Las metáforas son complicadas. Rastrear su origen, fascinante. Los resultados, en ocasiones, vanos. En noviembre de 1925 cristalizó definitivamente una. Torneo de Moscú, en la antigua Unión Soviética, que promocionó el ajedrez de manera indecible de la mano del terrible Nikolái Krylenko[1]. Se enfrentaban el talentoso Carlos Torre Repetto y el ex campeón del mundo Emanuel Lasker. Aquella partida se conoce como La inmortal mexicana, pues se atiende con ello a la nacionalidad de Carlos Torre. El caso es que se dio un tema táctico conocido desde entonces como El molino. Se trata de un lance muy vistoso y espectacular, donde cristalizan ideas de atracción, desviación y jaques a la descubierta, todo ello sobre la séptima fila, en acción combinada de torre y alfil (aunque también podría darse con caballo y alfil, como en Alekhine vs. Fletcher, Londres, 1928).
La cuestión es por qué tal lance se denomina Molino o, como en inglés, Windmill (literalmente: molino de viento). La dificultad viene dada porque las operaciones del ajedrez se desarrollan sobre un espacio de dos dimensiones, aun cuando la corporeidad de piezas y tablero sea tridimensional, como es natural. En cualquier caso, la acción combinada de torre y alfil es muy gráfica: la torre barre la séptima fina y el alfil jaquea a la descubierta. La escena parece evocar las aspas de un molino girando sobre un eje[2]. Ahora bien, ¿cómo dar cuenta de la perpendicularidad? ¿Dónde están los 90º necesarios? Evidentemente sobre la casilla g7, el lugar donde coinciden la acción de la torre y el alfil, lugar al que acude la torre para recuperar su poder destructivo, pero resulta que la acción del alfil ha de perder tal perpendicularidad para poder jaquear al rey. No es extraño entonces que a este tema táctico se lo conozca asimismo como seesaw, es decir, vaivén, lo que, después de todo, no resuelve mucho, porque solo está metaforizando el movimiento de ida y vuelta de la torre, pero no la composición completa del lance táctico.
De 1680 a 1685 Leibniz trabajó en las minas del Harz para el Ducado de Hannover[3], a la sazón gobernado por Ernesto Augusto. Se extraía plomo, cobre, plata, zinc y hasta hierro. Aquella empresa fue momento de oportunidad para desarrollar su inventiva y emprendeduría precapitalistas, como defendió en su momento Jon Elster[4]. Entre sus varios proyectos se encontraba un molino, fruto de su invención (aunque ya había precedentes, como los de Fausto Veranzio), capaz de aprovechar el agua y el viento[5], pero asimismo un molino horizontal, parecido a una noria, que probablemente tenía la ventaja de una menor fricción general. Sin embargo, este último ingenio no acabó de convencer a pesar de las esperanzas que Leibniz tenía depositadas en él (se quejaba amargamente de la suspicacia de los artesanos o de la mala suerte de las condiciones climáticas, pero Aiton observa[6] que el rendimiento sólo era de un 20% de la energía eólica mientras que el de los molinos convencionales, de un 60%). De hecho, su optimismo en general era legendario aunque matizado, pues consistía en la busca de aprovechar lo mejor de lo peor. Sin embargo, hay tal vez otro aspecto que no invita a serlo tanto. En efecto, su confianza en que las máquinas pudieran ser no más que figuras, es decir, que los cuerpos fueran representados bidimensionalmente, pues declaraba explícitamente que podía describirlos mediante caracteres, de tal forma que podía explicar a continuación el cambio de situación, es decir, dar cuenta de su movimiento[7], lo que en su caso estaba unido a su proyecto de un Analysis situs, en el sentido de que con él podría dar cuenta del continuo de los fenómenos (pace Huyghens, que nunca acabó de convencerse[8]). Sin embargo, cabe sospechar de que este paso de un espacio de dos dimensiones a otro de tres quizá no sea inocuo, pero no tanto porque haya que pagar el precio de una encarnación material (desde el carácter a la efectiva máquina) o porque la variable temporal sólo puede representarse discretamente, sino porque no hay signos perfectos (ni puede haberlos), es decir, que ningún signo es capaz de contemplar en sí mismo todos los respectos de lo que está queriendo significar, aunque sea cierto que haya signos (o sistemas de signos) que lo hacen mejor que otros. Desde otro punto de vista: no son escasas las ocasiones en que Leibniz se quejaba precisamente de que no hubiera instrucciones gráficas de máquinas o procedimientos que se dan en la práctica[9], como si el paso de las dos dimensiones a las tres fuera tan penoso como el paso de las tres a las dos.
Dadas las circunstancias, no cabe entonces lamentarse demasiado; ni porque la metáfora adolezca de precisión (¿pero acaso tiene que tenerla[10]?) ni porque no haya más remedio que conformarse con lo representado. Imagino a Lasker pensando en estas cosas mientras era barrido del tablero por Carlos Torre. Me lo imagino, incluso, recordando un viejo proverbio que él mismo citó en su libro Lucha: «Los molinos de Dios muelen despacio, pero con extremada finura»[11]. Lasker, a pesar de toda su capacidad eumáquica, rindió su rey en la jugada cuadragésimo tercera.
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[1]Cf. A. Soltis, Soviet Chess 1917-1991, Jefferson, McFarland, 2014.
