Daniel Quintero: «El sur»

La noche intrigante en que la vida de Blas Heredia, inefable agente de inteligencia argentino, pegó un giro.

OTRA

Cuando: volvió de la panadería sólo quedaba de ella el esplendor de sus ojos claros. La había escuchado irse como cualquier otro domingo. En ese instante indefinido del domingo a la mañana en el que el reloj es impreciso y no se está ni dormido ni despierto, había escuchado la puerta cerrarse a la distancia como si ese ruido le llegara de otro tiempo e imaginó por un instante sus pasos alejándose despacio. Se dio vuelta y hundió la cara en las almohadas. No quería desperdiciar aquel silencio, el peso tibio de las frazadas envolviéndolo despacio y el olor a ella que le llegaba desde las sábanas nocturnas. Después de un rato que pudo ser de un minuto o de una hora, se despertó súbitamente, confundido. Hizo un último intento de descanso; pero pronto comprendió que era imposible, su mente abandonaba lentamente el vacío en el que estaba y volvía, de a poco, a la conciencia buscando señales cotidianas. Lo sorprendió el silencio, esa ausencia llena de pelusas flotando con el aire. El ritmo de su corazón acelerando los latidos, el nudo precoz en su garganta. Dentro de ese silencio que volvía la habitación todavía más ausente, parecía gestarse una amenaza. Sintió que esa mañana le pertenecía a otra persona; a la que un rato antes soñaba que soñaba un sueño donde nacía esa amenaza que ahora lo aturdía, que lo internaba en un laberinto de múltiples entradas y, acaso, una única salida. Se levantó despacio.  Como queriendo ocultarse del destino, se levantó despacio, trató de no hacer ruido. Miro a su alrededor y el paisaje no correspondía, la cortina de tela con encajes aún cubriendo las ventanas, la puerta de la habitación aún cerrada, no estaba el toallón mojado hecho un ovillo azul sobre la cama, no se escuchaba Handell como cada domingo a la mañana. Miró el despertador y pensó que a lo mejor la panadería estaría llena porque en la mayoría de las casas café con leche con facturas y el pan para los ravioles en familia, en don Cosme con los últimos chismes de la cuadra, o tan solo una vuelta por el parque para disfrutar del sol después de tanta lluvia.

Recién cuando salió al patio para ir a la cocina escuchó los primeros ruidos conocidos, los preparativos para el desayuno estaban en marcha y la casa se inundaba de blues y de olor a pan tostado. Algo de calma le llegó de golpe. Un insospechado alivio que atenuaba la tensión que lo invadía. La escuchó moverse con la misma naturalidad de siempre; pero notó sus pasos más pesados, como si no fueran sus pies los que caminaban sobre el piso de madera provocando un crujido diferente. Atravesó el patio cuidando sus pisadas y se detuvo en el hueco de la puerta. La encontró de espaldas, de frente a la pileta enjuagando unos cacharros o tal vez lavándose las manos. No reconoció el jean que hacía de sus caderas un paisaje indefinido; pero el saquito beige era el mismo que había llevado a la casa de los suizos la noche anterior, aunque estaba un poco más raído, como tratado con descuido. No dijo nada, solo tosió levemente para anunciar su llegada y caminó hacia ella. Su cuerpo ahora se dibujaba nítido ante la luz que entraba a través de las cortinas del ventanal que daba a la terraza. Le pareció notar que estaba un poco más baja; pero pensó en las alpargatas. Llegó a su lado y le acarició suavemente la espalda y la besó en el hombro. Ella pareció molestarse un poco y en lugar de acurrucarse contra su pecho con esa manera tan suya que tenía de entregarse y que a él tanto le gustaba, se dio vuelta y lo miró con amargura. Percibió en su rostro, en la nueva curvatura de sus cejas, una perplejidad y una pregunta. En su respiración una orfandad inesperada. Él sintió el mismo desamparo. Tomó un poco de distancia y mientras ella llevaba la pava a la mesa donde ya esperaban el mate y las tostadas la examinó en silencio. No dijo nada, se sentó frente a ella como siempre y fingió una naturalidad que no tenía. Mientras cebaba la miró con más sorpresa. Sólo quedaba de ella el esplendor de sus ojos claros. Le pareció descubrirle arrugas nuevas que no conocía y un leve movimiento hacia la crueldad de su boca siempre suave, un afinamiento en sus labios opulentos. Las líneas horizontales de su frente se veían más profundas y un vaivén foráneo teñía sus facciones. Ella untaba mermelada en las tostadas con un desgano nuevo y demoró mucho en tomar el mate que él le había cebado. En ese instante recordó que aborrecía los cambios, y más aún los repentinos. Si bien había aprendido con el tiempo que en la vida todo cambia y nunca se detiene y entonces resulta necesario adquirir otra mirada, aprender a ver de nuevo, aquella mañana de domingo le tenía preparada una prueba decisiva. Se había ejercitado en esa aceptación, había tratado. Había aprendido a escuchar más de lo que hablaba, a contemplar a las personas desarrollarse en los sucesos y a sorprenderse de tanta maravilla, y aunque esto era demasiado, no dijo nada, mitad porque no sabía qué decir, ni cómo preguntarle y mitad para no incomodarla. También sabía que hay cosas que, si no se dicen en el momento preciso, ya no podrán decirse nunca y que ese tiempo dura acaso unos minutos, esos minutos que se le escurrían pensando cómo preguntar, de qué manera explicarle que durante su salida a la panadería algo le había pasado.

