Así somos, botes que navegan contra la corriente; implacables, rumbo a las tierras concedidas.
Después de jugar a la pelota, la mancha, o de hacer la tarea sobre uno de los bancos de piedra, cuando empezaba a caer la tarde, se sentaban sobre la hierba, en lo alto del barranco, para ver el paisaje: el lento ronronear de las lanchas con destino a Asunción, el impenetrable verde de la margen opuesta y el cielo dorado, manchado de nubes rojas y anaranjadas. Ese era el momento en que Carpincho le contaba a Coco las historias que había oído de sus abuelos. Eran las mismas historias guaraníes que a Julia le habían contado de nena, las que ella luego me contó a mí, y que se grabaron en mi memoria, para siempre.
—Ahí va la MbóiTu’i, ¿la viste?, mirá…salió del agua y se volvió a meter. —Una formación de aves volaba río arriba, sobre el cielo azul noche.
—Andá, Carpincho. Eñembotay, que me querés meter miedo— le respondía Coco.
Julia contaba que, por esos años, la mbóiTu’i se dejaba ver. Si uno afinaba la vista, en las tardes en que el río estaba enojado, asomaba sus ojos brillantes y su lomo oscuro, entre las ramas y camalotes arrastrados por el agua.
—La mbóiTu’i levantó la cabeza y te miró. A vos, chamigo. A vos, te digo. Te marcó. Creéme. Ahí va de nuevo, ¿la viste? Ojo, que, si te agarra, te revolea para la costa. Y después se encarga el Pombero, que te arrastra al cementerio, te tira sobre una tumba y te arranca los ojos. Al Pombero le gusta comerse los ojitos claros de los gringos como vos. Los deja bien cieguitos.
Coco y Carpincho se quedaban quietos, observando el río, respirando la quietud del anochecer; luego, de a poco, se miraban, de reojo, con temor, hasta que se empezaban a reír. Después, se ponían a hablar de cualquier otra cosa.
Pero aquel domingo de noviembre, Coco y Carpincho apenas si podían jugar; un calor pesado, como un yunque, caía sobre ellos. Implacable, el sol castigaba sus pupilas; les costaba atrapar el aire, respirarlo; el río estaba detenido, convertido en una pasta marrón sujeta a ambas márgenes. Julia contaba que la hora era confusa, que aún era de día, pero ya flotaban los secretos de la noche. Nadie se explicaba por qué los chicos hicieron lo prohibido: subirse a un bote abandonado, en medio de los juncos, y con dos ramas, empujarlo hasta lo hondo. Se tiraron al agua, agarrados a una soga. Luego pasó lo que pasó: el cielo se cubrió de nubes, el viento helado arrasó desde el norte; la tormenta, la crecida. El río los arrastró. Uno quiso salvar al otro, pero ninguno sabía nadar.
Cuatro días después, hallaron sus cuerpos, lejos, río arriba. Los encontraron abrazados, enredados entre ramas que se llevó el temporal. La ciudad pueblo lloró, inconsolable. El río se había llevado a dos de sus hijos.
El dolor era inimaginable; dos vidas arrancadas al comienzo de su vuelo. Ya nada sería igual; nadie los había preparado para perder lo más importante de sus vidas. Los padres de Coco siguieron los rituales. Lo velaron a cajón cerrado, taparon los espejos y se rasgaron la ropa, en señal de duelo. Rezaron el kadish, la plegaria por los muertos, durante treinta días. La vida se había apagado para ellos.
Del velorio de Carpincho no quedó ninguna memoria.
Julia, la hermana menor de Coco, fue cuidada y protegida hasta el accidente de su hermano. Después de la tragedia, su madre se secó, producto de la amargura, el dolor y la impotencia. Una empleada, nodriza, cuyo nombre fue olvidado, se ocupó de criar y amamantar a Julia, como hija propia.