[2]Savielly Tartakower denominó Orangután a la apertura que comienza con b4 (de ahí que a la apertura Larsen-Nimzowitch, que empieza con b3, algunos la conozcan como Pequeño Orangután). Siempre he pensado que tal denominación se la sugirió a Tartakower la posición en ángulo recto del peón de b4 respecto de los peones de la segunda fila, por analogía con las posiciones que suelen adoptar los orangutanes al colgarse.
[3]Javier Echeverría, Leibniz, el archifilósofo, Madrid, Plaza y Valdés, 2023, pp. 116-121. Asimismo, E. J. Aiton, Leibniz. Una biografía, traducción de Cristina Corredor Lanas, Madrid, Alianza Editorial, 1992, pp. 156-165.
[4]Jon Elster, Leibniz et la formation de l’esprit capitaliste, Paris, Aubier Montaigne, 1975.
[5]Cf. «Al Duque Juan Federico» [agosto 1679], incluido en G. W. Leibniz, Obras filosóficas y científicas, edición de Juan Arana, traducción de Javier Echeverría, Granada, Comares, 2009, volumen 8, pp. 175-178.
[6]Aiton, op. cit., p. 162.
[7]«Or toutes les machines ne sont que certaines figures, dont je les puis décrire par ces caracteres et je puis expliquer le changement de situation qui s’y peut faire, c’est à dire leur mouvement» (Lebniz a Huyghens, VII, Leibnizens Gesammelte Werke, herausgegeben von G. H. Pertz, 1843, 3, 2, p. 30). Cf. Elster, op. cit., p. 84.
[8]Cf. G. W. Leibniz, La caracteristique géométrique, edición de Javier Echeverría y Marc Parmentier, Paris, Vrin, 1995.
[9]Cf., Elster, op. cit., p. 97.
[10]¿Acaso la tenía más el Arcipreste de Hita (c.– 1283- c. 1350) cuando recurría al molino en estos versos del Libro de buen amor: «Non olvides la dueña, dicho te lo he de suso, / muger, molino e huerta sienpre quieren grand uso» o el poeta Antonio Oliver (1903-1968) en estos otros: «Como el verso de ocho sílabas, / el molino de ocho aspas. / Las palabras son las velas. /Las velas son las palabras»?
[11Emanuel Lasker, Lucha, traducción y prólogo de Ricardo Calvo, La Roda, Ediciones Merán, 2003, p. 116.
Francisco J. Fernández, filósofo, escritor, docente, investigador (San Sebastián, 1967, España) es doctor en filosofía con una tesis sobre la teoría de los principios de Leibniz. Profesor en la Universidad de Jaén, fue después investigador en la Universidad del País Vasco. Actualmente es profesor de Enseñanzas Medias. Entre sus publicaciones destacan El filósofo del océano (Iralka, 1998), El descrédito de los quilates (junto a Jon Baltza, 1999), El ajedrez de la filosofía (Plaza y Valdés, 2010), Los huesos de Leibniz (Akal, 2015), Lycofrón (Círculo rojo, 2021), El resto de la idea (Círculo rojo, 2022), Nanna (2023).
fjfernandezgar@yahoo.es
Magnífico artículo. Como siempre, es un gusto leer a Francisco Fernández.
Me temo que me he alejado demasiado del ajedrez porque me consumía mucho tiempo. No obstante, yo no comparto el veredicto de Aiton y nuestros contemporáneos acerca del molino de viento de Leibniz. Creo que su problema radicó mucho más en la necesidad de materiales que no estaban a su alcance que en lo errado del proyecto. Y no me refiero solo al molino. Leibniz tuvo una legión de seguidores de los que los filósofos no tienen noticias porque fueron ingenieros. Es el caso de Christopher Polhammer (1661-1751), que creó un “alfabeto mecánico”, en el que las cinco máquinas simples (palanca, torno, polea, plano inclinado y cuña), constituirían las vocales y una selección de esquemas maquínicos básicos, las consonantes. El proyecto de Pohlem lo retomó en el siglo XIX Robert Willis que en 1841 publicó una “Tabla de las combinaciones elementales de mecanismos puros” ampliamente utilizada en la Inglaterra de la época. Tampoco la intuición de Leibniz surgió de la nada, el poeta Georg Philip Harsdörffer (1607-1658) propuso crear una «máquina poética» con “anillos de pensamiento” (Denkring) de acuerdo con el modelo llulliano.
Respecto de las dimensiones y los signos, un laberinto es una proyección bidimensional de un nudo y la mejor manera de salir de un laberinto consiste en colocar un signo en cada pasillo. El signo abarcaría así todo lo que quiere significar y bastaría para señalar la dirección en que se debe llevar a cabo el desanudado. Quienes achacan a los signos su imperfección tienen, como Leibniz, prisa por salir de los laberintos, pero no veo por qué tenemos que tener tanta prisa si tenemos un mapa para orientarnos en ellos. Eso lo hacen muy bien los signos tal y como han existido hasta ahora. Creo que hay un acierto mayúsculo en el texto al vincular el anterior problema con este, porque, en efecto, la cuestión está en si queremos utilizar un ars inveniendi o no y, he aquí nuevamente el error del siglo pasado, ars inveniendi y lenguaje perfecto no son dos pasos del mismo proceso, son miembros de una disyuntiva excluyente.
Gracias Manuel por tu comentario, asombroso en erudición, fino en las relaciones que descubres (no solo ignotas sino insospechadas para mí) y cortés y discreto en el tratamiento. Me pongo a pensar en todo ello.