Daniel Claudio Chao: Muerto en vida

Una vivienda a oscuras, propiamente no una vivienda, una casa, una estructura cerrada sobre sí desde hace años. Está perdida la cuenta de hace cuántos. Un abandono indefinido ronda su interior en una polvorienta oscuridad. Ventanas, puertas, tapiadas, y desde entonces un tiempo en suspenso, hábitos dislocados, desperdigados en girones a mitad de camino por pasillos y palier.
Solo el reposo del polvo evidencia el tiempo y la hojarasca de vez en vez deslizada bajo la hendija de la puerta, alguna alternancia estacional. Entre tanto, este abandono deambula las dependencias, aquerenciado sin punto fijo dentro de la casa, repasa huellas lábiles.
Pero por una hendija ingresa, se inserta, un presente por primera vez tras indefinido lapso. La hendija se ensancha, la desbrozan los haces de luz y un hálito de aire foráneo se inmiscuye hacia uno de los cuartos de la casa. Un plano de luz artificial brota ahora por la abertura del cuarto y segmenta la penumbra hasta entonces sin centro ni circunferencia. Ruido de muebles corriéndose, ritmo se establece, pasos de entrada y de salida periódicamente abren un sendero entre el polvo. El abandono es expulsado, debe evadirse, recortarse de todo un segmento de su antro. La totalidad vuelta margen. La subjetividad de ese abandono desplazado, existente mientras nadie habita, ese punto vista de nadie mirar, resulta que son yo. No estoy, quedé ahí en una casa clausurada a oscuras. El tiempo reposaba y yo en él. SOY ese reposo y allá estoy enseñoreado. Las tramas infinitamente desgarradas y remozadas de las telas de araña son la trama de espesor sin fin de mis olvidos. Pero alguien ingresa. Totalmente ajeno a esta ajenidad. Han alquilado un cuarto de la casa y volverá a tener un pulso. Alguien enciende una luz que contamina más allá del cuarto a la invisibilidad. El abandono que soy sólo podrá espiar a hurtadillas al invasor, yacer atento a la perspectiva de nuevas avanzadas, de tener que ovillarse más y más en el silencio.
Despierto súbitamente en la clase de Filosofía Contemporánea. Fue un cabeceo fugaz. El titular de cátedra sigue presentando a Frege sólo un párrafo más debajo de dónde se apagó mi tele. Fugaz pero increíblemente lúcido, así como la posibilidad de su inmediata exégesis. Sí, la óptica es la mía. El muerto en esa casa soy yo. La casa abandonada es la relación terminada hace pocos meses con mi ex pareja. El nuevo inquilino será la fantasía de que haya un nuevo habitante ya en el amor de mi ex pareja mientras yo yazgo muerto para ella, ajeno a su vida como si hubiesen pasado décadas.
¿Qué pasó? Desear apasionadamente tejer una vida junto con alguien, y en ello apostar un total de energías que no es más que un resto en el cuerpo después de jornada tras jornada extenuantes en un trabajo que roza la explotación en incontables puntos. Querer proyectar una vida de novio tierno y eficaz, al margen de la vivencia constante de estar muerto en vida.
Como un Sísifo siglo XXI, arrastro cajas por el microcentro porteño, de a pie y en transporte público, con lluvia o con sol. Lo peor es con lluvia. Las cajas se deshacen, la mercadería se desparrama entre la gente. Todos los días una cartera de clientes espera ansiosa que les rellene las máquinas de café. Todos los días llevo a pulso por el centro entre ocho y diez kilos de insumos de café. Para empresas primermundistas en el tercer mundo, para kioscos, para laboratorios de análisis clínicos con hordas de pacientes recién extraídos, algodoncito en antebrazo, que si la máquina falló y no da el vasito de café, están al borde de la muerte y harán la denuncia. Para todos ellos soy el chico del café, que suele demorar demasiado o no deja suficiente insumo. El molinillo del café en grano trabado, la leche muy aguada o espesa, el nivel del vasito muy bajo o rebalsado, son dramas que requieren mi presencia inmediata, que corra hacia ellos con el peso del capital ajeno a cuestas.
