Francisco J. Fernández: «Encaminamiento»

            Los ajedrecistas disponen de un enorme arsenal de términos y expresiones con los que dar cuenta de las diferentes posiciones y lances (así como instrucciones o maniobras) que se dan a lo largo de las partidas. Muchos de estos términos son muy conocidos y están en la boca de cualquier aficionado. Otra cosa es que dispongamos de un verdadero diccionario que dé cuenta de todos ellos. Pues bien, uno de esos lances se denomina encaminamiento. La partida donde se ve más claramente el concepto al que se hace referencia es la siguiente: una Defensa Philidor (variante Hanham, código de aperturas C 41) jugada en 1945 entre Nikolay Krogius y Nikolay Konstantino Aratovsky, aunque algunos dicen que el precedente de esta es una vieja partida de 1912 de Leonhardt contra un jugador desconocido (NN: Non novit). Como quiera que ello sea, esta es la secuencia, la miniatura, como se suele decir:

            1.e4 e5 2.Cf3 d6 3.d4 Cd7 4.Ac4 c6 5.Cg5 Ch6 6.a4 Ae7 7.Axf7+ Cxf7 8.Ce6 Db6 9.a5 Db4+ 10.c3 Dc4 11.Cc7+ Rd8 12.b3 1–0

(Krogius vs. Aratovsky, 1945, posición final)

            El lector comprobará que Krogius forzó las cosas para atraer la dama negra de una casilla a otra mediante continuas amenazas. Aratovsky iba escapando de estas hasta que finalmente no tuvo más remedio que reconocer que la pérdida de la pieza era inevitable y con ella la partida. El encaminamiento consistió por tanto en una secuencia de jugadas cuyo objetivo fue atraer de manera forzada a la Dama a una casilla envenenada. Hasta aquí, el ejemplo ajedrecístico.

            Pues bien, la metáfora del camino es tanto o más fructífera en filosofía. Pongamos algún ejemplo. El tercero de los sueños de Descartes evocaba el comienzo de un poema, uno de los Idilios de Ausonio Galo (poeta latino del siglo IV, muerto y nacido en Burdeos); a saber: Quod vitae sectabor iter…? Por esa misma época Cosme Gómez Tejada de los Reyes (1593-1648) lo traducía así al castellano: «¿Qué camino en mi vida seguir puedo / si qualquiera es incierto y peligroso / y el valor más osado pone miedo?»[1]. Tal sueño se suele fechar en noviembre de 1619 y es justamente famoso. De hecho, el Discurso del método… (1637) lo está teniendo en cuenta de una forma mucho más intensa de lo que podría parecer de primeras. En efecto, aquel método (además de para conducir la razón de uno y buscar la verdad en las ciencias[2]) debía servir al menos para otras dos cosas: lo primero, para no tropezar (si je n’avançais que fort peu, je me garderais bien au moins de tomber) y, lo segundo, para poder ir a cualesquiera lugares (en toutes les neuf années suivantes je ne fis autre chose que rouler ça et là dans le monde). Ítem más, la palabra método (francés: méthode; latín: methodus; griego: μέθοδος, que a su vez es una palabra compuesta de meta (μετά) y hódos (ὁδός), es decir, camino o vía, lo que podría traducirse por “con el camino” más que “más allá del camino” (pues no acabaría de entenderse demasiado bien qué pudiera haber más allá del camino). De todas maneras, a pesar de la procedencia griega del término, parece más bien un helenismo latino introducido en época republicana y así lo encontramos en el Pseudo-Varrón o Vitrubio[3] y, poco más tarde, en Petronio o Quintiliano[4].
            Todo lo cual no significa que no hubiera ilustres precedentes de caminos y encaminamientos, de vías y rutas en la tradición clásica o preclásica griega. El más significativo lo encontramos en los restos del poema de Parménides de Elea, cuando la diosa dice al muchacho que no fue mal hado el que lo echó al camino que dio en encontrarla (cf. DK 1) y, de seguido, los caminos (ὁδοί) que cabe tomar y sobre los que lo instruye convenientemente: uno, el de que es lo que es lo que hay, y el otro, que, habiéndolo, no es lo que es (cf. DK 2), donde Parménides se niega a conceder que el haber se emancipe del ser (pues sobre esta precisa conflación se sostiene esta sorprendente especulación), de tal forma que la diosa avisa de que esa segunda alternativa, aunque se pretenda, no puede ni siquiera pensarse (ibidem), dada la estricta conexión entre ser y pensar (cf. DK 3) que defendía[5], como si estuviera diciendo que no habría más camino que la posada (rebus sic stantibus, que diría un jurista). No puedo dejar de pensar que algo de este estilo se encuentra en María Zambrano al hablar de los calveros con que uno se topa, es decir, de las discontinuidades despejadas del camino, cuya analogía preferida era para ella las aulas, es decir, las clases (las de Ortega y Gasset, seguramente, su maestro), los lugares en que algo de verdad había tenido lugar mediante la palabra. No será extraño entonces que en un breve capítulo de su Claros del bosque, no en vano titulado «Método», diga lo siguiente, de clarísimas resonancias parmenídeas, aun cuando sea para librarse de los bellotudos cerrojos y de las puertas ajustadas en recio jambaje que en el poema se describían: «En la luz que acoge donde no se padece violencia alguna, pues que se ha llegado allí, a esa luz, sin forzar ninguna puerta y aun sin abrirla, sin haber atravesado dinteles de luz y de sombra, sin esfuerzo y sin protección»[6].
            Los ejemplos podrían multiplicarse. No sería difícil evocar a Heidegger (Holzwege) o a las diferentes vías de la mística (purgativa, iluminativa y unitiva, por ejemplo). Así las cosas, sobre la metáfora del camino se han ido depositando ideas que no siempre acaban de avenirse entre ellas. Unos proyectan sobre este la condición para compatibilizar saber y vivir y otros parecen rechazarla; algunos ven en el camino algo que se impone y otros más bien algo que se va haciendo; por fin, están los que apuestan por encaminarse y los que prefieren acertar con la ruta correcta. Pero no cabe lamentarse, pues, de alguna forma, no puede ser de otra manera, ya que las metáforas dependen excesivamente de la intención comunicativa del emisor y de las condiciones concretas del discurso, por lo que la aproximación habrá de conformarse con ser analógica y no unívoca. Algo es algo, quizá pueda aducirse. Efectivamente, algo es algo y no puede ser que no lo sea.

