A Ivana, Marisa y Marisu
El domingo a la tarde, día de por sí depresivo, mi amiga Rosi me propuso que jugáramos a algo. No sabíamos a qué, estábamos tan aburridas que ningún juego nos complacía. Todos tenían un “pero”: que no era divertido, que teníamos que estar sentadas mucho tiempo, que le faltaba una pieza, ficha o carta. No era fácil elegir, el tedio nos había aplastado la creatividad.
Volvimos al sofá y prendimos la tele, una buena película o serie nos ayudaría a pasar el momento. Ninguna de las dos podía mantenerse quieta. Nuestros pies se movían como si quisieran salir a pasear. Ambas sabíamos que no podíamos hacerlo. Entonces se me ocurrió una idea. Saqué un libro de la biblioteca y empecé a leer en voz alta. La historia transcurría en un barco, en un país europeo. Los personajes principales eran el capitán y su ayudante Fritz. El relato era entretenido para mí, no para mi amiga. Ella seguía sintiéndose aburrida. Elegí otro texto, ese era de amor. Seguramente le iba a gustar a Rosi, era una amante de las novelas románticas. Los protagonistas eran un muchacho trabajador y una joven empresaria. Pero no hubo caso, pude mantenerla quieta solo cinco minutos.
Sentía una mezcla de molestia y hastío. Podría haberme ido a dormir y descansar tranquila, pero estaba obligada a alegrarle la noche a mi amiga. No entendía por qué tenía que hacerme cargo de su entretenimiento, ¿acaso era una animadora contratada para divertir a los pasajeros de algún crucero? Me detuve a reflexionar si ella me había impuesto esa misión o si era mi naturaleza de ayudadora metida la que me obligaba a hacerlo. La verdad es que no lo sabía. Cansada de oír sus resoplidos, busqué música alegre en la computadora. Fue entonces cuando descubrí en YouTube una lista de reproducción interesante: música para bailar con conciencia. Sin saber de qué se trataba, puse el primer video. Una joven llamada Angie daba un breve lineamiento sobre ese tipo de danza. Aparté los muebles del living, quedó un espacio despejado y bastante amplio para desplazarnos. Noté cómo Rosi se animaba, se incorporó e hizo algunos movimientos suaves con el cuerpo.
La profe sugería sentir el contacto de los pies con la tierra, ser amable y amorosa con nosotras mismas, no realizar ningún esfuerzo, poner la atención en las articulaciones. Todo estaba bien, nada podía estar mal. Era una propuesta encantadora. La cara de Rosi era otra, la mía también. Tenía los músculos relajados, esbozaba una sonrisa. Me sentí libre, mis brazos se convirtieron en alas, querían volar, mis pies los siguieron. Bailé sola, bailé con Rosi, recorrí el espacio yendo hacia adelante, atrás, a los costados. Estaba feliz. En un momento Angie propuso que hiciéramos una ronda, dijo que no tenía importancia si era real o virtual. Me quedé en un rincón, mi amiga estaba muy compenetrada con su danza. Cerré los ojos y me entregué a un círculo imaginario, hasta extendí los brazos para tomar a mis compañeros. Sentí cierta tibieza en mi mano derecha, como si estuviera en contacto con otra persona. Abrí los ojos con la intención de sonreírle a Rosi, pero ella estaba en el otro extremo de la sala. Yo estaba sola, le resté importancia a la temperatura de la mano. Seguramente era porque la sangre circulaba mejor. Volví a entornar los ojos y extender los brazos. Entonces percibí la presión de otra mano en la mía. Pasaron unos pocos minutos y ocurrió que un brazo extraño se apoyó en mi hombro y una voz desconocida me dijo: “No te asustes, soy yo, Fritz”. Temí estar alucinando. Ese era el nombre de uno de los personajes del libro que había tomado de la biblioteca. Balbuceando, le respondí con un hola entrecortado, temeroso. Él se dio cuenta de que estaba asustada. Susurró que no tuviera miedo y me explicó el motivo de su visita: “Hace un rato me despertaste, me gustó tanto el sonido aterciopelado de tu voz y me sentía tan solo que se me ocurrió pasar un rato con vos”. Me estremecí, Rosi nunca debería enterarse de este episodio, ella no era una mujer tolerante ni paciente, me internaría en una clínica sin pedirme permiso.
