Gustavo Ciancio: «Monólogo de ruta» (Crónicas de viajes en moto por la Provinca de Buenos Aires)

I

Dentro del casco, yendo en motocicleta a unos 90 kph, el viento que se cuela por abajo y por las aberturas de respiración hacen que tu cabeza quede envuelta en un ruido ensordecedor y constante – que, de tan constante – se transforma rápidamente en un ruido blanco, y por lo tanto, termina pasando desapercibido.

No obstante, el tinnitus que me acompaña hace un tiempo logra imponerse, vaya uno a saber por qué cuestiones físicas o cuánticas. Escuchaba hace un rato a alguien, en una serie un tanto fantástica (no me atrevo a decir del todo fantástica) que el tinnitus es una huella constante en quienes viajan entre dimensiones.

En la ruta, las dimensiones espacio y tiempo parecen estar muy claras, a medida que la noche avanza y el marcador de nafta hace que te plantees si llegarás a la próxima estación de servicio. En la cabeza, atravesando 1500 kilómetros en dos jornadas, las certezas no son tan generosas.

II

En la ruta, la visión romántica del viento en el rostro (la visión amerita usar “rostro” y no “cara”) al mejor estilo Sons of Anarchy, o más recientemente, Mayans (los muchachos se dieron cuenta de que no podían descuidar el mercado latino, y cambiaron chico bonito con ascendente en vikingo por chico bonito con ascendente en vaya a saber qué, porque de maya tiene poco). Bueno, decía, la visión romántica, te la debo. Mejor bajar el visor, y cada vez que un pobre bichito deja su firma póstuma sobre el acrílico, con ruiditos que parecen pequeños piedrazos, uno sabe que la visión romántica está buena en Netflix, nomás.

Otra visión romantizada: la libertad. Ahh, la Libertad, así, con mayúscula. Generalmente viene con rutas absolutamente vacías, donde el motociclista podría andar por el medio de la cinta sin riesgo. Te quiero ver, Dennis Hopper, con sombrerito cowboy por la ruta 3, entre camiones y un viento que te vuela hasta las ideas. Ahí no hay Steppenwolf que valga.

Pero algo de cierto hay en la idea de la libertad rutera, y tiene que ver con, al menos en mi caso, la soledad implícita. Tal vez el día que tenga una moto más grande eso cambie, pero por ahora, Penélope con sus enormes baúles laterales hace imposible la compañía, toda una declaración de principios, ahora que lo pienso.

Eso sí, 4 tuercas y los baúles se sacan.

III

Visto desde la perspectiva que ofrece el carril contrario, un camión de frente es una suerte de paralelepípedo de casi 3×3 metros de frente, y entre 12 y 18 de fondo. A los 80 kph que se supone que debería venir, desplaza una masa de aire más que considerable, que puede a uno frenarlo o al menos sacudirlo fuerte si se viene distraído y erguido sobre el asiento, o ser una ráfaga fugaz si uno se previene apilándose contra el tanque.

La ventaja, en todo caso, es que uno lo ve venir desde lejos, y, más o menos, sabe a qué atenerse.

Otra historia es con los que vienen en tu misma dirección. Cuando veo uno por los retrovisores, voy desacelerando suavemente y dejo que me alcance y me pase, porque no me gusta sentir el aliento del monstruo en la nuca. El momento breve en que quedamos emparejados (qué palabra), muchas veces la mole hace de pantalla para vientos cruzados, y se tiene una sensación de suavidad, casi de alivio, por poco tiempo. Luego el camión pasa, hace su consabido desplazamiento de aire, se siente lo que en las carreras de autos llaman succión (durante la cual, posta, la velocidad propia se incrementa entre 3 y 5 kph), y luego, el despelote. Porque si uno no permite que la distancia sea mayor, mientras el bicho se aleja delante tuyo, quedás envuelto en una turbulencia de aire enquilombado que te mueve la moto para los costados, y la cabeza encasquetada ni te digo. Por lo tanto, ahí lo prudente es no comprar la oferta de la succión (demasiado peligrosa por otro lado, tan pegado al bodoque con ruedas) y tratar de poner distancia para retomar el control absoluto del propio vehículo.

Después de varias maniobras similares, a lo largo de tantos kilómetros, me da por pensar en las veces que vi alejarse a alguien de mí, y a mí mismo quedarme enredado en la turbulencia, y tener que aprender sobre la marcha cómo no despistar.

Tendría que haber empezado a rutear muchos años antes, concluyo. Nunca es tarde.

