Esa fue la primera vez que moría. Había comenzado a soñar el crimen unas horas antes. Lo
descuidó por mosquitos de gran apetito, volvió a invocarlo cuando retornaba descalza a la cama; se abandonaba con delicadeza en el argumento, se dejaba seducir por la silueta de los soñados.
Esa noche, luego de preparar la cena a su hijo y discutir con el portero un asunto de llaves y
cerraduras, regresó al sueño en la comodidad de su almohada que daba hacia la puerta principal.
Tendida en el colchón, de espaldas a la cocina que la hubiera inquietado como una súbita instancia de desconciertos, permitió que los parpados se plegaran una y otra vez y se dispuso a evocar los
últimos instantes del homicidio. El deseo atraía sin empeño los rostros y las voces de los
personajes; el ensueño fingido la esclavizó casi de inmediato. Saboreaba el agrado apenas
morboso de alejarse recordando aspectos y modelos de lo que la llamaba, y presentir al mismo
tiempo que sus piernas reposaban plácidamente al pie de la cama, que la perilla del velador
continuaba cerca de su mano, que más allá de la puerta principal vacilaba el cielo del anochecer
bajo las estrellas. Promesa a promesa, sobrecogida por el dilema de los protagonistas,
adentrándose en las escenas que se capitulaban y alcanzaban realidad y misterio, fue espectadora
del encuentro definitivo en el departamento sin ventanas. Primero ingresaba el hombre,
enceguecido; ahora aparecía la enamorada, herido el rostro por el suicidio de una taza de café mal
acomodada. Hábilmente detenía él la hemorragia con sus labios, pero ella apartaba los besos; no
había concurrido para reconciliar los rituales de un amor inútil, amparada por un living de
individuales sucios y habitaciones ennegrecidas. La daga se templaba contra su cintura, y la
venganza sobre el regazo de cuero. Una conversación ambiciosa confrontaba el silencio del sueño
como un relampagueo de grillos, y se percibía que aquello había sido premeditado; hasta esas
manos que vulneraban el talle de la enamorada con el deseo de inmovilizarla y persuadirla,
retratando repugnantemente la estampa de otra figura que era imprescindible arrasar. Todo
estaba planeado: maniobras, eventualidades, probables desventuras. Desde esa hora cada
momento tenía su función meticulosamente asignada. El asiduo repaso sanguinario se detenía
ligeramente para que una boca arremetiera los labios ajenos. Comenzaba a anochecer.
Sin sentirse ya, amarrados ásperamente a la labor que los aguardaba, se desprendieron en la
entrada del departamento. Él debía tomar el ascensor que iba a la planta baja. Desde el extremo
opuesto ella se volteó un momento para verlo huir. Caminó, asimismo, resguardándose en las
sombras del edificio, hasta divisar en la apacibilidad titilante del ocaso el pasillo que conducía al
penúltimo piso. El dintel no debía ceder, y no cedió. El hijo no se hallaría en ese instante, y no se
hallaba. Forzó la puerta y se adentró. Desde el parpadeo del corazón la guiaban las indicaciones
del hombre: en principio un living blanco, después un baño, una cocina revestida con azulejos. Al
fondo dos habitaciones, nadie en la primera. La puerta de la segunda, y por lo tanto la daga entre
sus dedos, la perilla del velador cerca de la mano, las piernas reposando a los pies de la cama, el
cuerpo de una mujer soñando un crimen.
Federico Baggini, escritor. Nació en 1987, Argentina. Trabajador y gestor social a la vez que escritor, bibliotecario, asesor, docente, tallerista y gestor cultural. Escribe desde los trece años y lleva publicados seis libros: Acariciapájaros, Agonías, Iteraciones, Tensegridad, Qualia, Entropías. Hace dos años y medio es coordinador del proyecto de poesía audiovisual Sesiones de Poesía Compartida (SdPC), una propuesta que publica un libro por año donde recopila los textos co-escritos.
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