Las esterillas estaban apoyadas sobre el césped recién cortado del jardín de María. Siempre para esta época, cuando comenzaba el calorcito de la primavera, hacíamos la clase ahí. El canto de los pájaros contribuía para que el momento fuera único. El aroma de los jazmines endulzaba el aire. Mágicamente me trasladé a mi infancia, a la casa de mi abuela en la zona de Paso del Rey.
Comenzamos haciendo unos movimientos suaves, circulares, calmos. Tomé conciencia de mi cuerpo, intenté serenar mi mente. Me sentía feliz y tranquila, era una mañana bellísima. Pero, de pronto, sentí algo extraño. Si bien nada visible había cambiado, tenía un presentimiento difícil de explicar con palabras. Apenas lo podía entender. Quise quitarme esa sensación del cuerpo, por eso me sacudí como si fuera un perro. Fue mi intento para expulsar ese “no sabía qué” que me había tomado. No quería que eso me habitara. Obligué a mi cerebro a mantener la concentración. Después de todo, una clase de yoga así lo exigía.
María siguió haciendo las asanas. Por lo visto, para ella nada había sucedido. Solo en el momento en que me moví con fuerza me preguntó si me sentía bien. Le hice un gesto afirmativo con la cabeza y seguimos con nuestra práctica habitual. Estuvimos un buen rato dedicándonos a las posturas. A algunas las nombraba en sánscrito, otras en el más puro español: gato, ranita, tortuga, niño. Me decía: “Inspirá en pez, exhalá en gato”. Pensaba en la ternura de esas denominaciones infantiles, llamar al gatito Bidalasana no era lo mismo.
Pasados los cincuenta minutos de práctica, María comenzó con los ejercicios respiratorios, los combinaba con mudras que finalizaban con Om. Luego, disfruté del mejor momento de la clase, de la famosa posición Savasana o relajación. María, con su voz angelical y sabiduría especial, me guió por todos los chakras: “Visualizá el rojo para el chakra raíz, naranja para el sacro, amarillo para el plexo solar, para el corazón, el verde, azul turquesa para la garganta, añil para el tercer ojo y, para el chakra corona, el violeta”. Siguió diciendo que sintiera cómo la energía recorría todos mis centros y, por último, me sugirió que me imaginara envuelta en una luz blanca. Terminamos la clase con un namasté.
María fue hasta el interior de la casa para buscar la tetera con el té yogui. Solíamos beber al finalizar el encuentro. Fue entonces que dije:
—Qué lindo el nuevo enanito que pusiste allá —y señalé con el índice el lugar—. ¿Dónde lo compraste?
—Ami, no puse nada en el jardín.
Insistí y apunté con toda mi mano extendida hacia la esquina que daba al sur. Ella me miró con un dejo de preocupación y, con su habitual suavidad me pidió que le describiera qué estaba viendo. Hice algo más práctico: agarré el celular, tomé una foto y se la mandé. María empalideció, miró la imagen de arriba abajo y viceversa. Se levantó y caminó hacia el lugar en el que, supuestamente, estaba esa figura. Volvió a mirar la pantalla con detenimiento para guiarse y acercó su mano a la altura de la cabeza del “nuevo” macetero. Acomodó su teléfono y se sacó una selfie.
Vino corriendo hacia mí, su serenidad había desaparecido. Me mostró la foto y yo también perdí la compostura. Se veía con nitidez un ser diminuto, con ropas pintadas de colores brillantes y una sonrisa entre burlona y maliciosa. Me atraganté con un sorbo de té. Luego de toser, le conté a María mi experiencia durante la clase. Ambas coincidimos en que ese personaje había estado cerca de mi cuerpo, que su vibración había interferido con la mía. Que, sin dudas, eso no había sido algo bueno. Ella escribió unas palabras en Google y el resultado mostrado nos espantó. Algunos posteos compartían historias terroríficas de gnomos maléficos. Pero otras relataban que, para el folklore germánico, por ejemplo, eran símbolos de la buena suerte.
María, luego de recuperarse, asumió una actitud valiente y caminó hasta el visitante. Con serenidad, le preguntó si necesitaba algo, si podía ayudarlo de alguna manera. Me acerqué al lugar y pude oír un sonido de una voz aniñada que hablaba en un idioma extraño. Ella le dijo que no entendía su lengua y le preguntó si comprendía la nuestra. Él, con un movimiento pausado, levantó su pulgar asintiendo. A mí se me congeló la sangre, pero intenté disimular mi temor, no fuera que pudiera olfatear mi miedo. Apenas podía pensar, pero tuve una buena idea: busqué la app que traducía diferentes idiomas. En ese instante sucedió lo más sorprendente que había visto en mi vida, la aplicación detectó su dialecto, el duendigonza, y tradujo cada una de sus palabras: “Estoy acá porque necesito un hogar, un espacio en el que me cuiden para poder ser libre. No teman, soy inofensivo. En la otra casa me trataban mal, me pateaban, me insultaban, por eso tuve que irme”. Mi amiga lo interrumpió:
—¿Qué te decían?
—“Duende de porquería, por tu culpa todo me sale mal, nos traés mala suerte”. Pero yo no hacía nada para molestarlos; al contrario, solía dejarles monedas escondidas en el jardín.
—Es que las personas estamos muy alejadas de nuestro eje, de nuestro centro y por eso nos enojamos. En esta casa intentamos ampliar nuestra conexión entre la tierra y el cielo.
—Hoy quise acercarme a ella —y me señaló—, pero me dio miedo molestarla.
—Yo sentí algo diferente. ¿Cómo te llamás? —le dije.
—Gandolfo. ¿Me puedo quedar en este jardín? —dijo con timidez.
Miré a María, conociendo su respuesta antes de que la pronunciara. En su corazón caritativo siempre había lugar para alguien más. Se acercó al cantero de las rosas, cortó la más bella y se la dio a Gandolfo. Esa fue su manera de decirle que podía quedarse.
Y fue en ese preciso instante que la magia se hizo presente. El pequeño Gandolfo dejó de ser traslúcido. Ahora todos lo verían. Era un espíritu libre habitando un cuerpo de resina.
Silvia Lifschitz, escritora, nació en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Es Licenciada en Administración y Contadora Pública (UBA), Consultora Psicológica (Holos Capital), Terapeuta orientada en Focusing (Focusing Institute), Arteterapeuta (Primera Escuela Argentina de Arteterapia). Directora de Redacción de la Revista “Arteterapia. Proceso Creativo y Transformación”. Colaboradora de la Revista de Arte y Cultura Devenir111 (www.devenir111.com). Publicó Pájaros en el pecho (2015, cuentos), Una convención anual (2016, cuentos), La máscara azul (2017, cuentos), El aire fresco de la vida (2020, cuentos), Que tengas un buen viaje (2022, novela corta) y Alfajor con cinta (2024, novela). Su cuento El pequeño elefante obtuvo el primer premio 2017 en el Concurso de Literatura organizado por el Consejo Profesional de Ciencias Económicas de CABA y el cuento La máscara azul, el primer premio 2017 en el XXXIII Certamen Nacional de Poesía y Narrativa Breve «Letras Argentinas de Hoy 2017».
