Francisco J. Fernández: «La torre loca»

            En ajedrez se llama torre loca al continuo sacrificio de esta pieza para salvar una posición desesperada. La torre se inmola, en efecto, de tal forma que si fuera capturada, la partida acabaría inmediatamente en tablas o empate. Es un viejo recurso no demasiado frecuente pero en absoluto excepcional. Algún ejemplo en este sentido nos lo proporciona L. Verjovsky en su libro Tablas[1], que lo hace remontar hasta el siglo XVII, siendo su protagonista el ajedrecista italiano Alessandro Salvio (1570-c. 1640).

            La posición es muy fácil de entender. Las blancas jaquearán desde la casilla h7. Al rey negro no le quedará más remedio que ir a g3, guarnecido por dos de sus peones. En ese momento, la torre loca entrará en acción. Se sacrificará en e7, cara a cara con la torre negra. Si esta capturase, tablas por rey ahogado[2], pues el jugador de blancas no tendría movimientos disponibles. Si las negras rechazaran el sacrificio, yendo por ejemplo a d8 (o a b8 o a a8), la torre blanca volvería a ponerse delante en d7 (o en b7 o en a7) y así con cualquier otra casilla a la que la torre negra fuera a lo largo de la octava fila.
            Dos conceptos aparecen aquí, cada cual más difícil: locura y sacrificio. Da la impresión de que son excluyentes. ¿Cabe llamar loca a esta torre cuando sacrificarla es la jugada óptima? ¿Cuando se trata de la máxima cordura?
            Como es sabido, el término loco suscita muchísimas dudas en los filólogos hispánicos. El ínclito Joan Corominas, tras describir su presencia única en portugués (louco) y castellano, es decir, los romances más occidentales (por lo que habría que añadir el gallego y el leonés), y relacionarlo todo con algo como LAUCU, de procedencia incierta, especulaba con un posible origen árabe de esta forma, dado su parecido con el femenino y el plural de ‘alwaq, adjetivo para tonto o loco[3]. Además, se da la extraña circunstancia de que, en sus inicios, loco llevaba aparejada otra palabra de no menor incertidumbre respecto de su origen: sandio[4]. En efecto, es una expresión medieval acreditada «louco e sandeu» (Alfonso X el Sabio), «loco sendío» (Gonzalo de Berceo) o «loca sandía vana» (Arcipreste de Hita). En el español actual no queda prácticamente rastro de esa relación de pareja, de tal forma que loco ha seguido su camino y sandio el suyo, dando este último, por ejemplo, la voz ‘sandez’, con el sentido de despropósito, simpleza o necedad.
            Por otro lado, el concepto de sacrificio en ajedrez también es problemático, aunque por otras razones. Rudolf Spielmann tiene una preciosa monografía al respecto que puede servir de ayuda. Su título en alemán es Richtig Opfern, es decir, Sacrificios verdaderos[5]. Lo que ocurre es que la palabra richtig tiene también los sentidos de ‘auténtico’ o ‘correcto’, de tal forma que este aluvión de significaciones ha dado pie a múltiples interpretaciones entre los ajedrecistas; en general, poco reflexionadas[6]. En otras palabras, Spielmann venía a decir que un sacrificio sólo es tal si es un verdadero sacrificio. Pero es que resulta que un verdadero sacrificio sólo se produce cuando el resultado de este (la posición resultante) es indeterminado, es decir, cuando no hay certeza al respecto de una posible ventaja para uno u otro bando. Curiosamente, los ajedrecistas aficionados (y algunos que no lo son tanto) llaman sacrificio correcto (o buen sacrificio) a lo que sería, según Spielmann, un falso sacrificio (o sacrificio simulado). Por ejemplo, el de nuestra torre loca, que no suscita ninguna incertidumbre. A todo ello, no obstante, habría que adjuntar que, por aquella misma época, Aron Nimzowitsch caracterizaba sus sacrificios como sistemáticos, que Erich Eliskases hablaría algo después de sacrificar la pequeña calidad (un alfil por un caballo) y que Tigran Petrosian se haría famoso por sus sorprendentes sacrificios de calidad (una torre por un caballo, por ejemplo, como haciendo caso a aquellos que dicen que más valiente es la cebada que el trigo), generalmente con vocación defensiva. En fin, todo este vértigo de conceptos y denominaciones que traigo a colación (tanto más precisas cuanto más nimias) quiere sugerir que sobre la noción de sacrificio se agolpan dificultades conceptuales. Y es que al tema de la torre loca también se lo conoce como torre furiosa o torre rabiosa (incluso torre kamikaze, de manera más reciente). Esta vacilación terminológica es curiosa, como si los ajedrecistas no acabaran de estar del todo de acuerdo con cómo denominar tal lance. Por otro lado, cuando diferentes significantes compiten por el mismo significado (a veces en una lucha feroz), ello suele ser indicio de un nudo ideológico.
            ¿Cabe establecer una conexión entre estas dos cuestiones: la etimológica y la ajedrecística? Desde luego no desde un punto de vista semántico, pero sí tal vez desde otro punto de vista, es decir, si atendemos a la naturaleza de síntomas de ciertas incomprensiones semánticas, que dan en convertirse en superfetatorias.
            Agustín García Calvo apuntó hace unos años una hipótesis que explicaría de una sola tacada estas dos controvertidas etimologías que hemos mencionado (loco y sandio)[7]. En efecto, la remitía a la fórmula ritual latina illud quod sanet Deus, algo como «lo que Dios torne a cordura». Las explicaciones filológicas nos las ahorramos, así como ciertas dificultades que subsisten (como proponer la alternativa «illud quod sinit Deus» para explicar la ‘e’ del sendio de Gonzalo de Berceo), porque lo que nos interesa ahora es hacer ver que la presencia del illud quod sanet Deus obedecería a un mecanismo eufemístico y hasta apotropaico, es decir, la evitación del nombre para evitar un mal o propiciar un bien. En otras palabras, que se decía tal latín para evitar llamar de manera recta a quien fuera, como si el mero nombrar consolidara su estatuto demente. Tal recurso se extendió en un primer momento para, a continuación, perderse la conciencia sintáctica y dar en dos adjetivos yuxtapuestos de significado equivalente; aquel significado, precisamente, que comparecía bajo forma de denegación.
            Dudar, vacilar, sospechar, fluctuar… parecen estrategias adecuadas para que la sombra de la locura no vuelque sobre nosotros. «La locura es excluida por el sujeto que duda», decía Michel Foucault a propósito de Descartes[8]. Ahora bien, tal vez en el entretanto, sea el tablero o la vida, la esperanza de no ensandecer se encuentre con un jaque imprevisto que le haga a uno trastocarse.