Yo soy el hijo de Julia; nací en Buenos Aires, que fue lo más lejos que ella pudo irse de Corrientes. Julia me enseñó a nadar de chico, nunca en el río, siempre en el mar. Con ella aprendí canciones de la tierra colorada, chamamés, algo de guaraní e historias de su tierra. Mi madre, aunque trataba de ocultarlo, siempre fue una persona triste. La muerte de un hijo es algo que nunca se supera, solía decirme, y cuando los fantasmas la envolvían, me abrazaba fuerte, durante mucho tiempo, y empezaba a llorar. Y aunque ella no lograba desentrañar el origen de su dolor, se esforzaba siempre en hacer lo correcto. Siempre parecía estar un poco loca. Me repetía con la mente nublada, lo que su nodriza siempre le decía:
“La mbóiTu’i se llevó a su hermano, así que usted nunca se acerque al agua, m’hijita; y téngale también miedo al Pombero. La MbóiTu’i y el Pombero trabajan juntos. Por las noches el Pombero anda por las tumbas, silba como el viento, tiene los ojos malos y ataca cuando todos duermen”.
Todos los inviernos Julia y yo viajábamos a Corrientes. Nos quedábamos en casa de los abuelos; nos hacíamos escapadas a Asunción, a las cataratas, a Paso de los Libres, a los esteros, o simplemente nos quedábamos en la ciudad, con los abuelos. Con Julia íbamos al parque, cerca de la costanera, y yo me trepaba a las hamacas con forma de bote, y me quedaba jugando ahí, por horas. Pero asomarme al río, eso me daba miedo. Julia jamás mencionaba a Coco delante de sus padres, siempre me hablaba de él como si fuese un secreto, o un invento suyo. Tampoco había fotos ni recuerdos del niño muerto en su casa materna. Era una memoria obstinada en desaparecer.
Yo amo esa ciudad, tan distinta a Buenos Aires. La proximidad del monte, el suave acento de su gente, las canciones en guaraní. Cuando era nene, Julia siempre repetía que mis ojos azules eran idénticos a los de su hermano Coco, y cuando me decía eso, yo me quedaba en silencio, atemorizado y furioso a la vez, porque odiaba ser el recuerdo de un muerto. Julia nunca me llevó a la tumba de Coco; decía que no le gustaban los cementerios. A mí tampoco. A nadie le pueden gustar esos lugares, sucesiones de placas muertas de granito, con inscripciones, en medio de plantas y árboles.
Fuimos a Corrientes hasta mis quince años, cuando los abuelos murieron. Después de eso, dejamos de viajar.
Cuando mamá murió regresé a Corrientes. Llegué una mañana de abril, me alojé en un moderno hotel sobre el río. Apenas llegué, dejé mis cosas en la habitación y me fui a recorrer los sitios que recordaba. Quería contrastar los recuerdos de mi infancia con la actual ciudad. Todo estaba cambiado, casi no reconocía los sitios. La ciudad era vibrante, moderna, más vívida y reluciente. La ribera estaba llena de restaurantes y barcitos, y las calles peatonales, estaban repletas de negocios. Todo era tan diferente a mis recuerdos.
Cerca del mediodía fui a caminar por la costa del Paraná, bajo la sombra de los lapachos. Me senté en un bar a tomar algo frente al río; me puse a mirar las embarcaciones, la margen opuesta. Alrededor del embarcadero se amontonaban camalotes. Con el correr de los minutos el cielo se pobló de nubes, y las aguas se encresparon, mutando su color marrón a un tono más plomizo. Me quedé absorto en la visión del rio, olvidando mis temores de la infancia, hasta que, en un instante, me pareció ver, en medio de la corriente algo que no debía estar ahí; tal vez una rama, o fue simplemente un engañoso parpadeo. No lo sé, pero aquello, hizo que mi pecho se encogiera. Pagué la cuenta y salí rápido de aquel lugar.