Tan veloz como permite el microcentro, llego sin estar yo ahí. Resuelvo eficaz e indolente, sin dudas, de lleno al desperfecto, sin un gramo de implicación entre las piezas de la máquina. Sólo el fastidio por lo que me demorará el resto del recorrido. Máquina arreglada. Mi jefe al teléfono. Vas a tener que pasarte por menganito en la otra punta del centro, la máquina no calienta. El logro no fue nada. Me quiero morir. No, ya estoy muerto, pero no se han dado cuenta. Despliego el speech maquinal y explicativo que ilustra al cliente con el parte médico de la máquina, con todos los matices de la insustancialidad del problema. Hasta la semana que viene va a seguir tirando. Sí, tiene azúcar. Sí, tiene revolvedores. No obstante todo esto, no estoy ahí.
Durante ocho a diez horas al día, corriendo entre el depósito y los clientes, no estoy ahí. Salto de la cama. Mi novia había querido la convivencia pronto. Mudar mi muerte en vida a su vida. Ir codo a codo en sostener el pulso de un hogar. Olvido sacar bolsas de basura, hornallas perdidas, lavarropas llenos sin encender. Mi novia pide un novio presente. Yo no sé hace cuanto que no estoy. Sólo corro de un punto al siguiente, llego sin aliento, mientras mi vida desfonda su significado como el cartón de las cajas en la lluvia, deteniendo el recorrido. Nada de lo ocurrido en el día dará un relato. Son cosas nomás que hacen bulto y pesan junto a la mercadería de la que trabajosamente me desentiendo día a día. Muerto en vida. La sensación instalada como la tensión que atraviesa todo el esqueleto. Lo importante es que el día de hoy pase, sacárselo de encima, que termine y poder cerrar los ojos. En un bondi, en el subte, cenando con la pareja mientras nos cubre con la lista de nuevas faltas y descuidos. Yo ya estoy muerto. ¡No estás acá! ¡No puedo contar con vos! La amo, y no puedo asirla. No puedo asir la vida que me propone. Miro nuestro declive desde un celofán. Yo ya estoy muerto, pero aún no me di cuenta, amor. Nadie se dio cuenta. Me siguen pagando un sueldo. Al final de la jornada, llego a su casa (ultimátum de que la asuma como nuestra casa). Me pregunta qué tal mi día. Nada para contar, respondo para no desfondarme en que fue una pesadilla, en que sólo pensé en que terminara cuanto antes.
Un buen día es ese que pude sacarme de encima en tiempo record, insospechado, en que el peso de la mercadería no me trajo un rictus al lecho compartido, o en que una falla en el transporte no retorció todos los recorridos, o en que no se atravesó un desperfecto extra en una máquina en la loma del orto. Un día de mierda es cuando todo lo que puede salir mal sale peor. Entonces la vivencia de estar muerto en vida puede matizarse con el tono de ser esto una pesadilla, con el condimento de que no se puede despertar de ella. ¿Y si ya habíamos despertado y simplemente no nos percatamos? ¿Y si no queda resto para asumir el regreso a la vigilia y esto nos aferra al sopor? Sólo ocurre que una jornada termina, y uno se arrastra a la casa del amor, allí esperan las tareas de concubino. Esperan un semblante enérgico, un espejo enfocado al futuro, un reflejo que inspire a conquistas. Se espera alguna linda anécdota que sazone la cena, narrativa de desafíos superados, sostén y contención para el relato de la pareja. Vengo de estar muerto en vida, de no-querer-nada durante la jornada entera, sólo desear estar ajeno, sólo ejecutar con pericia las soluciones a reclamos ajenos para terminar lo más pronto posible ajeno a ellos.
Y preguntarme, con la conciencia dislocada del momento presente, de las tareas del hogar, del contacto visual que la pareja exige, ¿cómo, cuándo, llegué a esto? Trazar una cadena causal que se sumerge en el pasado, en puertas que no abrí, en trenes dejados pasar, ¿en un cierto placer hallado en la autocompasión?, en las carencias de la educación parental, en la falta del consejo oportuno o la inoportuna sordera a éste cuando sonó, en el capitalismo, en fin. Debería agradecer tener trabajo hoy en día, y un bondi cruza en rojo y casi nos pisa a las cajas de café y a mí, y por qué no lo hizo, no presentaría oposición si lo hicieran, total ya estoy muerto. Y así.

Daniel Claudio Chao, escritor.

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