- ¡Uy guapo, qué rostro de fastidio! ¿Te molesta esperar?
- Sí, mucho. Ya van veinte minutos que estoy haciendo cola y ni se mueve. ¿Y vos?
- Mmm… Antes era muy quisquillosa al respecto. Pero desde que me casé, tres años atrás, adoro que me la hagan.
- ¡Epa! Picante…
- Más que picar, arde. Duele en el goce, y viceversa.
- Tu marido es un hombre afortunado.
- No creas. Ya era empresario exitoso. Supo con creces comercializar una ocurrencia que surgió en mí cierto domingo de porro transformándola en negocio formidable.
- Contame.
- Se entiende que toda espera es previa al suceso de valor, es por algo: para ingresar al boliche, te atienda el médico, llegue el puntero, se levante el telón, accedas a lo que querés… Sin embargo hemos creado salas burbujeantes anteriores a ningún lugar, de espera en sí: ámbitos de sólo promesa, multiplicada por puro más más. Altas burguesías, dirigentes cebados y egregios devotos pagan re-bocha para sentir esa experiencia familiarmente atópica.
- Gran idea.
- Flor de ojete. En cuanto a mi esposo, es único pero no tan agraciado. Porque soy insoportable al amar. Y porque luego de formalizar el lazo deseo que me lo haga, otro. ¿Qué tal si en vez de seguir en esta fila quieta me llevás al telo de acá a la vuelta?
- Claro, ya mismo. ¡Vas a notar la diferencia, preciosa…!
Miguel Ángel Rodríguez, escritor, psicoanalista.
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