 Entonces se dedicó a observarla. Desayunaron casi sin hablarse. Palabras sueltas cayendo a la distancia. Respuestas vagas a preguntas imprecisas. La voz de ella era distinta, su rostro más cansado. Salvo sus ojos, toda ella parecía desenvolverse en un tono más opaco, como si viviese dentro de un esfuerzo. A duras penas consiguió hacerla sonreír otra vez del episodio aquel del cine, aunque ella lo recordaba en la oficina. Ella contó episodios que él no recordaba y debió explicarle varias veces cómo fue que habían comprado aquella casa. Tuvo la sensación de estar hablando con otra mujer, con alguien a quien conocía vagamente. No solo era su rostro herido, su cuerpo nebuloso, toda ella era distinta dentro de una mañana que parecía haber venido hasta allí desde otro calendario y perteneciera a un día que todavía no había sucedido. Era la misma; pero otra. Él pensó en decirle, estuvo a punto de preguntarle varias veces; pero otra vez no tuvo el valor, no supo cómo.

Fue un desayuno incómodamente largo y cuando terminaron supo definitivamente que el tiempo había pasado, que ya no podía preguntarle ni tenía sentido hacerlo. Después de todo qué importaba si había sufrido un ataque de amnesia, un abandono repentino o si había sido raptada por marcianos. Sólo pensaba qué debía hacer ahora. Cómo serían de ahí en más sus vidas que aquella metamorfosis parecía haber cambiado para siempre. Así es que calló y se dedicó a observarla. Ella no levantó las cosas de la mesa como hacía siempre, no juntó las migas con la mano ni barrió debajo de la mesa. Sin hablarle ni mirarlo se levantó y se dio la ducha que no al levantarse. Luego se tiró en el sofá aún con la toalla de mano envolviéndole el cabello y prendió la tele. No miraba nada, sólo cambiaba los canales, frenéticamente pasaba los canales y cada tanto decía algo que parecía generarse en el cerebro de otra persona. Era extraño verla sentada allí por tanto tiempo a ella que era toda acción, todo movimiento. Ella era una caja de sorpresas, era torbellino. Agua; pero agua inquieta y simultánea. La miraba y no comprendía. Se mordía la lengua para no decir algo irreparable mientras pensaba mil maneras. ¿Quién era esa mujer recostada en su sillón con una naturalidad impostada, preguntando por el mantel de hilo que habían tirado hacía unos años? ¿Cómo acomodar su carácter adicto a las constancias a este nuevo modo que se abría? ¿Para qué querría ella ahora poner un toldo en el patio si siempre le había gustado ver las estrellas mientras tomaban cerveza negra en las noches de verano?

Su cerebro era un terreno incierto. No sabía qué hacer, ni cómo hacerlo. Desde la cocina la veía mirar la tele con un aire distraído como si mirara a través de la ventana una tormenta de verano. Así es que todo ese domingo fue especial, se dedicó a observarla tratando de hablar lo menos posible. Sólo verla actuar habitual y extraña al mismo tiempo. No durmieron siesta como todos los domingos que siempre fue su mejor encuentro. En cambio ella decidió salir. Pasaron la tarde comprando artesanías en plaza Francia y comieron pochoclos tomados de la mano en un banco de madera. A la noche él amasó pizza y antes de dormirse tuvieron las mejores relaciones desde las vacaciones en la costa que ya habían olvidado.

