Silvia Lifschitz: «Escalera acaracolada»

Cada día me costaba más subir esas escalinatas. Siempre me decía que sería la última vez que haría ese esfuerzo. Pero a la mañana siguiente, con energías renovadas, emprendía de nuevo el empinado camino hacia la cima. Llegar hasta el último peldaño me insumía una hora y quince minutos. Tenía todo calculado, no dejaba nada librado al azar. No podía perder el ómnibus que pasaba a las once en punto rumbo a Lenola. Con los años me había convertido en un hombre poco fiable, nadie en el pueblo me creía cuando decía que dejaría de subir. O quizás pensaban que el último día sería aquel en el que la parca fuera mi compañera de ascenso.

Me levantaba muy temprano, me preparaba una tisana de hierbas bien cargada, con salvia, romero, tomillo, albahaca, jengibre y canela, era muy energética además de aromática. Comía unas galletas no muy duras, tenía que cuidar mis dientes desgastados por el uso y el tiempo. Me vestía con mi único traje, el gris, el del chaleco abotonado hasta el cuello. Me calzaba unas zapatillas cómodas, la caminata era larga. Nunca olvidaba a mi fiel amigo, el bastón de madera tallado con mango en T, sin su apoyo no llegaría muy lejos.

Tantos ascensos y descensos me habían permitido contar los escalones, eran ochenta y cuatro, los había acariciado con mis pies durante setenta años. Desde el momento en que comencé a andar, mi madre me llevaba por ese camino. En los últimos ocho años, había subido esos peldaños todas las mañanas de lunes a viernes, sin faltar un solo día. No podía dejar de hacerlo, más allá de la exigencia, que a veces era excesiva para mi cuerpo, tenía una obligación moral. Si bien nadie me pedía que subiera, es sabido que los deberes que uno mismo se impone, son los más difíciles de desobedecer.

Giulio, el único amigo que me quedaba, no se cansaba de preguntarme para qué iba arriba. Yo le sonreía y decía que tenía un asunto muy importante que atender. Él estaba enfermo, había perdido la memoria. Entonces, cada día me reiteraba la pregunta, y yo, siempre le respondía lo mismo: “Giulio, es por algo importante…”.

Mis vecinos me llamaban viejo testarudo. Unos me recordaban que podría ir hasta Lenola en el taxi de Enzo. Otros, que el viaje solo me llevaría media hora si fuera en mi viejo Fiat Strada. A mí no me importaba lo que los demás dijeran. Prefería caminar y luego tomar el ómnibus. No conducía el automóvil hacía un par de años y tampoco me sobraba el dinero para pagarle a Enzo.

Excepto los deportistas, casi todos iban a Lenola en auto. Los que entrenaban eran jóvenes que aprovechaban la subida para ejercitarse. Algunos marchaban, otros trotaban, los más vigorosos iban en bicicletas. Pocos usaban el camino que yo tomaba para llegar al autobús, la escalera acaracolada. Si bien no exigía un gran esfuerzo, era un atajo lento. Y en estas épocas, a nadie le sobraban los minutos. Todo se hacía con rapidez.

Reconocía que el trayecto era pesado. Los vecinos me miraban como si estuviera loco. No entendían que aprovechaba ese rato al aire libre para pensar. A veces recordaba momentos que había vivido con María. Había sido una buena esposa, un encanto de mujer. De las que alegraban el hogar con sus canciones. La casa florecía con sus canzonettas.

Nos habíamos casado muy jóvenes; ella tenía dieciocho, yo, veintiuno. Nuestras familias eran oriundas de Campodimele y nosotros, siguiendo la costumbre de nuestros ancestros, nos quedamos en el pueblo.

Gracias a Dios, y a San Cayetano, tenía un buen trabajo. La suerte nos había acompañado, habíamos construido nuestra casa con mucho esfuerzo. Era pequeña pero bonita. María la había embellecido con cortinas que ella misma había cosido. Siempre fue una mujer muy habilidosa. Allí habían nacido nuestros hijos, Bianca y Giancarlo. Pasamos muchos años felices, los dos trabajamos muy duro para que a ellos no les faltara nada. Yo los amaba y eran lo más valioso que tenía.