IV

Como bien señaló en alguna oportunidad mi amigo Migo Welsh, es imposible subir el volumen de los propios pensamientos. Pero, afortunadamente, si uno sintoniza con uno mismo con  suavidad, es posible establecer una banda de sonido interior para la ruta, que queda incluso por encima del fragor del viento y hasta del tinnitus, con varias ventajas por sobre Spotify (no hay publicidades, y la cosa no está para Premium), sobre Youtube (no hay imágenes que puedan distraerte) y hasta sobre las propias listas de música del celu, siempre limitadas aunque ocupemos muchos Gb.

Entonces, en tramos donde no me cruzo con nadie, voy de los Redondos a Raly Barrionuevo, del Caribefunk a Bowie, de Lou Reed a Pedro Pastor, sin importarme mucho la coherencia de la lista. Ventajas de ser el único oyente.

La parte visual viene más complicada de reemplazar, y mejor no intentarlo. Entonces me cruzo una y otra vez (o tengo que rebasarlos) con los equivalentes mecánico-agrícolas de los dinosaurios, más bien de los herbívoros, por lo lentos.

Extraños artefactos, altísimos, que apenas puedo, desde mi ignorancia citadina, imaginar para qué sirven. Y veo algunos al costado de la ruta, y me da por pensar, cómo es posible que alguien haya, alguna vez, colocado en la vidriera de su comercio (desde kiosquitos que apenas sobreviven hasta comercios de informática, o sea, cualquiera, en la ciudad no suelen haber muchos comercios del rubro rural) cartelitos diciendo “Estoy con el campo” o “El campo somos todos”… pará amigue, hablá por vos en todo caso, no me metas en tu bolsa. En tu silobolsa.

Sabrías qué es una silobolsa? Son esos gusanos blancos que ves apoliyando en los campos a lo largo de kilómetros y kilómetros, y están llenos de grano que esperan ser vendidos cuando su dueño considere que el dólar está lo suficientemente alto.

La macana es que con esos dólares no iban a ir a tu kiosquito, ni a tu comercio de informática, no, los rajaban al exterior o se iban con ellos a Miami, donde compraban una Mac por la mitad de lo que vos la ofrecías acá.

Ahora hacen lo mismo. Ellos son el campo. Vos no.

Mejor pongo una de Silvio.

V

Mientras pasan los kilómetros…en realidad, pensándolo bien, ellos no pasan, paso yo. Ellos están ahí, clavados en cada pequeño mojón que dice que hice otro kilómetro más.

Eso me hace pensar en la relación que creo tener con el tiempo, siempre pensé en él como algo fijo, estático, y a nosotros como los que estamos pasando. El continuum del tiempo, lo efímero de nosotros mismos. Hasta mi propia actividad de fotógrafo está regida por esa creencia. O tal vez sea su causa.

La ruta sigue ahí, después de que hayamos pasado por cualquier punto, antes de que lleguemos a donde sea. Igual que con el tiempo, estaba ahí antes de nosotros, seguirá cuando nos hayamos ido.

Nos queda entonces el perpetuo y fugaz presente, en lo temporal. En lo espacial, el engaño funciona mejor, digamos, por el espejismo de la ruta por delante y el del camino recorrido visto por los retrovisores, que nos hace creer en la idea de futuro y de pasado, mientras no percibimos que lo único real, es el efímero presente que muta con cada milímetro que avanza la moto (en mi caso). Para colmo, el paisaje monocorde de ese otro océano, el verde de la pampa infinita, apenas cortada a veces por alguna arboleda, o a veces más concretamente por las sierras cerca de Tandil, y más tarde cerca de la Ventana, hace que uno piense que está detenido en un lugar espacio-temporal imperturbable, y hasta espeluznantemente eterno.

Y eso que, en realidad, hay localidades con cierta frecuencia que rompen esa sensación. Pero, adentro del casco, el tiempo y las distancias funcionan de otra manera.

Sin embargo, ayer y mañana siguen siendo fantasías intangibles, y sólo nos queda el inasible ahora. La ruta de los retrovisores y la de adelante, casi también. Como decía Galeano, la utopía (y el horizonte) sirven para movernos, nada menos.

Y al final, lo único que importa es el camino.

VI

Dicen los que saben, que una ruta que se extiende durante muchos kilómetros en línea recta, es más peligrosa que una sinuosa. Parece ser que la monotonía de la mecánica del manejo en esos casos, sin necesidad de variar mucho la velocidad, sin estar atento a cómo tomar una curva, hace entrar en una suerte de sopor al conductor, y las consecuencias pueden ser desastrosas.

