Momentos de la espera
Esperando que llegara el sol adentro. Creyó que eran ronquidos de un motor viejo, de un campo cercano, el ir y venir en el barro. Cuando la vio, entendió al porteño que llevaba en un chip de la piel, que entendía las cosas viendo nada en las pantallas.
¿Había despertado cuando él dormía? ¿Había escapado de algún cuarto de la casa, para seguir en el arbusto, en las ramas quebradas que iba quebrando?
Abrió la puerta y la reja, era temprano así que se tomó un momento para percibir el aire. Todavía estaba lejos. Enchancletada, corría hasta la pileta. La veía acercarse, amontonándose en la polvareda, despacio. La espiaba rodeando el terreno de la casa. Debajo del marco de la ventana, la melena greñuda con ojos como paraísos incendiados. Las huellas, las corridas intempestivas, la carne excitada.
Empezó a saludarla una noche.
Abrió la puerta y la reja sin preámbulos. Y no se acercó, quedó mirándolo con los ojos como paraísos incendiados desde el ruido que hacía para acurrucarse en la oscuridad. Esperando a que saliese silbó como rogando la atención de un perro.
¿La confianza mató al gato…? Como dicen.
Pero no sabe cómo, todavía la palangana con ropa mojada apilada afuera… Por alguna abertura del descuido se había hecho espacio. De debajo de la montaña de frazadas. Pasándole las pezuñas por los hombros: apareció la chancha con exigencia.
-¡¿ Dónde te habías metido…!?
—
El esperando
Apenas se enteró, sin mucho más, se dispuso a hacerlo. Esperar a veces es esperar, otras es como insistir. A veces, no. A veces, sí; como sacudir, golpear; y él sacudió, golpeó como dando chirlos con más de caricia fuerte, que amor prepotente. Cayendo, exhausto. Con lo que le tocó, volvió a sacudir, a insistir, a embestir; y se acercó.
Sintió frío, calor, ganas de salir corriendo a preparse un té… Imaginó que la correntada de aire que atravesaba su cuerpo, venía de alguna ventana abierta, que tal vez había olvidado de cerrar alguna noche anterior. Intuyó que cualquier movimiento podría ser tomado en su contra… Y esperó.
Las piedras ablandadas de la respiración le subieron y bajaron, trayéndole tal cual cosa dentro, arriba de la cesera, ninguna aferrándose por ambas manos por mucho tiempo. Y esperó.
Y forcejeó, viendo el flash de una luz artificial. Una «O». Atrás y de costado, su sombra. Su siempre y amada sombra, cansadamente le sonrió y una cicatriz se abrió camino por la pared de un costado, el derecho. Un moretón húmedo en el corazón de la pared, del lado opuesto. Una luna gris, azulejándose…
Luego de lo sucedido, de la cosa en sí, él confesó palabras como: «No se trataba de esperanza, no se trataba de estancamiento, ni si quiera de espera, ni de esperar; ni considerar que a veces detenerse es pensar, sin pensar. NO». Inútil espera, capaz, que sostenía el techo con la mirada, ahora. De donde Uno sólo sabe, palpó a sus lados, una manta debajo del colchón, un material de superficie lisa, un vaso descartable; tras servirse una medida del alrededor. Hizo buches largos. Las gárgaras resonaron como el eco de algún viento que conoció alguna vez. Que regresaba cada tanto y soplaba entre barrotes.
Y el Espacio, o lo que llaman espacio no era, sino un hueco en un espacio acolchonado, que dijo: _¿Qué, de aquel lado?
Tuvo una leve crisis, pero gatear y gritar le estaba prohibido. Cuando el tiempo apareció de prepo en la pared como una mancha amarillenta, sabía más por atrapado, que por persona que le dan changuí. La sombra atrás suyo, se puso del otro costado. Un hilo rojo cruzó el ambiente. Habían pasado más de las 5. Se dijo:
_Hora jodida.
Le sonrió a su sombra, la que le tocó. Y recordó un surco. Un riacho donde mezclaba los pies entre las astillas del reflejo del sol, cuando chico. Un trozo refulgente en un charquito de riacho, ahí formado dentro de lo marrón… Hasta ser mudado, los horarios se escabullían de los minutos y las horas, como la noche de la noche, que hasta ahora no conocía… Como la colcha, del colchón, si se movía demasiado… El disgusto. Podía perder todo lo logrado. Que aunque no fuera mucho. En estos casos, Algo: es más que todo. Sacó la cabeza hacia afuera, para tomar nota. Cuando regresó, el estado de espera, se había esfumado. Crisis de llanto y la ironía se disfrazó de viento o refulgentemente al revés. Y dijo:
_ Acá. Hola.
Le siguió otra, con tono de mar al amanecer:
_ Acá también.
Se reían.
«Ya Tengo Algo» ¿unas primeras imagenes?¿Un recinto casi estupidizado por la imaginación? Capaz, que sí.
A las rodillas le llegaba el agua, por aquel entonces.
Ya tenía que levantar un poco los brazos, traccionar la cintura, y darle…
«Si te embalás mucho perdés, pájaro.» Buscó la ventana y sólo halló aire, «¿Pero qué ventana…?»
Se detuvo haciendo esfuerzos espitituales de no reír para no fugarse; y aguantó. No pudo demasiado y largó un resoplido relinchoso.
Volver del exceso cometido, lo supo de imposible. No, qué iba a poder.
Miró la hora, en su panel mental que ya no le consultaba nada, y recordó la entrega. El pedido para su auxilio valga el pedido. Y recordó de esperar, de tener que hacerlo. O sea…
Ni vencido ni vencedor, se le vino a la mente la persona que le había encomendado el trabajo. Pensó si no era demasiado pronto. Y esperó.
Federico Vecchio, escritor, actor. Estudió con Dalmiro Sáenz, Vicente Zito Lema; teatro con Pablo de Nito, Omar Fantini, Pompeyo Audiver; periodismo de investigación en la Universidad de Las Madres. Ha editado el libro de cuentos «Huérfana luz de invierno» (2010).
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