I. Todos los juegos, el juego
El juego como concepto implica no solo la idea de suerte, azar, diversión y misterio. También contiene en sí mismo, nociones tan variadas y complejas como: placer, imaginación, alegría, estrategia, probabilidad, ansiedad, frustración, revancha, venganza, consenso, lógica, pactos, ritos, representación, sentido del espacio y del tiempo, factores emocionales, psicológicos, análisis, trampa, competición, tensión, temperamento, paciencia, instinto, dominación y poder. Amplio.
Como actividad humana, jugar está ligado a instintos básicos y antecede a la cultura como puede notarse en el comportamiento animal.[1]
La noción de juego en términos teóricos involucra en su definición situaciones estratégicas que no solo dependen de decisiones subjetivas, sino también, de las decisiones de un otro. El juego se establece mediante una puja o acuerdo entre al menos dos voluntades.
Juegos electrónicos del estilo de “Mario Bros.” o “Candy Crush” no entrarían dentro de este concepto ya que los resultados obtenidos dependen de la exclusiva decisión de un participante que, luego de una acción individual, adquiere un “x” resultado o consecuencia.
El juego propiamente dicho implicaría que ese resultado derive de la interacción con una voluntad ajena que responde a un accionar propio, autónomo y variable según las circunstancias externas y subjetivas. Ajedrez, fútbol, mancha, cartas, juegos de internet en línea, incluso discusiones, decisiones financieras o relaciones amorosas sí pueden englobarse bajo este concepto.
Pero la historia del juego que queremos narrar aquí se remitirá a la noción lúdica del mismo. Jugar como actividad social. Jugar juegos.
Sin desarrollo lúdico podríamos decir que ninguna cultura existe o fuera posible. Aún sociedades sin reglas o leyes, digamos una hipotética sociedad pre-normativa, no estaría exenta de la pasión agonal pues ésta es inherente al ser humano.
Vencer, imponerse, competir, destacarse, todas son importantes fuerzas motrices de la conducta.
Los juegos pueden ser públicos, masivos, limitados a un número pequeño de integrantes, infantiles, de adultos, de azar, de estrategia, de ingenio, de rol, verbales y hasta concursos. Todos involucran destrezas, habilidades y voluntades orientadas al objetivo de vencer. Las reglas, acuerdos y la vivencia de instantes placenteros completan la idea.
“En una hora de juego se puede descubrir más de una persona que en un año de conversación”, nos decía Platón. Y sí, jugar es también conocimiento de un otro y de uno mismo.
Conocernos como jugadores de estos tiempos nos lleva, tal vez, a desear saber de dónde vienen nuestras actividades. Un juego de pelota, una partida de dados, los juegos de la infancia…
Y allí, como suele suceder cuando indagamos en nuestros hábitos actuales, está Roma.
Roma, capital del más importante imperio de la Antigüedad, fue también la civilización que a través de sus costumbres y su cultura ha moldeado hasta estos días nuestro modo de concebirnos como ciudadanos, nuestro modo de actuar, vivir, conceptualizar y… jugar.
“Alea iacta est” (“la suerte está echada”), y sí, Julio César se la jugó. Al salir victorioso de las Galias y regresar a Roma cruzando el río Rubicón, parece haber dicho aquello. Ya sabía que ese colosal triunfo lo convertiría en el hombre más poderoso de Roma y eso significaría un enfrentamiento político con los optimates y el Senado. Pero ¿Por qué esa frase?
Alea era para los romanos el azar, la suerte. Julio César, al parecer, citó aquellas palabras en griego y no en latín. Porque de allí viene la idea. “Anerriphto kúbos” (ἀνερρίφθω κύβος) significa en griego: “los dados están tirados” y esto (en sentido figurado) resumía la idea de: “no hay vuelta atrás”, es decir, haber alcanzado el punto de no retorno.
Los dados -con su origen más probable en la antigua Persia- eran el juego de azar por excelencia. Al punto que la palabra latina que lo designaba, “alea”, se confunde con la noción de azar y es el origen de nuestro actual término “aleatorio”.
Ahora bien, dejando de lado las etimologías y sin miedo a equivocarnos podemos afirmar categóricamente que a los romanos les gustaba la timba y escolazo tanto como el vino, las orgías, los baños y las guerras.