El lunes les costó trabajo levantarse y salieron sin desayunar. Todo era raro, se desenvolvía en un ámbito pastoso, adhesivo. Las cosas sucedían como desprendidas del pasado. Fotos sueltas dispersas en un tiempo carente de futuro. Se despidieron con un beso breve al bajar del colectivo y cada uno por su lado. Las dos cuadras que caminó despacio hasta su trabajo fueron un momento de sosiego. Por primera vez desde el domingo a la mañana estaba solo con su incertidumbre y no tenía que fingir estar a gusto, trató de aclarar su mente, de pensar con un poco más de calma; pero no pudo lograrlo. No tenerla cerca era un alivio y un tormento; porque, aunque no la viera, ella danzaba en su cabeza cambiando de forma en cada giro, alterando sus maneras como si estuviera hecha de una materia ambivalente, de múltiples estratos que se congregan y desunen y no paran, que forman cada vez otra sustancia. Por fin la puerta del edificio de oficinas lo sorprendió inmerso en plena pesadumbre; pero lo liberaba por un rato de ella y de sí mismo. Fue un día de trabajo como tantos; pero estuvo distraído, cada tanto ella volvía con la prepotencia de su cambio a sumergirlo en la misma pena, en ese desconcierto que lo paralizaba y lo suspendía con hilvanes desgastados sobre ojos de volcanes. Luego la rutina de papeles y de apuros y la excusa para salir un rato antes. Tenía mucha curiosidad por saber cómo le había ido a ella en el despacho, si sus compañeros habían notado el cambio, cómo había sobrellevado el lunes de preguntas que no podían contestarse, cómo la habían tratado ahora que era otra y debían explicarle los pormenores de un trabajo que la que era antes sabía de memoria; pero que esta que era ahora desconocería sin reparos. Mientras la esperaba en la esquina se encontró con Rosalía, la otra secretaria. La saludó con deferencia y la miró con una mezcla de complicidad y de ternura, como queriendo conocer su impresión de aquello que no hacía falta preguntarle. Ella no le dijo nada. Ni una sola mención. Pensó que tal vez por discreción o por vergüenza y se despidió con cortesía. Por fin vio su silueta recortarse en los cristales, se puso tenso, un cosquilleo ansioso recorría las palmas de sus manos. Pensó de qué manera conformarla cuando ella le contara su increíble día de oficina. Ella caminaba hacia él con esa galanura que impera en la belleza; a la vez radiante y cenicienta. Se sorprendió al verlo; pero se alegró sinceramente. Caminaron del brazo y él le preguntó sin preguntarle. Ella le contó su día. Ordóñez y su mal humor; Ramírez siempre encantador y Tulio, como de costumbre, en otra parte. Todo normal. Todo tal como era siempre en la oficina. Evidentemente Rosalía y ella le ocultaban algo. Complicidades de mujeres. No podía ser que nadie le haya dicho nada, que no se hayan dado cuenta, que esa combinación de ella misma y otra no le llamara la atención a nadie. Entonces estaba claro que ambas le ocultaban algo. O justificó ante los demás su cambio adujendo cansancio y necesidad de vacaciones, o ella misma no podía lidiar con la sorpresa de saberse otra dentro de otro cuerpo y otra mente; pero debiendo tener que ser la misma y prefería hacer de cuenta. Intentó sacar el tema de todas las maneras; pero la respuesta era lo mismo de siempre, la oficina es un embole. Ella quiso ir a tomar el té a Las Violetas. El ámbito era cálido y tranquilo. La mesa junto a la ventana le permitía no tener que mirarla todo el tiempo, cada tanto distraer la vista hacia la calle y al mismo tiempo verla reflejada en el vidrio que se iba empañando lentamente. Era ella misma tomando el té con masas cecas igual que de costumbre; pero ahora dentro de una ausencia. Sumergida en un presente que acaso fuera el suyo; pero que quedaba en otro tiempo, en la encrucijada de dos mundos tan lejanos que no había vínculo posible. Había también una diferencia entre la que tenía enfrente suyo y la que se desdibujaba en la ventana. Como si la metáfora del vidrio se llevara partes de ella en la creciente nebulosa y ya no volvieran a pertenecerle más a esta extraña que se hundía en su silencio y bebía a sorbos su té de manzanilla y, cada tanto, lo miraba de pasada antes de clavar la vista en la pared del fondo. Estuvieron en silencio la media hora que duró esa merienda saciada de anestesia. Cuando salieron lo convenció de volver caminando hasta su casa a pesar del frío y la llovizna, total estaban cerca, y de camino comprar sanwiches de miga para no tener que cocinar y así acostarse más temprano. Al entrar al edificio el encargado sacaba la basura y los saludó con la misma deferencia, aunque él creyó adivinarle una mirada de sorpresa. Comieron parados. Envuelta en el toallón azul y con una toalla de mano envolviendo su pelo aún mojado, ella parecía un ídolo de bronce al lado de la estufa. Algunas gotas resbalaban por sus hombros suaves y él agradeció en silencio contemplar tanta belleza. La miraba como debe mirarse toda maravilla, escéptico y aturdido de deleite. Trataba de adivinarle el pensamiento. Ella lo esquivaba, evitaba que se crucen sus miradas. Presa de quién sabe que remordimiento desviaba la atención iniciando conversaciones incoherentes, insinuando una entrepierna pasajera. Quería llegar al centro, al origen velado del embuste. Tenía que dejar al alcance de los ojos los piolines que manejan aquella marioneta que teje telarañas.   

