Tengo la edad del hombre que no soy. Acaricio para que haya luz, para no sorprenderme por mandatos infieles. Hago ruido, espanto a esos demonios por si el recorrido del planeta profanara allí mi inocencia. Acaricio para hacer la luz para que llegue con una melodía el amanecer. Hasta el poema me reclama, me pide explicaciones, me quita las ganas de escribir: ya está bueno de reproches, le digo. No sé por qué la luz abusa de mi paciencia con tantas palabras. Hasta el poema me encierra, me pide la renuncia de tanto amar que no amé justifica mi encierro ahora ya que el tiempo no alcanza no hay angustia a la que rendirle referencia a que conjugación ofrendarle culto si ya hasta el poema está dispuesto a vaciarme el cargador y el corazón en la cabeza. Me queda poco en que confiar ni siquiera apostando a alguna letra pueda torcer el rumbo de tanta desgracia acumulada. No me pertenezco, no me curo de mí. Ahora exactamente tengo la edad del hombre que no soy. Tengo el tiempo de todo lo que desee corriendo por mis manos, ahora mismo, este instante es infinito, es un desierto roto que tira su paso de arena entre mis dedos y rabia. Ya nada quedará de tanta decepción: anécdota más, anécdota menos no altera el destino. Mañana seré otro, otra deuda, otro incógnito, otro poeta derribado. Ya no soy el que canta, hasta el verso me ignora, ahora soy el tiempo inmenso que me toca. Soy la rueda que se detuvo, apuesto, tanto augurio, tanta diminuta geografía. El aire me gana el verso. Soy el cadáver que se resiste a morir. Huele mal tanto entierro, me delata una caricia, una sonrisa infeliz, el beso que no di. De amar tanto amor me riega el alma, mañana el sol será este día, este reloj de sangre, su pauta, su deterioro. ¿Qué va a ser de mí en la hora que no soy? Soy un animal corrompido por el vínculo, testigo involuntario de esta decadencia, llevaré como amuleto atravesado en la garganta unos de mis huesos quebrado por la poesía, uno de esos huesos molestos que alguna vez me tuvo en pie. Ahora ya nada sirve nada alcanza nada de este paisaje iluminado. Vuelve el viento a silbar su melodía funeraria, inclina, limpia el mármol de la tumba que me espera, detiene mi nombre por las dudas, por si alguien olvidara darme enterramiento, por si alguien recordara no dejar mi cuerpo pudriéndose al verbo. Ahora me queda lo que merezco: hago sombra en la calle aunque no haya luz.
Daniel Quintero, poeta, escritor.