Por severo que sea un padre juzgando a su hijo,
nunca es tan severo como un hijo juzgando a su padre.
Enrique Jardiel Poncela
«Matar al padre», he aquí una premisa que no es en absoluto ajena a la literatura. Y no me refiero a que lo sea como tema —aunque haya aparecido como tal en numerosos cuentos, novelas y piezas de teatro—, sino a un hecho más profundo, uno que puede remitirnos al propio concepto de historia literaria.
La Historia (al menos, hasta la modernidad) se ha venido analizando en términos hegelianos, es decir, a partir de una progresión constituida por una tesis, una antítesis y una síntesis. La historia literaria, como el resto de las historias, se ha regido por ese mismo paradigma, más allá de que las síntesis, la mayoría de las veces, no hayan sido tan evidentes. Sin ir más lejos, es lo que ocurre con los grandes períodos literarios: a la Antigüedad clásica se le opone el Medioevo; a este, el Renacimiento; a este, el Barroco; a este, el Neoclasicismo, y a este, el Romanticismo. Cada uno de estos períodos se contrapone al inmediatamente anterior y reivindica, a su vez, algún aspecto de períodos más remotos (por ejemplo, el Romanticismo se opone al Neoclasicismo, a la vez que recoge aspectos del Medioevo).[1]
En el siglo XIX, esta dinámica se aceleró de un modo inusitado. Los «hijos» de los escritores románticos decidieron tomar distancia del goticismo, exotismo, sentimentalismo e idealismo de sus padres y «crearon»[2] aquello que se conoció como realismo, y que más tarde mutaría en naturalismo. Esto puede verse con claridad en Francia, país en donde a Victor Hugo le sobrevino Balzac que, con La comedia humana, le daría pie a Émile Zola. En poesía sucedió algo parecido: a los poetas parnasianos les siguieron los simbolistas, que, pese a que la crítica muchas veces los confunde, sus propuestas estéticas eran sin lugar a dudas diferentes. Con el simbolismo (en especial, con Baudelaire, Lautréamont y Rimbaud) nace lo que Raúl Gustavo Aguirre, parafraseando a Thibaudet, llamó «la revolución crónica en la literatura»[3], idea que, como es sabido, las corrientes de vanguardia de la primera mitad del siglo XX llevarían al extremo.[4]
En relación con las vanguardias, el caso de la revista Martín Fierro es emblemático. Los jóvenes Borges, Girondo y Marechal, entre otros —además de difundir corrientes como el ultraísmo o el «ramonismo»—, se encargaron de sepultar a esos escritores que, según esta nueva promoción, ya no estaban en sintonía con las necesidades expresivas de la época. El que se vio más damnificado por esta tendencia iconoclasta fue Leopoldo Lugones, celebérrimo representante del modernismo argentino y figura institucionalizada por los cenáculos culturales y literarios dominantes. Él, naturalmente, fue el padre que los martinfierristas se ocuparon de matar.[5]
Un proceso similar puede observarse en los autores del boom latinoamericano, quienes desplazaron a los novelistas regionalistas e indigenistas de la primera mitad del siglo XX. Así pues, un García Márquez, un Fuentes y un Vargas Llosa (pero también un Onetti, un Rulfo y un Carpentier) lograron acabar con aquellas figuras que el canon literario les impuso como «padres», como lo fueron, por ejemplo, el venezolano Rómulo Gallegos, el colombiano José Eustasio Rivera o el boliviano Alcides Arguedas.
En definitiva, el parricidio literario puede entenderse como el acto de individualización de las nuevas generaciones de escritores respecto de las ya consolidadas por el campo intelectual. Sin embargo, hay filiaciones que se dan al margen de esta suerte de dialéctica, pues el canon es amplio, y la historia literaria también. En ellas, el padre no es asesinado, sino más bien venerado, puesto que se lo considera un lejano precursor de la novedad que se quiere difundir. Piénsese en Breton, que rescató a un por entonces desconocido Lautréamont; o en los poetas de la generación del 27, que reivindicaron la obra de don Luis Góngora y Argote.
Ahora bien, para que esta suerte de desafío al padre se pueda llevar a cabo tiene que existir una tradición, una historia, y, en caso de existir, se la tiene que tomar en serio. Desafortunadamente, en los tiempos que corren, el concepto mismo de canon está puesto en tela de juicio, como la historia misma. Los hijos ya no matan a sus padres porque no saben quiénes son sus padres, y tampoco les interesa averiguarlo. En la actualidad, los escritores se mueven más bien por un impulso narcisista, cuando no pecuniario, lejos de preocupaciones estéticas, morales o históricas, con el solo fin de ser ellos mismos el alfa y omega de la literatura universal, imbuidos en una contemporaneidad que los tiene siempre a ellos y a sus adláteres como únicos protagonistas (o, al menos, eso quieren creer). Ya no luchan por formar parte del vastísimo cosmos literario, sino por tener un lector que les compre los libros que producen, pues se ven a sí mismos como pequeños empresarios del mundillo editorial, aunque sin el conocimiento comercial que sí posee el editor. Hoy en día, los escritores no tienen padre al que matar, así que simplemente se matan entre ellos.
[1] Para una mejor comprensión de esta alternancia, recomiendo la lectura de un breve ensayo de Guillermo Díaz-Plaja, intitulado «El ritmo histórico-literario», incluido en Hacia un concepto de la literatura española (Buenos Aires, Ediciones Espasa-Calpe, 1948).
[2] Aunque sería mejor decir terminaron de definir, ya que la narrativa realista es muy anterior al siglo mencionado.
[3] Raúl Gustavo Aguirre. Las poéticas del siglo XX, Buenos Aires, Stevenson, 1997.
[4] A falta de una mejor definición del término vanguardia, comparto con los lectores de este medio la que propone Gloria de Videla de Rivero en su libro Direcciones del vanguardismo hispanoamericano, no solo por su precisión, sino también por servir a los fines de artículo: «En un sentido particular, se entiende por “vanguardias” una serie de movimientos, de acciones, a menudo colectivas (a veces individuales), que agrupando a escritores o artistas se expresan por manifiestos, programas y revistas y se destacan por un antagonismo radical frente al orden establecido en el dominio literario (formas, temas, lenguaje, etc.) y —a veces— en el plano político y social. Esta revolución trasciende con frecuencia lo estético y mira también a las costumbres y a la ética» (Editorial de la Universidad de Cuyo, Mendoza, 2011).
[5] El grupo representado por la revista Contorno (entre los que se hallaban los hermanos Viñas, Noé Jitrik, Oscar Masotta y León Rozitchner, entre otros) impugnó con la misma virulencia, aunque algunas décadas más tarde, a los grandes nombres de la revista Sur, especialmente al novelista Eduardo Mallea.
Flavio Crescenzi, poeta, ensayista, asesor linguístico y literario nacido en Córdoba (1973). Ha publicado libros y escritos en diversos medios.
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