Fritz me contó que en la actualidad se sentía muy feliz, se había animado a seguir sus deseos. Además, estaba viviendo con una persona muy generosa, pero que no siempre estaba en la casa. En esos días estaba solo. Entonces fue cuando sintió unas ganas alborotadas de conocerme. Y eso fue lo que hizo. Me encantó bailar con él, era un chico muy bueno y agradable. Después de dar unos pasos, un hombre de mediana edad se presentó con amabilidad. Era el capitán. Le preguntó a Fritz se le permitía bailar conmigo. El joven se ubicó en un rincón, pero antes de alejarse, me abrazó con fuerza y me agradeció por el tiempo compartido. El hombre me contó que había perdido la cuenta de los años que hacía que navegaba. Era un viejo lobo de río, dijo. Me confesó que nunca había comandado un barco en el mar. También agregó que estaba perdiendo interés en la navegación. Había descubierto una nueva actividad que lo entretenía, pero lo más importante: que lo hacía sentirse útil. Además, me comentó que desde hacía unas semanas tenía un huésped y su casa se había llenado de alegría. Al finalizar el tema musical, se despidió estrechándome la mano y valoró mi compañía. Se situó al lado de Fritz. Me di vuelta porque sentí la mirada de Rosi en la espalda. Con cara preocupada me preguntó si me sentía bien, me dijo que mientras bailaba, hablaba sola, en voz alta.
Pensé que tenía que dejar de bailar, quizás los giros no me estaban haciendo bien, me sentía un poco mareada. Sonaron las notas de la siguiente canción, mis pies se movían sin que los dirigiera. Me desplacé por la sala siguiendo el swing de Pink Turtle, ese grupo me transportaba, me hacía perder noción de la realidad. Estaba relajada y alegre, entregada a la música cuando una mujer más bien alta, con un vestido de noche llamativo, se acercó. Con mucha educación se presentó, dijo llamarse Pola. Era un encanto de chica, aunque un poco extraña. Bailaba como los dioses. Me contó que desde hacía muchos meses estaba quieta, no había movido ni un músculo. Me interesó saber por qué, ella respondió que por circunstancias que prefería no recordar, había tenido que permanecer inmóvil. La verdad que, si no me hacía ese comentario, jamás hubiera pensado que la chica había estado inactiva, no se le notaba para nada. ¿Habría padecido depresión? Era muy sensual y atractiva, su conversación, amena y educada. Me encantaba moverme a su ritmo. Tuve ganas de abrazarla y decirle que a partir de ese momento todo estaría bien. Me sentí una vieja cursi influenciada por la psicología positiva. Pola se despidió con una reverencia y se paró al lado de los dos hombres.
Estaba exhausta, tomé un sorbo de agua y deseé que la clase terminara. Me sonreí, en realidad podía terminarla en cualquier momento. Estaba siguiendo las instrucciones de un video. Nadie me sujetaba para que siguiera moviéndome. Resoné con la palabra sujetar, era así como me sentía… La música siguió sonando. Rosi parecía otra persona, estaba plena y feliz. Me prometí que esa sería la última canción que bailaría. De pronto aparecieron un muchacho de unos treinta años y una chica de su misma edad. Se los veía espléndidos, envueltos en un halo de amor. Sus cuerpos emitían luz de un color puro. Me rodearon sigilosamente. Me sentí renovada, llena de energías. Danzamos los tres con movimientos coordinados, como si hubiéramos ensayado una coreografía. La pasión de los jóvenes alimentó mi viejo corazón. Recordé las sensaciones sentidas cada vez que me había enamorado. Ellos me pidieron que no contara que los había visto juntos. Me suplicaron que mantuviera el secreto. Era increíble que un amor tan hermoso estuviera oculto. Pero la gente tiene sus misterios y es mejor no indagar en ellos. Faltando unos compases para que finalizara la música, se acercaron el capitán, Fritz y Pola. Nos tomamos de las manos y juntos formamos un círculo. Armamos una ronda tan tierna, que me conmoví hasta las lágrimas. Rosi me observaba y, sin entender nada, tomó mi mano y se meció a mi ritmo. La pobre no supo que el capitán la miraba con ojos seductores. Quizás se estaba enamorando de mi amiga.
A los pocos minutos terminó el video, Angie se despidió con un “hasta la próxima semana” y Rosi, emocionada, me abrazó. Me agradeció el esfuerzo que había hecho por ella. Me dio un beso y me dijo: “Sos una gran amiga, siempre estás presente”. Me sonreí, mis nuevos amigos me estaban haciendo el gesto de namasté.
Silvia Lifschitz, escritora, nació en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Es Licenciada en Administración y Contadora Pública (UBA), Consultora Psicológica (Holos Capital), Terapeuta orientada en Focusing (Focusing Institute), Arteterapeuta (Primera Escuela Argentina de Arteterapia). Directora de Redacción de la Revista “Arteterapia. Proceso Creativo y Transformación”. Publicó Pájaros en el pecho (2015, cuentos), Una convención anual (2016, cuentos), La máscara azul (2017, cuentos) y El aire fresco de la vida (2020, cuentos). Su cuento El pequeño elefante obtuvo el primer premio 2017 en el Concurso de Literatura organizado por el Consejo Profesional de Ciencias Económicas de CABA y el cuento La máscara azul, el primer premio 2017 en el XXXIII Certamen Nacional de Poesía y Narrativa Breve «Letras Argentinas de Hoy 2017».