Cuando los chicos crecieron, se fueron a estudiar a Lenola, el pueblo ubicado a unos siete kilómetros de nuestra casa. Se marchaban los lunes a la mañana y volvían los viernes a la tarde. Luego, cuando terminaron la escuela secundaria, tuvieron que mudarse a Roma. La primera en irse fue Bianca y, a los pocos años, la siguió Giancarlo. Como eran muy buenos estudiantes, los dos consiguieron becas para la universidad.

Creo que fue en ese momento cuando María se enfermó, no soportó tanta tristeza, sintió que había perdido a nuestros hijos. Ellos estaban siempre ocupados, solamente venían a Campodimele para las navidades, a veces a despedir el año viejo y para nuestros cumpleaños. Sus aniversarios preferían celebrarlo con amigos. Decían que nuestro pueblo era muy aburrido. Alguna vez nos sugirieron que nos mudáramos a Roma pero nunca quisimos.

Esa tarde, cuando regresé a Campodimele, fui directo a la cómoda a buscar el grabador. Revolví todos los cajones hasta que lo hallé. Puse el lado A del casete que guardaba en la mesita de luz. Tenía ganas de escuchar las voces infantiles, alegres y cristalinas de mis nietitos. Ellos me decían: “Hola, abuelo, feliz cumpleaños, te queremos mucho…”. Lo rebobiné una y otra vez, creo que lo habré escuchado unas cinco veces. La emoción me había hecho llorar, no encontraba consuelo. Solo las lágrimas me permitían aligerar mi tristeza. Por eso, cada tanto oía sus voces. Mis nietos eran mellizos, tenían dieciséis años. No los veía desde hacía doce. Sus padres me habían prohibido que los viera. Todavía no lograba entender cuál había sido mi error.

Era muy estricto con mis horarios. A lo largo del año le había sumado minutos al recorrido porque caminaba más lento. Además, si llovía, me llevaba más tiempo; el piso mojado dificultaba mi andar. Por eso, cada día me levantaba más temprano.

Antes de las diez y media tenía que estar arriba, si me retrasaba, perdería el único ómnibus que pasaba a esa hora hacia Lenola. El chofer me saludaba con un “buen día, Carlo, ¿cómo se siente hoy?”. Le respondía con mucha cordialidad que me sentía muy bien, y le preguntaba cómo estaba él.

A las once y cuarenta y cinco en punto, llegaba el bus a mi destino, la parada de Piazza del Lago. Siempre me bajaba ahí, aprovechaba que llegaba temprano y me sentaba un rato. Ese mediodía me sentía exhausto, más cansado que de costumbre. La proximidad del verano no favorecía mi caminata, las altas temperaturas me sofocaban. Me senté en el banco de siempre, bebí un sorbo de agua de la botella que llevaba en el bolsillo. Me relajé observando la inmensidad del paisaje. Los cerros puntiagudos, grisáceos; más allá, el valle de un verde vibrante, matizado por algunas manchas blancas amarillentas, otras negras, que eran las ovejas de un pastor, de don Nicola. ¡Qué paisaje tan sereno! Aun en los días de lluvia tenía su encanto, y ni que hablar de los nublados, era aún más bello.

Constantemente miraba el reloj, tenía que controlar la hora, no quería que el placer que me proporcionaba esa vista me hiciera distraer y perdiera la única oportunidad que tenía de ver a mis nietos.

Con mucho cuidado, y algo de disimulo, me acercaba hasta quedar a unos metros del parque que estaba a la salida de la escuela. Todos los días soleados, los chicos jugaban un partidito de fútbol antes de ir a su casa. Me divertía observándolos, eran tan ágiles. Si había bullicio y risas, seguro que allí estaban Luca y Piero. Esos eran los nombres de mis nietos. No lograba distinguirlos, habían crecido tanto, eran casi iguales, parecían gemelos. Hacía añares que no disfrutaba de un encuentro con ellos. Solamente los miraba, cuidando que no me vieran. Creía que no se imaginaban que tenían un abuelo. La alegría de los jovencitos era contagiosa. Al oírlos me sentía mejor, las vibraciones de los sonidos de sus voces estimulaban mi corazón. El pobre estaba destrozado… Era asombroso, tantos poetas habían escrito a lo largo del tiempo sobre los corazones lastimados y doloridos por las penas de amor, y no hace muchos años, un científico pudo comprobar que era una enfermedad real. El síndrome del corazón roto afectaba a algunas personas que habían sufrido emociones fuertes. En su mayoría eran mujeres, pero yo sentía que tenía mi corazón partido.