Los días siguientes transcurrieron entre las sospechas y las dudas. Estudiaba sus movimientos, sus gestos, las nuevas formas que adquirían sus maneras; tratando de descubrir el asunto de este juego nuevo que ahora comenzaba, hurgando en las señales motivos subalternos. Los trazos gruesos continuaron como siempre. Como siempre, lo irracional radicaba en los detalles. Nadie parecía advertir el cambio. En la oficina, tal vez lograba ocultar su cambio entre los papeles y el apuro. En el barrio todo seguía igual; porque sólo eran buenas tardes, hasta luego y tal vez algún encuentro en el ascensor o la tintorería. Faltaba, quizás la comprobación familiar; pero recién viajarían a Junín para las fiestas. Él, en cambio, conocía los detalles ¿Por qué ahora el amor cuando había ganas y no exclusivamente en la siesta del domingo? ¿Por qué las cortinas desplegadas y los sahumerios? ¿Por qué ese afán nuevo en no leer el diario a la mañana? ¿Por qué ahora volver caminando del trabajo? Esos pormenores que hacen de cada uno quienes somos y que ella había reemplazado por otros que no eran ni mejores ni peores que los anteriores, sino distintos; pero que volvían a convertirla en alguien diferente. Un universo flamante que sólo se revelaba ante él y que lo hacía oscilar entre la desconfianza y la maravilla de lo nuevo. 

Con el paso de los días sus sensaciones cambiaron muchas veces y no paraba de asombrarse. Un torbellino de contradicciones invadía su cabeza y no sabía qué pensar ni como comportarse; porque el cambio sustancial estaba en las pequeñeces que él solo podía percibir. Como si su cambio fuera exclusivamente para él, y ante los demás ella seguía siendo la misma. Aún con los mismos defectos; pero que nadie conocía porque eran carencias de entre casa, amuletos construidos en privado que no salían a la calle. A veces esa sorpresa venía acompañada de una angustia que lo paralizaba por completo. Esa otra que ahora era ella misma lo llenaba de perplejidad y de tristeza y le hacía dudar de todo. Todas las personas que los conocían le parecían un conjunto de farsantes complotados para su infelicidad fingiendo que no pasaba nada allí donde radicaban las distancias. Pensó muchas veces que era lógico que solo él pudiera advertir la diferencia porque era quien más la conocía; pero eso no siempre lo conformaba. Después de todo ¿Qué otra cosa era ella para los demás, que una compañera de trabajo o una vecina? Otras veces, en cambio, renacía en ella algo de lo que había sido y él se llenaba de alegría; pero esa alegría duraba poco porque enseguida otra vez de nuevo. Porque eran los mismos ojos, aunque un poco más tristes y más cansados los que lo miraban cuando le decía que lo amaba. Era su misma sonrisa, aunque no tan radiante, la que se reía de sus chistes o se alegraba de encontrarlo.

Los compañeros de trabajo más cercanos notaron en él que su ánimo siempre rocoso se había vuelto más distante. Trataban de averiguar, sin que él lo notara demasiado. Le adivinaban los momentos, y la traían café o expedientes innecesarios sólo para buscarle la palabra, para intentar llegar allí donde el no dejaba acercar a nadie, y saber qué le pasaba. Les llamaba la atención el gesto adusto, la ausencia repentina y esa mirada perdida que parecía buscar, en la distancia, una respuesta a alguna pregunta indefinida. Fue Ricardo, su compañero más cercano, quien una mañana lo encaró directamente. Evasivas, pretextos ambiguos que no hacían más que enriquecer la duda. Evidentemente él había cambiado. Se volvió esquivo, más solitario y menos comunicativo. Comenzó a faltar al trabajo con frecuencia y muchas veces se iba antes con excusas de médicos o trámites.

En casa ella también advirtió su cambio. Había notado que sus rutinas se habían vuelto impredecibles. Que ya no hacían el amor los domingos por la tarde y lo veía parado desde temprano en la esquina de su oficina varias veces a la semana. Lo comentó con Rosalía. Trató de hablarlo con Ricardo; pero no pudo. Entonces pensó que debía aprender a vivir con ese que era él ahora sin reprocharle demasiado, o si le resultaba insoportable, separarse. O lo tomaba o lo dejaba. Después de todo todos cambiamos en algún momento del viaje y hay que estar dispuesto a admitirlo y aceptarlo sin rencores. Al fin y al cabo el cambio no era grave. Había perdido algunas de las cosas que a ella tanto le gustaban de él; pero había adquirido otras que comenzaban a agradarle.  


Hernán «Cucuza» Castiello, cantor.

@cucuzatango

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