Los juegos y las apuestas estaban a la orden del día. Incluso emperadores como Augusto, Nerón, Claudio y Cómodo fueron apasionados jugadores. Pero 2200 años atrás en una partida de dados, el romano no solo te apostaba unos denarios o unos sestercios. No. Llegaban a apostar la propia libertad individual. Luego de una mala ronda en una mala noche, podías amanecer con una resaca atroz y siendo esclavo. Puesto el grillete distintivo, ahora, tu oponente –y vencedor- era también tu dueño. Y no había marcha atrás, “alea iacta est”…
Tanto fue así que Roma -territorio de leyes, control y normas- puso en marcha la maquinaria del Estado para que legisle sobre el asunto. Las apuestas por dinero y por la propia libertad individual en juegos de azar fueron tajantemente prohibidas. Tres leyes fueron decretadas. Se llamaron en conjunto las “Leyes Alariare” (siglo II AC). Éstas fueron la “Lex Cornelia”, la “Lex Titia” y la “Lex Publicia”. Las mismas se dictaron no solo para prohibir las apuestas en los juegos de azar sino también como prevención de la ludopatía, concepto ya bien conocido por ellos.
La práctica de jugar estaba habilitada solo de manera recreativa. Amigos y parientes, niños y adultos podían jugar públicamente mientras desarrollaran una actividad lúdica y social. El dinero y la apuesta estaban limitados -según la ley- a los “Juegos Públicos” organizados por el mismo Estado, es decir, allí donde el valor, la destreza y las habilidades personales fueran los componentes involucrados, no la buena o mala suerte.
No obstante, en esta sociedad politeísta, la suerte era cosa divina y tenían a su diosa: Fortuna. Ella era la representante de la suerte voluble, caprichosa, arbitraria, incierta. Era la representante del destino favorable o funesto. Decían que allí donde se juntaban dos romanos ya se estaba jugando y apostando algo. Por lo tanto, si es que alguien osaba apostar, lo debía hacer clandestinamente o corría el riesgo de multas y cárcel. Y a ella, a Fortuna, se encomendaban los jugadores empedernidos, en secreto.
Roma era rígida pero sabía muy bien que la coerción constante sobre sus ciudadanos podía ser contraproducente. Así que las restricciones se rompían en un momento dado del año. Entre el 17 y el 23 de diciembre tenían lugar las gloriosas Saturnales. Estas celebraciones públicas, auspiciadas por el Estado, daban libre paso a las apuestas, las orgías, las borracheras, los banquetes y los jolgorios. Y no eran porque sí. Estos rituales masivos tenían como objetivo honrar al dios Saturno y darle la bienvenida al período invernal.
La festividad era una puesta en escena frenética y liberadora cercana al concepto de Carnaval medieval. En realidad, y para ser precisos, sería al revés. El Carnaval medieval proviene de Roma, sus Saturnales, sus Bacanales e incluso, sus Lupercales.
Como es sabido en esta época los valores sociales se invertían de forma simbólica. El poderoso podía ser insultado, el esclavo venerado, la mujer empoderada, los niños mandaban y los jueces eran sentenciados. Símbolos, claro, juegos. Pero su efectividad política estaba comprobada. El Estado seguía estando a salvo, la autoridad intacta y el pueblo feliz.
En esta época todos se hacían regalos al cierre del evento que duraba una semana. El 24 de diciembre se cerraban las Saturnales y familiares, parejas, amigos, socios y hasta los mismos esclavos se visitaban entre sí, cenaban juntos e intercambiaban obsequios. ¡Pero si parece Navidad! Y claro, unos cuantos siglos después, la gran máquina de resignificaciones simbólicas, o sea, la Iglesia Católica, adaptaría esta ritualidad a su nueva concepción de fe.
El 24 de diciembre, con el inicio del solsticio de invierno se comenzaban a rendir honores (mucho más módicos) a otro dios: Jano, representante de los finales y los inicios. Una semana luego de las Saturnales, el 1º de enero, se celebraba conjuntamente el inicio del Año Nuevo y la apertura de las sesiones del Senado. Y acá estamos nosotros, aun celebrándolo.
Roma jugaba. Tanto que inventó juegos que aún seguimos practicando e incluso distinguió en su vocabulario diferentes niveles y modos de juego. El “iocos” estaba ligado a nuestra actual idea de broma, chiste o chanza. Era también una actitud, el juego atrevido ligado a los juegos de palabras y juegos amorosos donde el cortejo verbal y el acto físico pueden tener un componente lúdico/erótico. El “ludus”, en cambio, definía el vocablo que actualmente asociamos con los juegos propiamente dichos, sean de mesa, infantiles, deportivos, etc. Y también estaban las “munera”, es decir, los juegos masivos y de entretenimiento popular.