Más tarde fui al cementerio. Yo había hablado previamente con el cuidador. “Si, Coco, el angelito rubio”, me había dicho por teléfono, cuando le pregunté por la tumba de mi tío. Cuando llegué, el cuidador, un hombre silencioso, me estaba esperando en la entrada. Le pregunté si me podía conseguir unas flores para dejar en la tumba; me dijo que sí y fue hasta su casa, al costado del cementerio. “Acá tiene, un ramito de margaritas salvajes”, me dijo. Después me llevó en dirección a la sepultura. Luego de recorrer varias calles internas de tierra colorada, llegamos. La lápida era antigua, de mármol blanco, con una profunda rajadura color ocre, que casi la atravesaba por completo, en diagonal. Tenía un pedestal con una foto de Coco, coronada con la estrella de David y flanqueada por unas alas talladas en piedra. Un ángel de piedra. Entonces el corazón me empezó a latir con fuerza. En aquella foto me vi a mí mismo; aquel nene era igual a mí cuando era chico. Yo nunca había visto esa fotografía; en realidad nunca había visto una foto de Coco, solo lo había dibujado en mi imaginación. El epitafio decía: “Aquí yace nuestro hijo Coco, que se ahogó en las aguas del Paraná”. Puse las margaritas sobre el mármol y recé una vrajá; instintivamente tomé una piedra que había sobre la lápida y me la guardé en el bolsillo. Me quedé mirando el entorno, respirando el silencio. Estaba solo en medio del antiguo cementerio. Cuando miré hacía el costado, a la derecha, vi que junto a la tumba de Coco había otra; era idéntica. Sobre el mármol estaba escrito: “Raúl –Carpincho – Jiménez Q.E.P.D”. La fecha de la muerte era la misma que la de mi tío. Aquella tumba estaba abandonada de todo recuerdo, llena de maleza, y un extremo de la lápida estaba partido, apoyado sobre el pasto. Imaginé muchos años atrás, dos familias, enterrando a sus hijos. Una sola procesión para dos muertes prematuras, el dolor de las madres, la confusión de Julia, el luto de un pueblo entero. Me pregunté por qué en todo ese tiempo, nadie le había dedicado un solo pensamiento al otro chico, a Carpincho, al que murió junto a Coco, el que quizá intentó salvarle la vida. Limpié las tumbas, y me senté en medio de ambas. Lloré por Coco, por Carpincho, por las vidas malogradas, por Julia y también, un poco por mí. Tomé una de las margaritas que había dejado sobre la tumba de mi tío y la puse sobre la de Carpincho. En ese momento sentí un sonido, como de agua, como una vertiente que fluía por debajo de las tumbas, algo que las conectaba, y que me atravesaba a mí también. Las sombras comenzaban a alargarse. Me quedé caminado sin rumbo, pero las figuras, el mármol, los ángeles, las cruces, todo parecía estar al acecho, y un aire hueco, perturbador, me acompañaba como una sombra. Apuré el paso hacia la salida.
Por la noche cené en el hotel. Estaba contento de haber viajado, pero también estaba inquieto, con un tipo de intranquilidad que no sentía desde hacía años. El vuelo a Buenos Aires era al día siguiente, a la mañana; ya quería estar en casa, volver a la normalidad de mi vida. En la habitación encendí el velador, me saqué la ropa, y me acosté. Miré un rato las fotos que había sacado: el cementerio, las tumbas, los epitafios. Las imágenes estaban borroneadas, fueras de foco; cuando intenté fijar la vista, los ojos me empezaron a arder. El sueño me estaba venciendo, pero no quería dormirme. Finalmente apagué la luz. Comencé a sentir un miedo irracional. Entonces escuché un ruido, en el fondo de la habitación; volví a encender el velador, y un escalofrío recorrió mi cuerpo. Me pareció ver algo oculto en el punto ciego en que la vista no llega, algo que me observaba desde el extremo del cuarto donde, todo se distorsionaba, y se volvía posible. Quise gritar, pero se me anudó la garganta, pensé en huir, pero sabía que aquello, estaba justo frente a la puerta de la habitación. Observé a mi alrededor, y agarré de la mesa de luz la piedra que había traído del cementerio. Me senté en la cama, erguido, y flexioné las piernas. Me quedé inmóvil, temblando; la sangre circulando veloz por mis venas; sosteniendo la piedra con mi mano en alto, yendo hacia el pasado, a mi destino. Sentí mi piel erizarse, mis ojos abrirse. Esperé. Esperé que aquello que ahí estaba, finalmente viniese hacia mí.
Daniel Eduardo Lerner, escritor, licenciado en administración de empresas, nació en la ciudad de Buenos Aires. Completó la carrera de Narrativa en Casa de Letras 2018, tomando talleres con Virginia Janza, Mariana Docampo, Ariel Bermani y José María Brindisi. En 2019 editorial Olivia publica su primer libro de cuentos, «Demonios», y su cuento “Bailarina” es premiado e incluido en la antología digital del Premio Itaú. Actualmente está trabajando en su segunda novela.
Instagram: @lerner_daniel_eduardo