Mientras tomo una curva más, me voy diciendo a mí mismo que lo de la ruta recta es una promoción válida para la vida misma. No me imagino haciendo lo mismo, en el mismo lugar, con la misma gente, durante mucho tiempo. Y así recuerdo que no por nada ya he vivido en 5 ciudades diferentes, habiendo vuelto a vivir en La Plata por tercera vez.

Y ese desarraigo consecuente, trae sus beneficios y contras. No soy de ningún lado, y hace bastante tiempo que no puedo ponerme de acuerdo sobre si eso es bueno o malo. Por ejemplo,  no me costó mucho asimilar el concepto de desapego, tan en boga ahora y practicado por mí desde los 7 años, o menos. Pero desapego no es desamor, y tengo amores en cada sitio donde anduve, y considérenlo como les guste, el amor tiene muchas formas.

Pero soy de cada lugar donde viví, y pasar por esos sitios en la ruta, o parar en alguna de las ciudades donde viví, me hace ver que forman parte de lo que soy, y que no sería eso si no hubiese vivido allí.

Un tramo de ruta recta, cada tanto, no viene mal, sin embargo. Sirve para descansar un poco, para ver con más facilidad lo que viene enfrente, para avanzar más rápidamente o con menos recorrido, si la geometría no falla.

De cualquier modo, prefiero las rutas con curvas.

VII

La gente cercana que me escucha planificar el viaje en moto no puede evitar el gesto de alarma, y las recomendaciones sobre los peligros de andar en dos ruedas. La verdad es que, si bien estadísticamente la moto es el vehículo en el que más gente muere en accidentes, las cifras de los últimos años muestran un porcentaje de 38 %, contra un 32% en auto.  No es para tanto, che, sobre todo considerando lo expuesto que uno está en uno y otro medio.

No obstante,  cuando mastico vidrio no lo trago, así que casco, guantes, pantalón y campera con refuerzos plásticos en hombros, codos y rodillas. Borceguíes y a la ruta, un Robocop del subdesarrollo y sin ninguna vocación de cop, por supuesto.

Lo demás es atención a lo que viene adelante, atrás y a los costados. La vida misma, bah. Pero ojo, atención, no paranoia. Sino en vez de viajar, sufrís. La vida misma, bah.

Uno no anda pensando en la parca mientras va en la ruta. Supersticiones aparte (que no las tengo), en los días previos puede que se cruce algún pensamiento oscuro, pero creo que funciona más bien como una suerte de superyó rutero, al cual le doy la misma bola que al otro.

Pero cuando me subo a la moto, todo eso desaparece. Somos la ruta y yo, y cada tanto, la conciencia de ir muy rápido, cuando supero los 90 kph. Esa cifra no parece muy alta, cuando estás dentro de un automóvil, pero cuando lo único que separa tu cuerpo del asfalto es el casco y el disfraz de Power Ranger (más) berreta, te quiero ver.

A los que llevan un auto a 170, los subiría a una moto a esa velocidad, para que caigan en cuenta de cuán rápido se está desplazando su cuerpo. Porque el problema de venir rápido, es que cuando algo te detiene en seco, el cuerpo quiere seguir a esa velocidad.

Como la vida misma, bah.

Gustavo Ciancio, fotógrafo, escritor. Nacido en La Plata en 1963 hizo sus primeros estudios de fotografía en la entonces Escuela Superior de Periodismo y Comunicación Social dependiente de la UNLP, en 1988. A partir de entonces realizó numerosos cursos y talleres, y participó en muestras colectivas e individuales, en La Plata, Brandsen, CABA, Punta Alta, Bahía Blanca, Benito Juárez, y en el exterior (México, Escocia y España). A partir de 1997 se dedicó exclusivamente a la fotografía, y desde 2003 a la docencia. En 2012 fundó en Bahía Blanca la escuela de fotografía que llevó su nombre, hasta 2018, año en que se radicó nuevamente en La Plata. En 2017 publicó su primer libro, llamado Bahía (Fotografía estenopeica, realizado íntegramente en la ciudad y sus alrededores, diseñado e impreso en Bahía Blanca). En 2018 fundó el Centro de Artes Visuales en la ciudad de La Plata, junto al fotógrafo Rubén Romano.
Instagram: gustavo.ciancio Mail: gustavociancio63@gmail.com

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