Sorprende notar que casi todos los juegos que hemos jugado tienen al menos dos milenios. No hemos cambiado mucho en este aspecto salvo hace relativamente poco cuando a los juegos habituales se sumaron aquellos vinculados a la tecnología.
Pero incluso dentro de los juegos tecnológicos encontramos versiones del ajedrez o de diversos juegos de cartas que los romanos ya jugaban.
Desde los dados con cubilete (pyrgus o turricula) a la mancha y la escondida, todos ya se conocían. Incluso juegos que creemos “modernos” como el Fútbol, el Backgammon y el Black Jack tiene un cierto origen romano.
Había juegos específicamente infantiles como el muy popular “ocelates” que es el juego de las canicas o de las bolitas, confeccionadas entonces –como hoy- con vidrio de colores o sílice. O el “tabula en 3 rayas”, es decir el Ta-Te-Ti. Se jugaba a la “Escondida”, la “Gallinita ciega” y a la “Mosca de bronce”, una especie de mancha que consistía en atrapar, con los ojos vendados, a los amigos que zumbaban y corrían a nuestro alrededor. Los niños y niñas de Roma se divertían también con el “Efedrismo” un juego que consistía en golpear un objeto en el piso teniendo los ojos vendados y, en caso de perder, tener como prenda que cargar sobre la espalda a los vencedores mientras se corría trabajosamente hasta una meta estipulada.
Otro muy popular y callejero era el juego de “la moneda falsa” que consistía en pegar una moneda en la vereda, esconderse y ver como algún incauto transeúnte hacía esfuerzos vanos por recogerla… salir del escondite gritando, burlándose y luego, huir corriendo. Los chicos romanos también conocieron el aro o ula-ula, las funciones teatrales de marionetas, y los espectáculos de malabaristas; el “Mormolycion”, era un juego de disfraces y máscaras terroríficas que servía para dar sustos, el “Buxus” era la perinola y también conocieron las hamacas. Éstas se situaban en parques públicos o en los jardines de las casas de los ricos, las domus. Pero la hamaca no era solo un divertimento, era un juego considerado sagrado y estaba asociado a la figura del dios Baco.
Y, por supuesto, había toda suerte de juguetes, pelotas de diferentes tamaños y colores, carros, soldaditos –“pretorcitos”, supongo- animalitos de barro, madera o marfil, cascabeles, campanitas, casitas de muñecas, vajilla de juguete y muñecas articuladas a las cuales se les podían cambiar la ropa y venían con diferentes ajuares. Barbie no es la gran novedad ni mucho menos. Todo esto implicaba el desarrollo de oficios y negocios. Los artesanos de los juguetes eran los “artifex at lusorie”, diseñadores de muñecas, juguetes, títeres, tableros, fichas, dados y cubiletes. Y había por tanto jugueterías y tiendas especializadas en estos productos. Otros juegos eran más comunes entre los adolescentes y adultos. Por ejemplo, el “Caput aut Navis” o sea, el Cara o Cruz, que se jugaba -como ahora- con una moneda. El “Micatio”, que consistía en que dos jugadores escondieran una de sus manos tras su espalda, marcaran con sus dedos un número secreto y ambos (al unísono) sacaran las respectivas manos mientras decían en voz alta un número del 1 al 5 intentando adivinar cuántos dedos mostraría su adversario.
Dentro de los juegos de mesa era popular el “Loculus archimedius”, el rompecabezas. A diferencia de los modernos, en aquellos tiempos contaban con exclusivos diseños realizados nada menos que por el mismo Arquímedes. Como ya nombramos anteriormente estaban los dados o “Alea” y había diferentes juegos y tiradas, como la tirada “Venus” (“Escalera real”), la tirada “Buitre” (“Generala”), etc. El “Ludo duodecim scriptorum”, llamado popularmente “XII scripta”, era tremendamente popular y se asemejaba al actual Backgammon. En este estilo de juego con tablero estaba el “Latruculorum” con similitudes al juego de Damas y el Ajedrez. Tan populares eran estos juegos que en plazas o jardines del Foro había bancos y mesas de piedra con los tableros tallados sobre ellas. Sí, tal cual puede verse en algunas plazas de nuestra ciudad. Y nosotros, como los antiguos romanos, solo debemos ir con una bolsita conteniendo las fichas.
