Miguel Ángel Rodriguez: «Con ella»

Nos conocimos en Punta Médanos, una playa desierta entre Nueva Atlantis y Pinamar.
Meses después en Buenos Aires ella y su cuerpo inevitable, morocha, preciosa, alegre, comenzaron a mudarse despacito pero decididamente a mi aquel dos ambientes de Villa Luro, cincuenta y seis años atrás.
Desde entonces, con algún que otro vaivén, hemos vivido juntos.
Durante un largo trayecto la relación fue apasionada, visceral.
La vida pasa.
Y nos cambia.
Casi sin darnos cuenta fuimos aprendiendo a dejar afuera lo que entrábamos mal.
Y a seguir disfrutando de charlar cada vez más con menos palabras.
Estamos viejitos.
Nos amamos. Con gestos diarios de única complicidad.
Hace dos meses, mateando en la cocina, rozó mi mano con la suya al deslizarse por un lado de la silla. Va a fumar un pitillo, pensé. Y fui unos pasos por el encendedor para darle fuego, como siempre.
Escuché un ruido, suave pero de mal augurio.
Al darme vuelta estaba en el piso.
Muerta.
No le hice caso a nuestros hijos ni a la inseguridad reinante -¿y si los médicos se equivocan y ella despierta, y me llama?-; la velamos al día siguiente durante veintidós horas, número en que ambos, porque sí, coincidíamos celebrar.
Aunque se fue, cada tanto la imagino; o viene, la siento.
Acabo de leerle unas líneas que escribí por la noche –desde su muerte me cuesta dormir y estoy algo desfasado con el tiempo-.
Ella dibujó una gala tras un cigarrillo para que yo la perciba y le ponga fuego.
La llama del encendedor prendió el extremo del puño de una manga de mi pullover.
Y avanza.
Va tomando toda la lana, la camiseta de algodón, mi piel añosa, reseca.
Cuánto duele este fuego, amore.
Pero es así: quiero que nada lo asfixie hasta que me apague.

Miguel Ángel Rodríguez, psicoanalista, escritor.

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