el taller; pero no renunció del todo a ser otro dentro de sí mismo. Aconsejado por la única mujer que lo comprendió y que, quizás lo quiso, y como una alternativa facilista y sin relieve, comenzó a tomar clases de actuación y puso un kiosco en una de las ventanas de su casa que, por suerte quedaba en planta baja.


Sabino Villaveirán, escritor, tallador y escultor en madera, profesor para la enseñanza primaria en la escuela pública.

Dejar una contestacion

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *


El periodo de verificación de reCAPTCHA ha caducado. Por favor, recarga la página.