            Me pregunto si la pobre dama negra de Aratovsky, escarnecida por Krogius, se hacía cuestión de todas estas cosas cuando era obligada a deambular por las casillas del tablero (Dd8→Db6→Db4→Dc4), no saliendo a escaramuzar por gusto y gana (a la ventura) sino forzada por las circunstancias, de tal forma que más que de método sufriera de éxodo, no por querer irse sino por no poder permanecer donde estaba, no por buscar sino porque la habían encontrado. Pero ¿quién sabe lo que piensan esas piezas y si acaso piensan? ¿Y quién sabe por qué se mueve uno y si acaso lo hace entre el polvo, el tiempo, el sueño y la agonía?


[1]Parnaso Español. Colección de poesías escogidas de los más célebres poetas castellanos, por Antonio de Sancha, Madrid, 1776, p. 100.
[2]Literalmente: Discours de la méthode pour bien conduire sa raison, et chercher la vérité dans les sciences.
[3]«Per arithmeticen vero sumptus aedificiorum consummantur, mensurarum rationes explicantur, difficilesque symmetriarum quaestiones geometricis rationibus et methodis inveniuntur», De Architectura, I, 4, 13, es decir: «Mediante la aritmética se resuelve el coste de los edificios, se explican las razones de las medidas, y las difíciles cuestiones de simetría se encuentran mediante razones y métodos geométricos».
[4]Debo a Pedro Redondo Reyes estos detalles filológicos.
[5]Para todas estas cuestiones y la orientación de mi interpretación, véase Agustín García Calvo & Luis-Andrés Bredlow, Parménides, Zamora, Lucina, 2018, passim.
[6]María Zambrano, Claros del bosque, Barcelona, Seix Barral, 1986, p. 39.

Francisco J. Fernández, filósofo, escritor (San Sebastián, 1967, España) es doctor en filosofía con una tesis sobre la teoría de los principios de Leibniz. Profesor en la Universidad de Jaén, fue después investigador en la Universidad del País Vasco. Actualmente es profesor de Enseñanzas Medias. Entre sus publicaciones destacan El filósofo del océano (Iralka, 1998), El descrédito de los quilates (junto a Jon Baltza, 1999), El ajedrez de la filosofía (Plaza y Valdés, 2010), Los huesos de Leibniz (Akal, 2015), Lycofrón (Círculo rojo, 2021) y El resto de la idea (Círculo rojo, 2022). En prensa, una novela titulada Nanna.
fjfernandezgar@yahoo.es

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