Giancarlo, el padre de los mellizos, me responsabilizó por la muerte de su madre. Todo fue muy confuso para mí. Intenté repasar los acontecimientos una y otra vez, pero no llegué a comprender qué había pasado. Durante la enfermedad de María, él quiso que fuéramos a Roma para consultar con un oncólogo conocido al que le tenía mucha confianza. Yo no pude hacerlo. No tenía ni los medios económicos ni la fortaleza física para ir hasta allá. Él no entendía que la situación me había sobrepasado, que excedía mis posibilidades. Me sentía roto en mil pedazos. Había dejado de ser el hombre fuerte de la casa. Solo era un pobre tipo que lloraba a escondidas. Entonces le pregunté si él podría llevarla a ese médico. Ese fue el comienzo del fin. Me dijo con mucha furia que no tenía tiempo, que trabajaba todo el día para mantener a su familia. Y recalcó que no era un jubilado como yo que no hacía nada. Siguió gritándome que tenía que cuidar a dos chiquitos y una esposa. Me echó en cara que yo no había amado a su madre, me dijo con mucha indignación que toda su vida se había sentido avergonzado por ser mi hijo, el hijo de un insignificante pizzero. Un pobre tipo sin más ambición que la harina, la salsa y la muzzarella. Me disculpé, no sé bien por qué lo hice, pero necesité pedirle perdón por no haber sido el padre que él hubiera querido.

Luego de seis meses de padecimiento físico y de muy pocas visitas por parte de sus hijos, mi esposa murió. Durante el funeral, Giancarlo apenas me habló, sentí que me odiaba. Pero lo peor sucedió el día del entierro. Vi que estaba llorando y me acerqué para consolarlo. Cuando intenté abrazarlo, me empujó gritándome: “Fuiste un pésimo padre. Dejaste morir a mamá y ahora te hacés el buenito. Salí de acá, no te quiero ver más. Ni se te ocurra acercarte a mis hijos, no sos digno de ellos”. Esa fue la última vez que vi a Giancarlo, hace ya doce años.

Me había quedado tan solo, mi hijo me odiaba y Bianca vivía desde hacía cinco años en París. Era una ejecutiva brillante, directora regional de una empresa multinacional. Sus hijos, mis otros nietos, se habían quedado estudiando en Milán. Pero estaban tan ocupados que no tenían tiempo para visitarme.

Giancarlo y su esposa, trabajaban en Roma, pero tenían su casa en Lenola. Recorrían todos los días más de doscientos kilómetros. Se sacrificaban para brindarles a sus hijos una vida mejor. Querían que los chicos se criaran junto a sus abuelos y tíos en un lugar más tranquilo y familiar.

A veces, cuando hablaba con Bianca, no lograba resistirme y le preguntaba por su hermano, ella, muy diplomática me decía: “Él está bien, no te preocupes tanto, sabés que siempre fue difícil y cabeza dura”. Esa respuesta me dolía, me hubiera gustado que intentara solucionar nuestro conflicto. Pero no, era como si a ella no le importara. Solo me hablaba del trabajo, de lo exitosa que era, del lanzamiento de algún nuevo producto. Yo la escuchaba simulando interés, pero en realidad, me repugnaba ese mundo de empresarios ricos y ambiciosos. Eran tan poderosos que no se daban cuenta de que se estaban perdiendo lo único valioso que tenían, los afectos.

No quise abandonar el pueblo, casi todos habían partido en busca de mejores oportunidades. Sin embargo, los médicos solían decir que la vida tranquila de ese lugar, la buena comida y las caminatas al aire libre, habían llevado a la fama a Campodimele. Era un poblado célebre porque en él vivía una de las poblaciones más longevas del mundo. Esa noticia, por un lado, me alegraba; pero, por el otro, me lastimaba, me preguntaba para qué seguir viviendo si estaba tan solo.

El grito de “gol” me volvió a la realidad. Me entusiasmaba ver el buen juego de mis nietos, recordaba que Giancarlo había sido un crack. Unos minutos después, el equipo contrario marcó un golazo, que el arquero no pudo atajar. Noté la frustración en sus rostros. El juego continuó, hasta que uno del equipo de los chicos tiró la pelota afuera de la cancha, por sobre el alambrado. Desde lejos me gritó: “Señor, por favor, ¿nos pasa la pelota?”. Me esforcé por detenerla, no fue fácil con mis piernas avejentadas. Por suerte pude hacerlo, me agaché con cuidado, apoyé el bastón en el suelo, la agarré y, tratando de mantener el equilibrio, la lancé sobre la valla. Todos me aplaudieron, mis nietos también; yo, emocionado, les agradecí con un movimiento de cabeza. María hubiera estado tan orgullosa de ellos.

