Miguel Angel Rodriguez: «El Grueso / Salgo y vengo»

El Grueso

Ayer por la noche vi el documental de un músico cuya obra está olvidada.
Me hizo acordar a mi tío El Grueso, quien falleció meses atrás, abría con el bandoneón los fuelles del alma, comía hasta eructar y antes de irse a dormir batía “Hasta mañana si a Dios se le canta”.

Al momento de echar sobre el cajón un último manojo de tierra advertí en su tercera mujer el llanto genuino de cierta sonrisa.

La interpelé y la primera respondió sin memoria.
La interpelé y la segunda respondió con silencio.

Es así la vida:

Finita.

Salgo y vengo

Desde hacía añares, con frecuencia disrítmica, a Daniel solía pasarle eso de olvidar o dejar objetos en algún sitio y tiempo más tarde al ir por ellos, esquivos, no encontrarlos.

Curiosamente algunos, tal vez ligados a su identidad o a cierta urgencia para responder ante el otro –el celular, los lentes, anotaciones importantes en papelitos arrugados, el dni, la billetera, el cuaderno con las claves bancarias y demás, su pullover preferido color ladrillo- parecían predilectos para la inefable voracidad de esa especie de agujero negro, de triángulo de las bermudas inubicable que lo habitaba en su propio mundo.

Modificando en cada ocasión la anécdota, versionaba para sus amigos la graciosa noche en la que se levantó con ganas de hacer pis, sintió apetito, se dirigió hacia la heladera vacía, manoteó al fondo del freezer un prometedor taper, y al abrirlo estaba allí aquel manojo de llaves que ocho meses antes había dado por perdido. U otra durante el festejo del décimo cuarto cumpleaños de su hija Mariela, en la cual fue el tío Pepo quien mordió entre dos fetas de jamón y queso de un sánguche de miga feito in casa la cédula de la Vespa que, porfiada, el día anterior se escabullera.
Distinta, inconfesable, la vez que vio por televisión al periodista Paulo Szeta y al piloto Neil Aldrin, al seguir la pista de una fiel prostituta criminal, mostrar una crucecita de oro con una Y grabada en ella. Que él reconoció pues la había descubierto de pibe en una playa de Luna Hueca, cuando supo que era suya si no la mataba poseyéndola.

En todo caso, el suceder de cada desencuentro, de cada falla del hallazgo, lejos de producirle gracia le seguía generando una forma aguda de angustia o desesperación tenaz, que la experiencia, aunque repetida, no lograba mitigar.
Lanzándolo también a un exhaustivo proceso de búsqueda.
En los lugares apropiados para los elementos ausentes, en aquellos donde su memoria creía recordarlos por última vez; por otros quizás insólitos, improbables, pero verificadamente habituales –la guantera de la moto, el botiquín del baño, la caja del taladro eléctrico-; por cada rincón de su vivienda y ámbito de trabajo; el chino de enfrente, la quiniela Diez y 9, la librería Ranura, la plaza del barrio…

Y entonces, en el continuo de un momento a otro, comenzaba una transmutación rotunda, tan cierta como extraña.
Pues así tomado por el buscar… era él quien se perdía en tiempo y espacio.
Con pasos presentes aquí y allá, como al llamado de la coyuntural falta.
Durante horas, o días.

Quizás por ello esa mañana de sábado a su familia no le sorprendió, después de verlo levantar cada baldosa de la casa, que partiera diciendo “Salgo y vengo”.
Aun, pasados cinco meses sin noticia alguna, su hijo mayor Gonzalo denunció la desaparición ante la Seccional N° 10.
El Comisario Benítez, ex compañero en la escuela primaria de Daniel, puso en marcha de inmediato una investigación metódica, profesional.
Y a la luz de los hechos, vana.
Las cámaras zonales que podrían haberlo filmado no almacenaban imágenes por semejante lapso. Varios vecinos testimoniaron recordarlo ir o volver, aunque sin lograr distinguir mucho atrás de ayer mismo.
Recién tres años más tarde su esposa Laia, rechazó percibir por primera vez una leve fisura en la convicción inapelable con la que afirmaba “Ya va a venir, él lo dijo y es así, va a venir”.

Pues aquel sábado treinta de octubre Daniel había salido a una primavera de sol, a una brisa fresca.
Caminando hasta el anochecer.
Habituado a dormir sobre un colchón mullido, el suelo pedroso lindero a las vías le resultó osco; pero el cansancio lo venció enseguida.
A la madrugada siguiente reemprendió el andar.
Recorrió campos, pueblos, valles, aldeas, montañas, ciudades.
Atravesó océanos, continentes.
Literalmente, dio la vuelta al mundo.

Luego de cierta curva respiró el encanto de un aroma buscado, conocido.
Abrió la puerta al jardín.
Sobre el pasto un niño muy pequeño jugaba con una pelota. No tuvo dudas: era su nieto –él ya era abuelo-.
Ingresó al hogar en silencio, con firmeza.
Vio a Laia de espaldas en la cocina.
Sintió las emociones del deseo –esas piernas aún hermosas, esa cola inevitable tras la pollera-.
Y del amor genuino.
Se acercó.
La abrazó.
Lloraron, estremecidos.

  • Uy, mujer; creí que había perdido el norte.
  • ¿Y… lo encontraste?
  • Sí. Ahora, acá, al abrazarnos.

Ella lo tomó de la mano y fueron hacia la habitación, desvistiéndose.

Miguel Angel Rodriguez, escritor, psicoanalista.

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