Y por supuesto cómo no hablar del “Harpastum”. Sobre este juego podemos decir que fue una mezcla y un antecesor de los juegos modernos: fútbol, rugby y handball. Casualmente, el juego fue desarrollado por los legionarios romanos en la provincia de Britania –la Gran Bretaña de hoy- en el siglo I AC. Otro juego que inventaron allí fue la ruleta, pintando los números en las ruedas de los carros de guerra o en el interior de algún escudo redondo y con punta en el centro que luego hacían girar en el piso. Pero el “Harpastum” les servía de entrenamiento. Se jugaba en equipos, con una pelota que podía patearse o ser tomada con las manos, se ponía el cuerpo, se corría, se chocaba para desplazar al adversario y el objetivo era meter dicha pelota en el arco contrario marcando así un tanto. Cuando el juego se popularizó en Roma, se jugaba también entre mujeres que lo practicaban en bikini como el beach voley actual… no hay nada nuevo.
Pero todos sabemos bien que a los romanos les gustaban los juegos públicos. Estos eran llamados “munera”. Las munera eran espectáculos multitudinarios, gratuitos y realizados por profesionales.
El entretenimiento mediante el espectáculo no sólo era un derecho de todo ciudadano romano sino también un recurso político para la estabilidad social. La entrega de alimentos básicos y granos, así como la recreación estaban garantizadas por el Estado. Sin estas garantías, los romanos sabían bien que podían generarse hambrunas, epidemias, descontento y por ende, sufrimiento y frustración. Y esto, a su debido tiempo, podía derivar en saqueos y rebeliones. Por lo tanto, que el ciudadano esté alimentado, protegido y alegre se pensaba como un derecho del pueblo que el Estado debía hacer cumplir, razonamiento que, de más está decir, fue inédito en cualquier civilización antigua… e incluso, en muchas modernas. Y ahí surge la provocadora frase del poeta Juvenal escrita en su Sátira X hacia el siglo II-I AC refiriéndose a cómo Roma lograba la paz social: “Pane et circenses”: Pan y circo.
Pero para el ciudadano medio las munera eran también una obligación cívica cuya finalidad simbólica era la de adorar a los dioses y a los muertos de la Patria. Los Juegos eran, en definitiva, un servicio, un derecho y una obligación.
Los “Munera gladiatoria”, es decir, los gladiadores eran profesionales a parte de verdaderas celebridades de su época. Eran esclavos carísimos, en su mayoría germanos, nórdicos o griegos que recibían un entrenamiento de primera en escuelas especializadas.
Hollywood nos tiene acostumbrados a creer que estos luchadores morían cruelmente en la arena. Y no. No era así. Comprarlos, entrenarlos y alimentarlos costaba muchísimo dinero para perderlos en un juego. Si bien sus armas eran verdaderas, hacían bastante “acting”. Por lo tanto, si los gladiadores morían era -llegado el caso- por infecciones en sus heridas y problemas septicémicos derivados de las mismas. Inclusive llego a haber gladiadoras, por decreto de Agripina (madre de Nerón), las chicas mostraban sus destrezas como luchadoras con armas, espadas, escudos y todo en honor a la Emperatriz madre (siglo I DC).
Los que morían en la arena no eran gladiadores. Eran delincuentes, enemigos políticos y en una época: cristianos. A todos ellos se los condenaba a enfrentarse sin armas contra animales salvajes como leones, rinocerontes, tigres o leopardos. Estos espectáculos que hacían confluir justicia, pena capital y divertimento social eran llamados “Venatio” y la condena, en términos jurídicos: “Damnatio ad bestias”.
Otro juego/espectáculo que dejaba boquiabierto al público y actualmente, a los ingenieros, eran las Naumaquias. Estadios como el Coliseo eran inundados por sofisticados sistemas de cañerías y se libraban “batallas navales”, sí, con barcos de gran porte incluidos.
Como dijimos anteriormente, la “industria” del juguete generaba todo un mundo productivo que iba desde los diseñadores y artesanos a los comerciantes y dueños de jugueterías. En el caso de los juegos públicos, los gladiadores pertenecían también a un mundo de negociados que estaba comandado por los lanistas. Éstos eran sus managers –como ahora representantes y clubes hacen con los futbolistas-. Los lanistas eran empresarios del juego a gran escala. Eran también dueños de teatros, campos, escuelas de entrenamiento y gimnasios. El Estado “alquilaba” para los espectáculos públicos a los gladiadores, no era el dueño. Y si hubo un lanista famoso fue, sin dudas, Léntulo Batiato, que tuvo la dicha y la desgracia de ser nada menos que el dueño de Espartaco, esclavo y gladiador griego, líder de la gran rebelión del siglo I AC.