Un rato más tarde, los jugadores dejaron la canchita, agarraron sus libros y fueron a sus casas. Cuando vi partir a Luca y a Piero, la garganta se me anudó y el pecho, se me cerró. Últimamente, después de verlos, me faltaba el aire, me sentía ahogado. Me estaba sucediendo con demasiada frecuencia, creía que era por el calor.

De pronto, un dolor me obligó a sentarme en el suelo, pensé que me iba a desvanecer. Comencé a ver motitas de color oscuro dando vueltas alrededor de mi cabeza. Quizás me había bajado la presión, sin embargo, era hipertenso. Además, a la mañana había tomado la pastilla que me había recetado el doctor. El día era muy caluroso. El sol me calcinaba. Sentí un tirón en el brazo izquierdo y se me trabó la mandíbula. Me asusté, creí que me estaba muriendo. Bajé la cabeza y la puse entre mis piernas, para evitar las náuseas. Me recosté.

Estaba aturdido, oía voces, pero no entendía. Alguien me tomó las manos y gritó: “Las tiene heladas y húmedas”. Una voz de mujer me decía que me tranquilizara, que ya vendrían los médicos a atenderme. Me pareció que era María. Por eso le respondí: “Sí, mi amor”. En ese momento me sentí protegido, la tibieza de esa mano me serenó. También oí los gritos de unos jóvenes que decían: “El viejo que nos alcanzó la pelota se murió”. Me estremecí, ¿acaso estaba muerto?

Perdí la noción del tiempo. Luego de una eternidad, me acomodaron en una furgoneta. Intenté sentarme, pero me lo impidieron, me subieron acostado. Estaba muy confundido, medio tonto. Oí el sonido agudo de una sirena, me sobresaltó, sonaba adentro del vehículo. Me acompañaba un hombre vestido de blanco, me dijo que en unos minutos llegaríamos al San Giovanni di Dio. “Quédese relajado, abuelo”. Me sonreí, creí que era Piero quien me estaba hablando. Quizá me dormí porque empecé a escuchar el sonido de unos violines, interpretaban una música hermosa. Mi cuerpo se entregaba, disfrutaba de la melodía; era tan dulce, me acariciaba el corazón. La voz entonada de una mujer canturreaba unas estrofas. No podía ser… ¡era mi María! Me miraba con sus ojos llenos de dulzura. Me dijo en voz muy bajita: “Vení conmigo, querido”. Se me estrujó el alma. Ella se quedó quietita cantándome una de sus canciones preferidas. Apenas entendía las palabras que resonaban en mi cabeza: “con te partirò su navi per mari… con te io li rivivrò”. Abrí los ojos asustado, le pedí al hombre de blanco: “Por favor, dígale a Luca y a Piero que los amo”. A partir de ese instante, mi cuerpo recuperó la calma, pensé que estaba con María. Oí que me hablaban, no entendía qué decían. Era como otra música, muy lenta y sonaba en un tono grave: “No se preocupe, abuelo, es solo un golpe de calor”.

(Este relato fue incluido en el libro El aire fresco de la vida (Lifschitz, 2020) y corregido para esta publicación.)


Silvia Lifschitz, escritora, nació en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Es Licenciada en Administración y Contadora Pública (UBA), Consultora Psicológica (Holos Capital), Terapeuta orientada en Focusing (Focusing Institute), Arteterapeuta (Primera Escuela Argentina de Arteterapia). Directora de Redacción de la Revista “Arteterapia. Proceso Creativo y Transformación”. Publicó Pájaros en el pecho (2015, cuentos), Una convención anual (2016, cuentos), La máscara azul (2017, cuentos), El aire fresco de la vida (2020, cuentos), Que tengas un buen viaje (2022, novela corta). Su cuento El pequeño elefante obtuvo el primer premio 2017 en el Concurso de Literatura organizado por el Consejo Profesional de Ciencias Económicas de CABA y el cuento La máscara azul, el primer premio 2017 en el XXXIII Certamen Nacional de Poesía y Narrativa Breve «Letras Argentinas de Hoy 2017».

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