[1]L. Verjovsky, Tablas, prólogo de Miguel Tal, traducción de Fernando de Andrés Goñalons, Barcelona, Ediciones Martínez Roca, 1973, pp. 104-105.
[2]«AHOGAR. Dejar al rey contrario sin jugada por estar batidas todas las casillas a las que podría desplazarse.» (Ramón Ibero, Diccionario de ajedrez, Barcelona, Ediciones Martínez Roca, 1977. p. 16)
[3]Joan Corominas, Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, Madrid, Gredos, 1973 (3.ª edición), p. 364.
[4]Joan Corominas, op. cit., p. 523.
[5]Rudolf Spielmann, El arte del sacrificio en ajedrez, traducción de C. Calderón, Barcelona, Ediciones Martínez Roca, 1981.
[6]Cfr. Francisco J. Fernández, El ajedrez de la filosofía, Madrid, Plaza y Valdés, 2010, p. 183.
[7]Agustín García Calvo, «Tomar, Loco y Usted», ASJU [Anuario del Seminario de Filología Vasca Julio de Urquijo], XXIX, 1995, pp. 345-354.
[8]Michel Foucault, Histoire de la folie à l’âge classique, Paris, Gallimard, 1972, p. 57.


Francisco J. Fernández, filósofo, escritor, docente, investigador (San Sebastián, 1967, España) es doctor en filosofía con una tesis sobre la teoría de los principios de Leibniz. Profesor en la Universidad de Jaén, fue después investigador en la Universidad del País Vasco. Actualmente es profesor de Enseñanzas Medias. Entre sus publicaciones destacan El filósofo del océano (Iralka, 1998), El descrédito de los quilates (junto a Jon Baltza, 1999), El ajedrez de la filosofía (Plaza y Valdés, 2010), Los huesos de Leibniz (Akal, 2015), Lycofrón (Círculo rojo, 2021), El resto de la idea (Círculo rojo, 2022), Nanna (2023).
fjfernandezgar@yahoo.es

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