En síntesis, los lanistas ganaban fortunas con sus gladiadores y corredores de caballos. Las carreras de cuadrigas (carro con cuatro caballos) eran también extremadamente populares y se daban en el Circo. Tan populares eran que los equipos tenían colores distintivos y la gente iba a las carreras con “la camiseta”, una chalina con los colores de su equipo… y era bastante usual que a la salida se armaran trifulcas entre grupos de hinchas rivales. Creo que nos suena.
Esto nos lleva a señalar un último dato interesante. El juego en Roma no estaba exento de riñas y peleas. No solo entre hinchadas rivales en las cuadrigas, sino también entre jugadores de dados.
En un fresco pintado dentro de una “caupona” -o taberna- de la ciudad de Pompeya puede aún verse una especie de comic que representa a unos jugadores de dados peleando. El fresco tiene la particularidad de contener unos renglones que nos cuentan qué se estaban diciendo los oponentes. Uno dice: “Exsi” (¡Sale!- dando a entender que salió en la tirada el número que lo hacía ganador). El otro le responde: “Non tria. Dua est.” (¡No es un 3! ¡Es un 2!). Y el primero arremete: “Noxsi a me tria eco fui” (¡Tramposo! He sacado un 3, gané). El rival, ya sacado, lo increpa: “Or te fellator eco fui” (¡Chupa-pija! ¡Gané yo!). Bueno… un desmadre. La hermosa viñeta finaliza con el tabernero al grito de: “Itis foras rixsatis” (¡Se van a fuera a pelear!).
Gracias a estas historias pintadas y “habladas” los romanos nos dejan espiar cómo podían ser algunas de las tantas, habituales y cotidianas escenas de juegos, borracheras y tole-toles en cualquier taberna de hace 2000 años atrás.
Quizás, si por un rato nos imaginamos sin electricidad ni internet, notaríamos que seguiríamos jugando como ellos… o como hace unos años atrás, como en la infancia, cuando una noche de verano nos quedábamos hasta tarde, muy tarde, jugando en la vereda.
IV. Conclusiones
A modo de cierre no podemos más que recordar a Nietzsche: “Crecer es recuperar la seriedad con la que jugábamos de niños”. Porque jugar es, en definitiva, el poder sustraernos del ordenamiento en el que vivimos sujetos. Y tomarnos en serio, por un instante, ese espacio creado y recreativo.
El juego marca una zona diferente a la realidad, quebranta la idea normativa de lo cotidiano por reglas a las cuales accedemos (y abandonamos) siendo sujetos totalmente libres y, a su vez, nos permite idear y vivir un espacio diferente, el lúdico.
Ludwig Wittgenstein, analizando especialmente los juegos del lenguaje sostiene que el sistema reglado -cotidianeidad, vida en sociedad- es posiblemente subvertido por los juegos y el acto mismo de jugar.
Se habilita un mundo otro, un mundo paralelo. O, quizás, esa realidad que vivimos con solemnidad no sea más que el gran juego. El juego de los juegos. El juego que no asumimos como tal.
Por eso, como nos recomendaba Dean Koontz, te propongo que juegues, “juega mucho y bien, juega como si tu vida dependiera de ello. Porque depende…”
[1] Huizinga, Johan: Homo ludens, ensayo sobre la función social del juego. Madrid, Alianza, 2007, PP. 44-47
BIBLIOGRAFÍA
- Ariés, Philippe y Duby, Georges: Historia de la vida privada: Del Imperio Romano al año mil (tomo I). Madrid, Taurus, 1987.
- Bread, Mary: S.P.Q.R. Una historia de la Antigua Roma. Madrid, Crítica, 2016.
- Huizinga, Johan: Homo Ludens, Ensayo sobre la función social del juego, Madrid, Alianza, 2007.
- Lillio Redonet, Fernando: “Tahúeres, jugadores y garitos en la Antigüedad” en Lillo Redonet, Fernando: Ars vivendi: la buena vida en Grecia y Roma. Madrid, Ed. Áurea Clásicos, 2006.
- Lillio Redonet, Fernando: “¿Cómo jugar como los antiguos romanos?” en Lillio Redonet, Fernando: Ars vivendi: la buena vida en Grecia y Roma. Madrid, Ed. Áurea Clásicos, 2006.
- Pennachio, Carmen: Immagini e giochi dell’Antichità: iocare, ludere, iactare, non una simplice questione terminologica, Nápoles, 2018.
- Suetonio: Vida de los doce Césares. Madrid, Austral, 2003.
- Toner, Jerry: “Los bajos fondos de Roma” en revista digital: Desperta ferro. Arqueología e Historia, Nº 2, Agosto, 2015.
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Laura Lescano, historiadora, docente. Orientación en historia intelectual, análisis de discurso histórico e historia de las mentalidades.